domingo, 1 de marzo de 2009

Otros mundos / Los textos de los escritores

Kilómetro 11
Por Mempo Giardinelli
            —Para mí que es Segovia —dice Aquiles, pestañeando, nervioso, mientras codea al Negro López—. El de anteojos oscuros, por mi madre que es el cabo Segovia.
El Negro observa rigurosamente al tipo que toca el bandoneón, frunciendo el ceño, y es como si en sus ojos se proyectara un montón de películas viejas, imposibles de olvidar.
            La escena, durante un baile en una casa de Barrio España. Un grupo de amigos se ha reunido a festejar el cumpleaños de Aquiles. Son todos ex presos que estuvieron en la U-7 durante la dictadura. Han pasado ya algunos años, y tienen la costumbre de reunirse con sus familias para festejar todos los cumpleaños. Esta vez decidieron hacerlo en grande, con asado al asador, un lechón de entrada y todo el vino y la cerveza disponibles en el barrio. El Moncho echó buena la semana pasada en el Bingo y entonces el festejo es con orquesta.
Bajo el emparrado, un cuarteto desgrana chamamés y polkas, tangos y pasodobles. En el momento en que Aquiles se fija en el bandoneonista de anteojos negros, están tocando “Kilómetro 11”.
—Sí, es —dice el Negro López, y le hace una seña a Jacinto.
Jacinto asiente como diciendo yo también lo reconocí.
Sin hablarse, a puras miradas, uno a uno van reconociendo al cabo Segovia.
Morocho y labiudo, de ojitos sapipí, siempre tocaba “Kilómetro 11” mientras a ellos los torturaban. Los milicos lo hacían tocar y cantar para que no se oyeran los gritos de los prisioneros.
Algunos comentan el descubrimiento con sus compañeras, y todos van rodeando al bandoneonista. Cuando termina la canción, ya nadie baila. Y antes de que el cuarteto arranque con otro tema, Luis le pide, al de anteojos oscuros, que toque otra vez “Kilómetro 11”.
La fiesta se ha acabado y la tarde tambalea, como si el crepúsculo se hiciera más lento o no se decidiera a ser noche. Hay en el aire una densidad rítmica, como si los corazones de todos los presentes marcharan al unísono y sólo se pudiera escuchar un único y enorme corazón.
Cuando termina la repetición del chamamé, nadie aplaude. Todos los asistentes a la fiesta, algunos vaso en mano, otros con las manos en los bolsillos, o abrazados con sus damas, rodean al cuarteto y el emparrado semeja una especie de circo romano en el que se hubieran invertido los roles de fiera y víctimas.
Con el último acorde, El Moncho dice:
—De nuevo —y no se dirige a los cuatro músicos, sino al bandoneonista—. Tocálo de nuevo.
—Pero si ya lo tocamos dos veces —responde éste con una sonrisa falsa, repentinamente nerviosa, como de quien acaba de darse cuenta de que se metió en el lugar equivocado.
—Sí, pero lo vas a tocar de nuevo.
Y parece que el tipo va a decir algo, pero es evidente que el tono firme y conminatorio del Moncho lo ha hecho caer en la cuenta de quiénes son los que lo rodean.
—Una vez por cada uno de nosotros, Segovia —tercia El Flaco Martínez.
El bandoneón, después de una respiración entrecortada y afónica que parece metáfora de la de su ejecutante, empieza tímidamente con el mismo chamamé. A los pocos compases lo acompaña la guitarra, y enseguida se agregan el contrabajo y la verdulera.
Pero Aquiles alza una mano y les ordena silenciarse.
—Que toque él solo —dice.
Y después de un silencio que parece largo como una pena amorosa, el bandoneón hace un da cappo y las notas empiezan a parir un “Kilómetro 11” agudo y chillón, pero legítimo.
Todos miran al tipo, incluso sus compañeros músicos. Y el tipo transpira: le caen de las sienes dos gotones que flirtean por los pómulos como lentos y minúsculos ríos en busca de un cauce. Los dedos teclean, mecánicos, sin entusiasmo, se diría que sin saber lo que tocan. Y el bandoneón se abre y se cierra sobre la rodilla derecha del tipo, boqueando como si el fueye fuera un pulmón averiado del que cuelga una cintita argentina.
Cuando termina, el hombre separa las manos de los teclados. Flexiona los dedos amasando el aire, y no se decide a hacer algo. No sabe qué hacer. Ni qué decir.
—Sacáte los anteojos —le ordena Miguel—. Sacátelos y seguí tocando.
El tipo, lentamente, con la derecha, se quita los anteojos negros y los tira al suelo, al costado de su silla. Tiene los ojos clavados en la parte superior del fueye. No mira a la concurrencia, no puede mirarlos. Mira para abajo o eludiendo focos, como cuando hay mucho sol.
—“Kilómetro 11”, de nuevo —ordena la mujer del Cholo.
El tipo sigue mirando para abajo.
—Dale, tocá. Tocá, hijo de puta —dicen Luis, y Miguel, y algunas mujeres.
Aquiles hace una seña como diciendo no, insultos no, no hacen falta.
Y el tipo toca: “Kilómetro 11”.
Un minuto después, cuando suenan los arpegios del estribillo, se oye el llanto de la mujer de Tito, que está abrazada a Tito, y los dos al chico que tuvieron cuando él estaba adentro. Los tres, lloran. Tito moquea. Aquiles va y lo abraza.
Luego es el turno del Moncho.
A cada uno, “Kilómetro 11” le convoca recuerdos diferentes. Porque las emociones siempre estallan a destiempo.
Y cuando el tipo va por el octavo o noveno “Kilómetro 11”, es Miguel el que llora. Y el Colorado Aguirre le explica a su mujer, en voz baja, que fue Miguel el que inventó aquello de ir a comprarle un caramelo todos los días a Leiva Longhi. Cada uno iba y le compraba un caramelo mirándolo a los ojos. Y eso era todo. Y le pagaban, claro. El tipo no quería cobrarles. Decía: no, lleve nomás, pero ellos le pagaban el caramelo. Siempre un único caramelo. Ninguna otra cosa, ni puchos. Un caramelo. De cualquier gusto, pero uno solo y mirándolo a los ojos a Leiva Longhi. Fue un desfile de ex presos que todas las tardes se paró frente al kiosco, durante tres años y pico, del 83 al 87, sin faltar ni un solo día, ninguno de ellos, y sólo para decir: “Un caramelo, déme un caramelo”, Y así todas las tardes hasta que Leiva Longhi murió, de cáncer.
De pronto, el tipo parece que empieza a acalambrarse. En esas últimas versiones pifió varias notas. Está tocando con los ojos cerrados, pero se equivoca por el cansancio.
Nadie se ha movido de su lado. El círculo que lo rodea es casi perfecto, de una equidistancia tácitamente bien ponderada. De allí no podría escapar. Y sus compañeros están petrificados. Cada uno se ha quedado rígido, como los chicos cuando juegan a la tatuíta. El aire cargado de rencor que impera en la tarde los ha esculpido en granito.
—Nosotros no nos vengamos —dice el Sordo Pérez, mientras Segovia va por el décimo “Kilómetro 11”. Y empieza a contar en voz alta, sobreimpresa a la música, del día en que fue al consultorio de Camilo Evans, el urólogo, tres meses después que salió de la cárcel, en el verano del 84. Camilo era uno de los médicos de la cárcel durante el Proceso. Y una vez que de tanto que lo torturaron el Sordo empezó a mear sangre, Camilo le dijo, riéndose, que no era nada, y le dijo “eso te pasa por hacerte tanto la paja”. Por eso cuando salió en libertad, el Sordo lo primero que hizo fue ir a verlo, al consultorio, pero con otro nombre. Camilo, al principio, no lo reconoció. Y cuando el Sordo le dijo quién era se puso pálido y se echó atrás en la silla y empezó a decirle que él sólo había cumplido órdenes, que lo perdonase y no le hiciera nada. El Sordo le dijo no, si yo no vengo a hacerte nada, no tengas miedo; sólo quiero que me mires a los ojos mientras te digo que sos una mierda y un cobarde.
—Lo mismo con este hijo de puta que no nos mira —dice Aquiles—. ¿Cuántos van?
—Con éste son catorce —responde el Negro—. ¿No?
—Sí, los tengo contados —dice Pitín—. Y somos catorce.
—Entonces cortála, Segovia —dice Aquiles.
Y el bandoneón enmudece. En el aire queda flotando, por unos segundos, la respiración agónica del fueye.
El tipo deja caer las manos al costado de su cuerpo. Parecen más largas; llegan casi hasta el suelo.
—Ahora alzá la vista, mirános y andáte —le ordena Miguel.
Pero el tipo no levanta la cabeza. Suspira profundo, casi jadeante, asmático como el bandoneón.
Se produce un silencio largo, pesadísimo, apenitas quebrado por el quejido del bebé de los Margoza, que parece que perdió el chupete pero se lo reponen enseguida.
El tipo cierra el instrumento y aprieta los botones que fijan el acordeón. Después lo agarra con las dos manos, como si fuera una ofrenda, y lentamente se pone de pie. En ningún momento deja de mirarse la punta de los zapatos. Pero una vez que está parado todos ven que además de transpirar, lagrimea. Hace un puchero, igual que un chico, y es como si de repente la verticalidad le cambiara la dirección de las aguas: porque primero solloza, y después llora, pero mudo.
Y en eso Aquiles, codeando de nuevo al Negro López, dice:
—Parece mentira pero es humano, nomás, este hijo de puta. Mírenlo cómo llora.
—Que se vaya —dice una de las chicas.
Y el tipo, el Cabo Segovia, se va.

Mi sofá, mi casa, mi embajada
Por Hernán Casciari
Ayer volví a mi casa después de un mes de estar en otros lugares peores. He vuelto a mi baño, a la forma exacta del culo en el inodoro, a hablar por teléfono tirado en el sofá naranja, a ver películas hasta cualquier hora y, más que todo, he vuelto a tener todo el tiempo del mundo para conectarme a Internet y mirar televisión. Por alguna razón, siento que hubiera regresado no a mi sofá, sino a mi patria. Es un poco raro, pero cuando me voy de mi casa en Barcelona por algún tiempo, lo que más extraño es Argentina.
Es que con paciencia y dedicación, los que vivimos en un país extranjero hacemos de nuestra casa una especie de consulado, o embajada. En la mía, por ejemplo, el reloj más visible del comedor marca la hora argentina. No es una frivolidad nostálgica, sino algo muy útil, porque necesito saber qué hora es allí si quiero llamar al Chiri o a mi hermana, o si debo imaginar qué están haciendo mis padres, si almorzando o durmiendo la siesta. O para saber, los domingos, si ya es hora de poner la radio.
La televisión, o más bien la antena, también está tuneada para que sintonice los eventos imprescindibles del otro lado del charco; y la radio, los libros, los discos; y la compu bajando series argentinas toda la mañana, mientras duermo. Dentro de casa he construido el mundo de este modo para que casi nunca se me venga encima la sensación de estar lejos (y un poco también para molestar a Cristina).
Pero entonces, a veces, pasan cosas horribles e inesperadas. A mí me ocurrió hace treinta días: me tuve que ir de casa un mes entero.
Es increíble, pero en ese tiempo he padecido el exilio verdadero, no ese símil del que me quejo (de lleno) casi siempre en estas páginas. He vivido en carne propia aquel dolor horrendo que se sufría en la antigüedad: el de no saber nada en directo, el de no tener puntos de conexión con el origen. De hecho, ni siquiera pude ver los cuatro primeros partidos de Argentina en el Mundial de Básket, y me enteré con tres días de retraso que Matías Silvestre, el hermano chiquito de mi amigo el Chino, hizo un gol en Boca y salió en la tapa de todos los diarios. Un asquete.
Por culpa de esa vivencia espantosa (la de sentirme en diferido) me puse a pensar con seriedad y admiración en aquellos que debieron dejar Argentina en las épocas en que, realmente, no había modo de informarse ni de estar cerca de manera virtual. Porque, digámoslo de una vez, en los últimos años —mediados de los 90 hasta hoy— vivir lejos del país comenzó a ser más fácil para el cuerpo, y más sosegado para el alma.
Los dramas personales del desarraigo ahora son más leves: las cartas no viajan ya por barco, ni uno tarda meses en saber que la madre ha muerto. Las noticias políticas y deportivas de la patria no llegan con cuentagotas, ni tampoco tergiversadas. La memoria no se horada con el paso de los meses, ni la melancolía transita ya por el camino de la incertidumbre. "¿Me recordarán?", o aún peor, "¿Todavía los recuerdo?" no son ya las preguntas insomnes del que se ha ido.
No hace tanto, en los años de la dictadura argentina, muchos escritores que tuvieron los reflejos de salir del país a tiempo, sin casi maleta ni despedida ni explicación ni consuelo, narraron desde el extranjero la soledad y la impotencia del exilio. A mí siempre me emocionó esa catarsis, ese desahogo literario. El que más recuerdo siempre es Humberto Costantini, un narrador porteño a ultranza que un día, de sopetón, se vio solo y desesperado en México, sin saber nada más de su familia, ni de sus amigos, ni de sus calles, ni de la suerte o desgracia de su país asediado.
Por terror a olvidarse, Costantini había inventado un juego solitario. Por las noches, a oscuras en el DF, intentaba recordar al detalle la vereda oeste del Rosedal bonaerense, palmo a palmo; exactamente el breve trecho entre un viejo farol inglés y una matita de corona de novia. Lo hacía con cuidado, como si acariciara ese pedacito de la avenida Infanta Isabel, reinventando en el recuerdo cada baldosa, cada busto: William Shakespeare junto a Alfonsina Storni, y más allá don Luis de Góngora, hasta el arco formado por Gabriela Mistral y Carlos Guido Spano.
—Era una forma, como cualquier otra —decía el escritor exiliado— de entrar clandestinamente en el país, por la mal vigilada frontera de la imaginación.
Cuando yo tenía 18 años leía con fervor a Costantini, y ese ejercicio de la memoria que él había inventado me parecía a la vez doloroso y poético. Desesperado, pero también imposible. No me creía capaz, en mi juventud, de pasar por ese trance de no estar en mi lugar de origen. El desarraigo me parecía más una enfermedad que una decisión; me parecía una fatalidad. Yo estaba convencido, y lo aseguraba en las sobremesas juveniles, de que jamás dejaría la Argentina por voluntad propia.
Con el paso del tiempo, y una ayuda tecnológica providencial, sigo pensando lo mismo: soy incapaz de dejar mi país. No podría vivir aquí en España, ni en ningún otro sitio, sin ser argentino durante las venticuatro horas del día, con toda la fuerza de mi voluntad. Claro que ahora no hay que acostarse y, a oscuras, recordar al milímetro las plazas y los parques queridos. ¿Para qué?, si existen los mapas satelitales de Google. Ni hay que esperar a que llegue otro expatriado para preguntarle, a los gritos desde el puerto:
—¡Ey, cómo va Racing en la tabla?
Al contrario. La tecnología es tan veloz y tan puta, que hubo noches en que he visto a Racing en directo desde Barcelona, mientras que mi padre, en Mercedes, lo tenía codificado. Y yo le explicaba los goles por el messenger, en una paradoja moderna que nos sigue causando gracia y, a la vez, estupor.
Cada vez importa menos dónde estamos parados. Cada día que pasa uno puede elegir su patria con mayor facilidad, sin la desgracia de tener que padecerla.
Si entrásemos a hurtadillas en el ordenador portátil de cualquier desconocido, y estudiásemos brevemente el historial de los últimos diez periódicos que ha visitado, sabríamos en qué patria piensa, qué patria le preocupa, cuál lo desvela, con independencia de dónde haya elegido vivir, o dónde le haya tocado. Creo, entonces, que hay una nueva y moderna concepción de identidad, y quisiera resumirla en cinco palabras: "Somos de donde necesitamos saber."
Yo, por suerte, ya he vuelto a casa; y estoy lleno de preguntas.

El ángel del bar
Por Pablo Ramos
Nomas la vi supe que era un ángel. Y si la palabra ángel me vuelve en este momento no es sólo porque eso la diferencia de las otras mujeres que existieron en mi vida, sino, sobre todo, porque yo, siendo un chico de once años nada místico que ya había aprendido algunas cosas de la calle y de la vida, sentí que ella era un ángel de verdad. Porque los ángeles de los hombres tenían que ser mujeres para que pudiéramos sentir que verdaderamente nos protegían.

En aquella época, mi pana el polaco, el pancho y yo éramos amigos y vendíamos flores en los bares que están alrededor del cementerio de la Recoleta. Éramos del sur, de Avellaneda, pero una vez, en la terminal del colectivo 17, conocimos en persona al turco, un tipo de unos cuarenta años que le daba cosas para vender a los pibes de la calle. Habíamos oído hablar de él a los otros pibes y por eso aceptamos cuando nos propuso el negocio de las flores. Nos mudamos a un vagón de tren abandonado, cerca de la estación Retiro. El turco era el dueño y eso convertía al vagón en un lugar seguro. El único peligro era el propio turco cuando volvía borracho pero podíamos defendernos de eso.
Una noche, a los dos meses de estar trabajando con él, un auto enorme, plateado y de vidrios oscuros, paró justo donde yo estaba. El vidrio se bajo hasta que pude verle la cara al conductor. Era un hombre joven y a su lado había alguien a quien yo no llegaba a ver. El tipo me pregunto mi nombre y el precio de las flores. Apenas le conteste giro la cabeza y le murmuro algo a quien tenía al lado. Volvió a mirarme y me dijo que las compraba todas. Me pidió que abriera la puerta de atrás y que las dejara ahí. Me dio desconfianza y me quede quieto, algo desconcertado. Entonces se abrió la puerta del acompañante y bajó ella: alta, de pelo colorado hasta pasada la cintura, de ojos oscuros; me miro de tal manera que yo baje la vista, como avergonzado. Me dio la plata que tomo de la mano del tipo, se agacho y me beso en la mejilla. Nunca antes había besado una mujer de esa manera. Tal vez mi madre, pero aquel beso había sido definitivamente distinto.
El ángel era una mujer hermosa y siempre andaba en autos caros que manejaban tipos diferentes. Las visitas duraron solo dos semanas y en ese tiempo nos compro, cada día, todas las flores que teníamos para vender. Y antes de irse para siempre, dejo unos milagros que nunca van a permitir que pueda olvidarla.
Un sábado ( ya hacia una semana que el ángel venia todos los días, puntualmente, a comprarnos las flores) se hicieron las tres de la mañana. Yo había guardado mi canasta entera para ella, justo esa noche que los demás habían vendido casi todo, y era el único que todavía andaba  en la calle. Hacia frió pero ni se me ocurría volver de solo pensar en encarar al turco. No me iba a escuchar. Me iba a hacer dormir afuera y afuera, en las vías, no se podía dormir. No sólo por los vagabundos, además  estaba plagado de ratas y yo había visto lo que las ratas le pueden hacer a una persona que se queda dormida. Dispuesto a recuperar el tiempo perdido, entre en un bar. Estaba casi vacío: tres mesas de hombres solos y una pareja. Pude alcanzar a ofrecer una vez antes de que el mozo me sacara del brazo. Entré a otro, pero tampoco tuve suerte. Cansado, con hambre, casi resignado a encarar al turco como fuera, me vino un pálpito: La Jirafa. Era un bar donde casi nunca podíamos entrar, tenia los vidrios espejados y era imposible mirar lo que pasaba adentro. Confiado, me metí. Esquive al primer mozo dando un rodeo largo, camine hacia el fondo y entonces la vi: de espaldas, sentada frente a un japonés, hablándole con la mano levantada. La vi antes de que me viera. El bar estaba lleno y ella, como si sintiera el frío mucho más que las demás personas, tenía puesto un tapado de piel marrón. Le hablaba al japonés con el índice en alto y el tono severo, pero no alcance a oír bien lo que le decía. Me acerque y le ofrecí mis flores
-Que querés, pibe, - me dijo el japonés.
Ella se dio vuelta y creo que se sorprendió porque abrió más los ojos celestes. Yo recordé el cielo que tantas veces había visto desde el viaducto, allá en mi barrio y me sentí aliviado: nadie me iba a lastimar si me quedaba cerca de ella.
-Quiere comerse un sándwich enorme, tomarse un café con leche, venderte todas las flores que tiene y no verte demasiado la cara - dijo: justo lo que yo estaba pensando.
Me senté al lado del japonés y ella hizo el pedido sin preguntarme. Cuando el mozo lo trajo, dejó de hablar y me miró comer. Encendió un cigarrillo y comenzó a fumar. Todo lo que ella hacía era distinto. Una servilleta de papel en sus manos era algo distinto, el pocillo de café, un lápiz, la manera en que se pintaba los labios. Fumar también. Yo sentía curiosidad por saber cómo era su cuerpo, porque las manos, las piernas, la cara, eran hermosas. Quería ver más, quería ver abajo del tapado, saber cuál era la ropa que traía puesta. Terminé de comer, el japonés me pagó las flores y ella le dijo al mozo que lo mío corría por su cuenta. El japonés insistió pero ella lo hizo callar con la mirada y ahí mismo se abrió el tapado para sacar la plata. Yo estaba de frente, mirándola y no me perdí ni un detalle. Le vi la forma de los pechos y también los pezones; le vi el torso hasta la panza, la forma curva y el color rosado de la piel que llega hasta el ombligo. Era fácil imaginar todo el resto, detrás de una tela azul y transparente, una tela que parecía de otro mundo. Ella se dio cuenta y me hizo una sonrisa cómplice para que le guardara el secreto. Le devolví la sonrisa, después me levante y me fui.
Yo había cometido el error de decirles a mis amigos que pensaba que ella era mi ángel guardián y el polaco no desperdiciaba ninguna oportunidad para burlarse de eso. Igualmente no me pude aguantar y cuando me reuní con ellos en el vagón, les conté todo.
-No ves, boludo, que es una puta con guita, me dijo el polaco, lo que pasa es que está tocada del mate.
-Y entonces por qué no me sacaron del bar, le contesté, si de ahí siempre nos sacan.
-Tuviste suerte, loco, nada más.
Como el pancho no decía nada, le pregunte. El pancho se encogió de hombros y dijo que chupaba un huevo.
-Ustedes son los boludos, porque no creen en nada, dije ¿No se dan cuenta de que también le vi las alas? ¿Y ahora qué? ¿Los boludos son ustedes o no? Ése era el secreto que no les podía contar.
Puse toda la cara de convencido que pude, pero mis amigos se estaban matando de risa. Porque el polaco hacia como que volaba y a la vez tocaba el violín y, después, como que volaba y a la vez se chupaba una pija. Yo le dije que él no se merecía un ángel como ella y que cuando la viera se lo iba a contar para que no le comprara ni una flor más.
-No seas boludo,che, fue una broma, me dijo el polaco.
Me sentí mal. Hubiera querido patear todo. No quería pensar igual que mis amigos. Yo le había visto el cuerpo y estaba seguro de que era de ángel, pero lo de las alas era mentira. Era probable que por algún motivo los ángeles mujeres no tuvieran alas, tal vez para no estropearse la cintura. Pero mis amigos, en especial el polaco, no paraban de burlarse.
Otra noche que estuve con ella y el japones me llevaron a comer al mismo bar y volví al vagón mucho mas tarde que de costumbre. Unos metros antes de entrar, me encara el turco. Aunque yo traía toda la plata, el se puso pesado igual. Por suerte no estaba borracho pero me grito bien cerca de la cara, como siempre gritaba el turco. Me dio un montón de palmadas en la nuca , de esas que te ponen tan nervioso que te dan ganas de matar al otro pero que uno aguanta, tragando saliva, cuando la diferencia de tamaño es enorme y las posibilidades de uno mínimas. Me dijo que había hablado con el pancho y el polaco y que los había mandado a dormir a otro lugar, que me dejara de joder con eso de los ángeles y que laburara en serio si quería  plata, techo y comida. Que él no era mi padre para tener que cuidarme, que las putas terminan por sacarte lo poco que te queda y otras cosas que no me acuerdo. Yo le dije que no era una puta, que era una amiga, que nos estaba comprando las flores desde hacía una semana y que eso nos convenía a todos. El turco se enfureció y me acuso de buchón, de estar hablando con la policía y ahí nomás me tiro una piña y me lo pego en el pecho. Me dejo sin aire, pero me las aguante y no le di el gusto de que me viera boquear.
Durante esa tarde no pude salir para nada del vagón. El turco me trajo pan y fiambre y me dejo encerrado, me dijo que era para que se fueran los humos de vidente. A la noche regreso con una botella de agua y dos flautas,  y volvió a dejarme encerrado.
-Cualquier cosa le pedís al ángel que te saque, boludo, me grito antes de trabarme al puerta.
Los vagones se trababan de afuera y no había forma de salir si te dejaban encerrado. A mí el encierro me ponía muy nervioso, me daban ganas de llorar. Así que aguante todo lo que pude, pero cuando se hizo de día y la luz se filtró entre las tablas de madera me puse como loco. Lloraba y pegaba patadas a la madera y así me desahogaba. Hasta que escuche un ruido: alguien forcejeaba la puerta. Era muy temprano para que el turco me viniera a sacar, a menos que estuviera borracho, y eso habría sido peor que el mismo encierro. Me arrinconé contra el fondo del vagón, justo cuando entró la luz, de golpe, dejándome ciego por unos segundos. Entonces la vi: a ella, al ángel, con su tapado de piel, subiéndose al vagón, más bien flotando en el aire.
¿Cómo supo donde estaba? ¿Cómo pudo llegar si había que atravesar toda la villa? Nunca lo voy a saber. Subimos al auto, que esta vez manejaba un tipo joven de mucha pinta y yo viaje sentado a su lado. Sentí perfumes de jazmines y giré el cuerpo para ver el asiento trasero: estaba colmado de flores, las de mis amigos, o las de otros chicos como nosotros. Llegamos a un bar frente a un río y nos bajamos. Ella pidió tres cafés con leche y un montón de medialunas. Pude verle la cara a la luz de la mañana y me di cuenta de que era mucho más hermosa de lo que había notado antes. Pero estaba lastimada: tenía un moretón violeta que le nacía debajo del ojo y le llegaba hasta la mejilla del lado izquierdo. Se tocaba y me di cuenta que le dolía. Supe entonces que el ángel era también un ser frágil, alguien que tenía el don de hacer cierta magia pero que debía pagar un precio por ella. La magia le dolía, le hacía moretones, la lastimaba, y por eso no iba a andar repartiendo trucos por ahí. Un ángel también se pude morir, pensé, y quise mostrarle algo para que no se sintiera sola.
-Yo tengo uno igual, le dije y me estiré el pulóver para que me viera el pecho.
-Ese hijo de puta, dijo el tipo joven y entendí que conocía al Turco.
Nos fuimos. Me dejaron cerca de la otra avenida, a dos cuadras de la villa, y ella me pidió que no volviera al vagón hasta pasada la noche.
Yo no sé si ella tuvo algo que ver, pero lo cierto es que el Turco desapareció del mapa. Y aunque casi todos, cada tanto, desaparecían del mapa así porque sí, me pareció por lo menos una coincidencia extraña. Mis amigos y yo esperamos varios días a que el turco regresara. Toda la semana pedimos en la misma parada y gastamos nada más lo justo parea comer. Pero llegó el jueves y del turco ni noticias.
-Se estará encanutando por algo, dijo el Polaco.
-Mejor, sin ese hijo de puta hay que adueñarse del vagón y no dejar que entre nadie, dije.
- Sí, pero ahora qué vamos a vender, ¿mierda?- dijo el Pancho.
-Vamos a manguear, y  con esto que nos queda y más lo que se junte, compramos mas flores y después las vendemos, dijo el Polaco que empezaba a entusiasmarse con la idea.
Mientras hablaban me trepé al respiradero del vagón  y bajé con el 38 del Turco en la mano.
-¡Se lo olvidó, boludo! - le dije-  pum, pum, pum, uno se queda con el fierro a cuidar el vagón y dos salimos a la calle a dibujarla.
Esa misma noche salíamos decididos a hacer lo que había dicho el Polaco.
-Capaz que tenemos suerte y aparece la mina ángel y nos regala una luca, dijo el Pancho, matándose de risa, mientras caminábamos hacia la avenida.
Yo no le podía contar lo que había pasado, como ella me había venido a sacar del vagón, ni tampoco lo que había dicho el tipo joven. El Pancho iba a pensar que yo era un buchón y que había mandado a cana al Turco.
Entonces pasó algo que dejó callado a mi amigo, lo dejó callado para siempre. Porque los dos nos quedamos sorprendidos cuando ese jueves, a la media hora de haber empezado a pedir, el mozo de La Jirafa me llamó aparte, me dio una nota de ella y un montón de ramos de flores para que saliéramos a vender. Fresias y jazmines, igualitas a las que nos había comprado tantas veces, con la diferencia de que estas estaban frías, heladas, como si recién las hubieran sacado de una cámara frigorífica. El mozo me dijo que fuéramos todos los jueves, que habría más, que ella había arreglado todo.

Las flores duraron lo mismo que las visitas de ella: dos semanas. Y podría pensarse que si la magia hubiera sido verdadera las flores no tendrían que haberse terminado nunca. Pero eso sería no haber entendido nada de esta historia. Lo que está escrito en la nota es un secreto que hasta hoy no compartí con nadie. Habla de la vida, y dice algo acerca de un barco que se va y de las huellas que nunca dejan los pájaros en las nubes. También tiene escrito su nombre, el nombre con el cual yo debo recordar al ángel. Es el nombre que hoy lleva mi hija. Y es un nombre tan suave y tan hermoso que tan solo pronunciarlo me alivia el corazón y la memoria.

Patrón
Por Abelardo Castillo
I
La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.
–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Antenor con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.
Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Antenor. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el viejo.
Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.
Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.
–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.
Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:
–Vení a la cama.
II
No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.
–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.
Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.
–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.
En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.
III
A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.
–O cuarenta y tantos, es lo mismo.
Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo de golpe.
Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta! Contéstame, yegua.
El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.
La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, chamuscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.
Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.
Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció ahogarse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:
–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.
Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:
–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.
Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.
Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

Veteranos del pánico  (Fragmento)
Por Fabián Casas
Me encantaba frotar las piernas de mi mamá con mis pies. Lo hacía para poder dormir. Este es mi recuerdo más antiguo. Estoy en la cama de mis viejos frotándole las piernas a mi mamá. Ya dormido, me pasaban a mi pieza. Fui un chico débil de los bronquios y propenso al insomnio. Así que me las tuve que ingeniar para poder dormir. O eran las piernas de mi mamá o me la pasaba leyendo comics. O me llevaba soldaditos y autos a la cama. Tenía un pensamiento recurrente: “Un día voy a morir, mis viejos se van a morir, mi hermano se va a morir, y nunca, pero nunca más vamos a volver a estar vivos”. Había descubierto la pólvora. Y ese descubrimiento me ponía la piel de gallina, me hacía sudar las manos y terminar todo transpirado prendiendo la luz de mi pieza. Yo tenía al costado de mi cama las revistas de Batman y Superman que editaba la editorial mexicana Novaro. Me amarraba a ellas como un adicto a la jeringa y mientras leía, la noche se despoblaba de monstruos, la taquicardia volvía a un nivel de flotación aceptable y la claridad me dejaba entrar en el sueño.
En algún momento, - y sobre todo cuando ya no estaba en edad de lustrar las piernas de mamá- pasé a escribir para poder dormir. Escribía relatos que se me ocurrían escuchando las cosas que decían mis tías en la cocina. Después voy a hablar de mis tías.

Pelusa duerme en el sillón
 Por Reynaldo Sietecase
Pelusa duerme en el sillón. Le gustaría tener una habitación para ella sola. Le gustaría por lo menos tener una cama para ella sola. A los
quince años, le gustaría tener algo para ella sola. Pero le tocó ese sofá que durante el día funciona como trampolín para los saltos de sus hermanitos. Tiene tres. Los mellizos, que ahora duermen en
un colchón junto a la ventana y son como dos monitos. Entre sueños, cada tanto se intercambian un manotazo o una patada y durante el día ríen o lloran por nada, pero siempre juntos y al mismo tiempo. Todavía no cumplieron los dos años. Y está Claudio, que tiene doce. Claudio, que
siempre la está mirando. Como en este instante, en la penumbra del departamento de dos ambientes. El se acomoda en una bolsa de dormir, cerca de la puerta. Y la mira. Desde que Pelu tiene memoria, Claudio no se pierde ninguno de sus movimientos.
En el otro cuarto duerme su madre. Se llama María Rosa. A ella también le pusieron Rosa, pero todos le dicen Pelusa. Le contaron que cuando era bebé tenía poquito cabello, apenas una pelusita y le quedó Pelusa, la Pelu. A Rosa no le gusta el apodo pero sabe que hay cosas que no puede
cambiar aunque quiera.
-Clau, ¿qué te pasa? ¿No podés dormir?
Su hermanito sólo le devuelve silencio. La Pelu insiste.
-¿Tenés miedo?
-No, mirá si voy a tener miedo.
La voz sale desde adentro de la bolsa de dormir. Recostada en el sillón, Rosa apenas puede distinguir los mechones del pelo de Claudio, pero adivina sus ojos negros abiertos y fijos.
-¿Querés que te cuente el cuento de la buena pipa? -propone Pelu.
-No me jodas con eso...
-Yo no te dije "no me jodas con eso", te pregunté si querés que te cuente el cuento de la buena pipa...
-Pelu, por favor...
-Yo no te dije "Pelu, por favor", te pregunté si querés que te cuente el cuento...
Su hermano resopla fastidiado y por eso se detiene.
-Bueno, no te enojes...
Rosa sabe que es difícil hacer reír a Claudio. Además a la noche, cuando su madre los obliga a apagar la luz, parece otra persona. Es como si en la sombra anidaran temores incomprensibles para ella.
-Hay fantasmas acá... -la voz contiene un dejo de resignación.
-No seas idiota, Claudio, los fantasmas no existen.
La conversación se repite dos o tres noches por semana.
-No te digo en este departamento, pero en el complejo hay fantasmas. Yo vi a uno en el nudo 6. Es un gordo pelado que anda en pijama...
La Pelu contiene la carcajada como puede, no quiere que su hermano se enoje.
-Acá hay de todo menos fantasmas. Tenemos chorros, drogones, putas, travestis y vos te asustás de los fantasmas.
-Hoy lo vi otra vez. Estaba sentado en la escalera. Me apuntó con la mano como si fuera a dispararme y dijo: "Bang, Bang... estás muerto".
Entonces salí corriendo...
-¿Querés venir acá conmigo?
La invitación hace que el chico salga disparado de la bolsa y de un salto termine abrazado a su hermana. La escena se reitera tan seguido como la conversación sobre los fantasmas. El final también es similar: después de defender la veracidad de sus visiones, Claudio se duerme enseguida.
Los miedos de su hermanito se habían disparado con la llegada a Buenos Aires, hacía tres años. En Pergamino, donde habían nacido, no sabían
de terrores ni de hacinamiento aunque también vivían con lo justo. De una casa de material con fondo de tierra, limoneros y gallinas, habían
pasado a un pequeño departamento en el barrio Ejército de los Andes, el sitio al que todos llaman Fuerte Apache por su parecido con el Far West.
El barrio fue rebautizado por un periodista después de cubrir un espectacular tiroteo entre policías y ladrones. Está situado en el partido de Tres de Febrero, en Ciudadela Norte. Formó parte de un plan destinado a la erradicación de villas miseria. Fue diseñado y construido por la dictadura de Onganía en un terreno de 26 hectáreas que el Ejército le donó al Estado Nacional.
Originalmente constaba de veintidós edificios distribuidos en tiras de planta baja y tres pisos. Después vinieron sesenta y cuatro más. Las torres más altas, de diez pisos, conforman los denominados "nudos", que están unidos entre sí por pasarelas. Estaba previsto para veintidós mil personas pero viven noventa mil.
Los primeros vecinos llegaron de la Villa 31. Apenas se instalaron, comenzaron a llamar al complejo Barrio Padre Mugica. Era un homenaje
al llamado sacerdote de los pobres, un cura que trabajó con ellos en el asentamiento de Retiro hasta que lo asesinaron los militares, pero el nombre no quedó. Padre Mugica no pudo contra Fuerte Apache. Todo esto se lo contó a Pelusa la señorita Doris, su maestra de la escuela Nº 2 de Villa Real. Muchos pibes del barrio iban a esa escuela ubicada del lado de la Capital Federal, cruzando la avenida General Paz. Incluso algunos de sus compañeros de curso mentían cuando les preguntaban en qué barrio vivían. "No hay que culparlos, también los pobres son prejuiciosos", le decía la señorita Doris.
Cuando recién llegaron al complejo todo era alegría para la familia Medina. Todavía no habían nacido los mellizos, y para Pelusa y Claudio
el departamento parecía un palacio. Su madre limpiaba casas y su padre había conseguido un aumento de sueldo con el traslado a una comisaría
de Vicente López. Pelusa no recuerda cuándo cambió todo. Con la crisis de 2001, su mamá conseguía cada vez menos trabajo y a su padre tampoco
le fue mejor. Tuvo problemas con un chico baleado en un enfrentamiento y durante varios meses estuvo suspendido. "Me colgaron un muerto", decía. "Esos hijos de puta me colgaron un muerto". A Pelu le costaba entender esa frase, lanzada con odio por su padre. Enseguida pensaba en alguien colgado por el cuello a la rama de un árbol, como se ve en las películas del Lejano Oeste. Tal vez en el Fuerte eso fuese posible.
-¿Por qué te creés que estoy en este puesto, Medina?
-No sé, comisario...
-Hacé un esfuerzo... pensá, boludo, pensá...
-Porque hace las cosas bien...
-Ahí me gusta más. Hacer las cosas bien, ese es el secreto de este laburo, Medina. O vos te creés que nunca me tuve que ensuciar las manos.
Que nunca maté a nadie. Claro que lo hice. Y en situaciones más confusas que las del operativo que hicieron ustedes en Tigre. Pero tomé mis precauciones, Medina. Cada vez que tuve que meter las manos en la mermelada, me las limpié con mucho cuidado. Me cubrí el culo, ¿entendés? Eso es lo que no hicieron ustedes...
-Pero el pendejo nos había mejicaneado, jefe...
-¡Parece que no entendés nada, negro de mierda! Te estoy explicando que el problema es la forma en que se cargaron al tipo, no que lo hayan
boleteado.
Medina se quedó en silencio, avergonzado. La Bonaerense había sido su vida durante veinte años y él siempre había cumplido ese código no escrito que aventaba problemas.
-Ahora hay que esperar. No creo que por esto se queden afuera de la Fuerza pero hay que cumplir el reglamento. Hay muchas presiones del
gobierno. Por ahora están en disponibilidad y se la tienen que comer doblada.
El suboficial Medina siempre había tomado mucho, pero desde el problema con el muerto no podía salir de su casa sin unas copas en el cuerpo.
Por lo menos un par de días por semana no volvía a dormir al departamento de Fuerte Apache. Decía que no soportaba estar allí y que tenía que viajar a Pergamino, donde pensaba abrir un negocio. Varias veces llegó a golpear a su mujer a la vuelta de alguna borrachera. Claudio y los mellizos se ponían a llorar cuando empezaban los gritos
y la Pelu los ubicaba a todos en su sillón y los tapaba con una frazada hasta que terminaba la pelea.
Su padre parecía otra persona. Cuando volvió al trabajo la vida de todos mejoró, pero sólo por un tiempo. Medina igual pasaba la mitad de la semana fuera de la casa. Una tarde Claudio lo siguió. Era un pibito, pero conocía la calle mejor que la mayoría de los chicos de su edad. Pagó el pasaje con sus ahorros y tomó el micro en Retiro, justo después de que lo hiciera su papá.
-Tiene otra casa...
Estaban acostados. La voz de su hermano, como siempre, brotaba de la bolsa de dormir.
-Claudio, no digas boludeces -trató de disuadirlo.
-Tiene otra mujer y un hijito, yo los vi -insistió Claudio.
-Sí, y pasean en pijama por el nudo 6...
Claudio permaneció en silencio. Fue su hermana la que volvió a hablar.
-Está bien, perdoná. ¿Cómo lo sabés?
-Fui a Pergamino. Tiene una casa cerca de las vías. Va todas las semanas, cuando no viene acá.
Pelu permaneció callada un rato largo y después intentó tranquilizarlo.
-Tal vez sea mejor. Cuando no viene todos estamos mejor... ¿o no?
Su hermano no respondió y Pelu pensó que se había dormido.
La primera vez que Claudio vio al gordo pelado, fue un día de lluvia en el quiosco que está ubicado en la entrada del nudo 14. Pidió veinticinco
centavos de caramelos masticables y cuando se dio vuelta, el tipo estaba parado allí, rascándose la cabeza y mirando los paquetes de cigarrillos como si estuviese a punto de pedir uno. Claudio esperó unos minutos y se dirigió al quiosquero.
-Don Juan, ¿no lo atiende al señor...?
-¿A qué señor, pibe?
No dijo nada más y giró la cabeza despacio.
El gordo ya no estaba detrás de él. Se alejaba por el pasillo arrastrando los pies. Estaba en pantuflas y pijama.
Otro día se lo cruzó en una de las escaleras. El ascensor no funcionaba y se decidió a subir hasta su piso a la carrera. El corazón casi le dio un vuelco cuando se topó con el tipo en uno de los descansos.
-¿Viste a mi hijo? -le preguntó el hombre.
-No, no sé quién es su hijo -respondió Claudio, cuando pudo sobreponerse del susto.
-Le dispararon -dijo el hombre-, le dispararon por la espalda, pobrecito.
Claudio se disculpó por no tener ningún dato para darle y salió corriendo escaleras arriba.
Los días siguientes le preguntó a varios de sus amigos por el gordo pelado, pero nadie sabía nada. Ramón, el cartero que vive en el quinto B del nudo 6, le dio una pista.
-El único gordo pelado que vivía por acá era Santiago Roncaglia, pero se murió hace dos meses. Le dio un ataque al corazón cuando le avisaron
que a su hijo lo había matado la policía. Tenía dieciséis años el pibe. Como era viudo se quedó solo y ya no pudo reponerse. Se dejó estar.
Algunos días ni se podía levantar de la cama. Hasta abandonó su puesto en la fábrica. Para mí que se murió de pena.
Cuando Antonio Medina se deja ganar por la ginebra, se vuelve violento e imprevisible. En esos días es mejor que no esté en ninguna de sus dos casas. La mano se le pone fácil y el sexo ardiente. Necesita demostrar quien manda. Necesita demostrar que controla su suerte. Tiene una sed que ningún alcohol logra saciar. Pelusa lo sabe más que nadie. En esas noches, entra al departamento tratando de no hacer ruido. Se mete en el baño y al rato la llama, suavemente.
-Rosita, vení -susurra.
La Pelu no se hace esperar. Abandona el sillón de inmediato tratando de no despertar a sus hermanos. Su padre ya está bajo la ducha.
-Traeme una toalla -le indica, mientras termina de bañarse.
La Pelu va hasta el armario de la habitación y comprueba que su madre duerme o finge dormir para evitar una nueva pelea. Toma un toallón
y vuelve al baño. Su padre está desnudo, parado frente al espejo. Parece cansado. Tiene los ojos enrojecidos y aliento a vino.
-Secame -le pide.
El ruego suena como una orden. La Pelu comienza la tarea que ya hizo otras veces. Le seca el cabello, la espalda, el pecho, la barriga, las nalgas y las piernas con un cuidado propio de María Magdalena ante la figura de Jesús. Trata de no hacer ruido. Sabe que la tarea tendrá el resultado de siempre. Su padre, el suboficial Antonio Medina, tendrá una erección. A pesar de la borrachera que le nubla el corazón y la cabeza, tendrá una erección. Y ella se dejará dar vuelta. Levantar la camiseta,
bajar la bombachita rosa que su madre le compró en la Feria de La Salada y se dejará penetrar, llorando bajito, procurando que nadie escuche los gemidos de su padre.
-Es como si se me metiera el diablo en la sangre, hermano, pierdo totalmente el control -dice Medina, y llora-. Llora con hipos. Llora
como si fuera un chiquillo arrepentido.
-Tenés que comprar el Manto de la Salvación y venir el próximo sábado a la ceremonia del Perdón. Es la única manera de que puedas recuperar
a tu familia, hermano...
La voz resuena en el templo vacío con un tono solemne. Fernando Arantes Da Silva nació en un pueblo del interior del Estado de Santa Catarina.
Durante veinte años vendió chucherías en las calles de Río de Janeiro, hasta que Dios y la Iglesia de la Salvación le cambiaron la vida. Llegó
a la Argentina con el rango de reverendo hace diez años. Desde entonces, se convirtió en el principal guía espiritual de las atormentadas almas de Fuerte Apache.
-Aquí estaré -promete Medina, mientras saca del bolsillo del uniforme algunos billetes arrugados y los deja sobre la silla.
No sabe bien qué lo despertó. Si el ruido de la puerta del baño al cerrarse o las voces que salían de allí. Enseguida le pareció reconocer el llanto de su hermana. Para Claudio, la bolsa de dormir es un refugio. Una casa dentro de la casa. El único lugar más apacible que ése son los brazos de Pelusa. Ahí no tiene miedo. Cuando era más pequeño, ante cualquier susto corría a la cama de su mamá, pero eso fue hace mucho, cuando la habitación de sus padres no se había convertido en un campo de batalla. Sacó la cabeza para escuchar mejor. Sobre la mesa pudo ver la gorra de su padre y la pistola reglamentaria enfundada en la cartuchera de cuero. Miró hacia el baño y vio cómo la luz encendida se colaba por el marco de la puerta mal cerrada. Se incorporó de un salto y caminó descalzo hasta la mesa. Tomó el arma y le quitó el seguro. Había visto muchas veces cómo su padre liberaba la pistola de su encierro. Se acercó al baño. Parado junto a la puerta, pudo escuchar mejor.
-No es nada, chiquita, no es nada, no llores...
Empujó la madera con el caño de la nueve milímetros, que sostenía con las dos manos. Cuando la puerta se abrió, jaló el gatillo una, dos,
tres veces. El suboficial Medina no alcanzó a sorprenderse. Los primeros impactos lo arrojaron contra los azulejos. La Pelu salió del baño gritando. Claudio se acercó al cuerpo que se desangraba abrazado al inodoro y siguió disparando.

El buen dolor (Fragmento)
Por Guillermo Saccomanno
Durante los diecinueve años que duró su enfermedad, una y otra vez escribí sobre mi padre. Casi siempre uno escribe sobre lo que ignora, persiguiendo develar un misterio. Se escribe buscando una explicación. Y se encuentran sólo incógnitas. Con ilusión positivista, mi padre acostumbraba a decir que el arte persigue la verdad, sin tener en cuenta el fracaso. Las palabras elegidas, un ritmo de la prosa, la sutileza de un estilo eran pocas cosas frente a su cuerpo en un ataúd'. Fue raro porque yo corrijo mucho, ahí no tuve que tocar una línea, no tuve que tocar una coma. 'No obstante, en el dolor, se merodea una preservación del gusto. Al enfrentar la muerte no es el mismo gusto de los ricos el gusto de los pobres. Los pobres, a pesar de sus indigencias, logran un ascetismo que a los ricos les está vedado. Para los ricos, los afeites, la exhibición ostentosa de pompa y circunstancia. Para los pobres, lo que tienen puesto, la ropa limpia, cierta discreción que sólo interrumpe un quejido. No, no era igual la muerte para los ricos que para los pobres. Y en este aspecto también Dios era injusto, prometiendo un paraíso a los que más sufrían. Ante la injusticia, estos tenían que conformarse pensando que era cuestión de creer o reventar, sin haber conocido en vida algo distinto del sufrimiento. Una vida no alcanzaba para pagar una fe.


Nadar de noche
Por Juan Forn
Era demasiado tarde para estar despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras.
Afuera, en el jardín, los grillos convocaban empecinados furiosos y la lluvia, y él se preguntó cómo podían dormir en los cuartos de arriba su mujer y su hijita con ese murmullo ensordecedor.
Tenía insomnio, Estaba en pantalones cortos, sentado frente al ventanal abierto que daba a la terraza y al jardín. Las únicas luces prendidas eran los focos adentro de la pileta, pero la luz ondulada por el agua no conseguía matar del todo la sensación de estar en una casa ajena, el malestar indefinible con aquel simulacro de vacaciones.
Porque, en realidad, No estaba ahí descansando sino trabajando. Aunque el trabajo no implicase ningún esfuerzo en particular, aunque no tuviese nada que hacer, salvo vivir en esa casa con su mujer y su hija y disfrutar las posesiones de su amigo Félix, mientras éste y Ruth remontaban el Nilo y gastaban fortunas en rollos de fotos y guías egipcios sin dientes, a cuenta de una revista de viajes italiana.
Para calmarse, para atraer el sueño, pensó que no Iba a pisar Buenos Aires en todo el mes.
Viviría en pantalones cortos y sin afeitarse, cortaría el pasto, cuidaría la Pileta, vería videos y escucharía música mientras su hija crecía delante de sus ojos y su mujer inventaba postres raros en la cocina. Y en todo ese tiempo Quizá le dejaran algún mensaje mínimamente estimulante, o al menos catastrófico, en el contestador automático de su departamento.
Mientras tanto, a lo mejor  Félix y  Ruth decidían prolongar su viaje un mes más, o tenían un accidente, o se enamoraban los dos de un mismo Efebo andrógino y analfabeto en Alejandría. Un mes podía ser mucho tiempo en algunos lugares; un mes podía ser casi una vida. Para su hijita, por ejemplo. Tenía que empezar a vivir al ritmo de ella, como le había dicho su mujer. Día por día, hora por hora, lentamente. Tenía que asumir la paternidad de una vez, como dirían Félix y Ruth, si es que no lo habían dicho.
Entonces oyó la puerta. N el timbre sino dos golpecitos suaves, corteses, casi conscientes de la hora que era. Cada casa tiene su lógica, y sus leyes son más elocuentes de noche, cuando las cosas ocurren sin paliativos sonoros. El no miró el reloj, ni se sorprendió, ni pensó que los golpes eran imaginación suya. Simplemente se levantó, sin prender ninguna luz a su paso y cuando abrió la puerta se encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto. Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no verlo nunca más.
Su padre Tenía puesto un impermeable cerrado hasta arriba y el pelo tan abundante y bien peinado como siempre, pero totalmente blanco. Nunca habían sido muy expresivos entre ellos. Él dijo: "Papá, qué sorpresa", pero no se movió hasta que su padre preguntó sonriendo:
- ¿Se puede pasar?
-Sí, claro. Por supuesto.
El  padre cruzó el living a oscuras y el ventanal abierto Y fue a sentarse en una de las reposeras de la terraza. Desde allá miró hacia adentro, lo llamó con la mano y tocó la reposera vacía a su lado.
Él salió obedientemente a la terraza. Dijo:
-Dame el impermeable, si querés  ¿Te traigo algo para tomar?
El padre negó con la cabeza. Después se estiró todo lo que pudo y respiró hondo sin perder la sonrisa.
-No, no así está bien. Va a llover en cualquier momento-dijo-. Qué maravilla. ¿De día es así, también?
-Mejor. Para Marisa y la beba, especialmente.
Marisa, y la beba. Debés  tener un montón de cosas para contarme, ¿no?
Él sintió que se le aflojaba apenas la mandíbula. En los sueños en que volvía a verlo, su padre siempre estaba al tanto de todo lo que les había pasado a ellos en su ausencia.
-Sí, claro-dijo-. Supongo que sí.
-Por supuesto, no pretendo que me pongas al día con las noticias. Obviemos la política, el trabajo, el mundo en general, si es posible. Las cosas domésticas, me interesan. Tus hermanas, vos, Marisa, la Beba. Esas cosas.
A él le sorprendió que mencionara la palabra domésticas. Y mucho más aún que hubiese nombrado a todos menos un su madre, pero no supo qué decir.
-Voy a servirme un whisky ¿Seguro que no querés?
-No, no, gracias. A propósito, qué buena idea, las luces adentro de la pileta.
-No es mía-dijo él antes de entrar. La casa, quiero decir.
Cuando Volvió a aparecer, con un vaso bastante lleno, se freno detrás de la reposera de su padre y de golpe sintió que todavía no se habían tocado.
-Yo creí-dijo, desde ese lugar-que vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.
La cabeza de su padre se movió levemente a uno y otro lado, varias veces.
-Lamentablemente no. Es bastante distinto de lo que uno se imagina.
Él miró la pileta y tuvo la sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.
-Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando. -Y se Rió un poco, sin alegría pero sin amargura, para vaciarse los pulmones nomás. --
O sea que no sabés nada de estos cuatro años. Qué increíble.
El padre se reacomodó en la reposera y lo miro de costado.
-A lo mejor hay cambios, adonde nos mandan ahora. Si te sirve de consuelo.
Él lo miró sin entender.
-Hubo un traslado. Voy a estar en otra parte, a partir de ahora. No sólo yo, muchos más. Las cosas allá no son tan ordenadas como se supone. A veces pasan imprevistos estos. Digo, que esté ahora con vos.
- ¿Y por qué conmigo? ¿Por qué no fuiste a ver a mamá?
El padre miró un rato la luz ondulante de la Pileta. Su cara cambió muy levemente, hubo un ínfimo matiz de tristeza en su inexpresividad.
-Con tu madre hubiera sido más difícil. Una noche no es tanto tiempo, y yo necesito que me cuentes todo lo que puedas. Con tu madre hablaríamos de otros temas. Del pasado, especialmente, de ella y yo, de muchas cosas buenas que vivimos los dos juntos. Y eso hubiera sido injusto de mi parte.
Hizo una pausa.
Hay ciertas cosas que son técnicamente imposibles  en mi estado actual: sentir, por ejemplo. ¿Entendés? En cierta medida, lo que soy esta noche es algo que no tendría ningún valor para tu madre. Con vos, en cambio, es más sencillo, para decirlo de alguna manera. Siempre te ubicaste en una posición panorámica en cuanto a las emociones. Con tu madre, con tus hermanas, con vos mismo. En fin.
Hizo otra pausa.
-También pensé que podrías arreglártelas mejor con los sentimientos que te provocará esta visita. A fin de cuentas, yo nunca fui tan importante para vos, ¿no es cierto?
Él sintió algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Una especie de sumisión y de necesidad de oponerse A esa sumisión. Supo de pronto que en los últimos cuatro años no había sido esto que ahora era, nuevamente: hijo de su padre. Fue hasta el borde de la pileta, se sacó los mocasines y se sentó con las piernas dentro del agua.
-Si no hubieras sido tan importante para mí, entonces no habría hecho las cosas que hice para vos, por vos, en estos años. ¿No se te ocurrió pensar eso?
-No.
Él quedó perplejo. La respuesta le había parecido tan rápida y brutal que sonó sincera. Y justamente por eso inverosímil. Cobarde. Casi injusta.
-Y ahora que sabés, qué-atinó a decir.
-Nada-contestó el padre.
Después se levantó, llevó la reposera hasta el borde de la pileta y se sentó con las manos en los bolsillos.
-Supongo que no cambia nada. Lo que hiciste, ya lo hiciste. Y me parece que no tiene sentido que te enojes ahora, con vos o conmigo, por eso. ¿No?
No sólo era inútil, además empezaba a sentir que no le era lícito, frente a la condición de su padre, cuestionar nada, ni permitirse esa insólita belicosidad. La necesidad de oponerse se desvaneció y sólo quedó la sumisión, no ya dirigida a su padre sino a un estado de cosas, a una abstracción obtusa e inabarcable.
-Es cierto-dijo-. Perdón.
Se Quedaron callados un rato, hasta que él dijo
:-De todas maneras, exageré un poco. No fueron tantas las cosas que hice pensando en vos.
El padre soltó una risita.
-Ya me parecía.
Un relámpago rajó en dos el fondo del cielo. Cuando sonó el trueno el padre se encogió y su risita volvió a oírse.
-Ya casi no me acordaba de estas cosas. Es notable cómo funciona la memoria, lo que conserva y lo que deja de lado.
-Los grillos-dijo él-. ¿Los oís? No me dejaban dormir. Por eso estaba despierto cuando llegaste.
Después de decir estas palabras dudó ¿Los grillos? Pero lo pensó mejor y prefirió quedarse con la duda.
-Bueno-dijo el padre con voz muy suave.
A lo nuestro.
- ¿Puedo preguntarte algo, antes?
La reposera crujió. Él hizo un esfuerzo para mantenerle la mirada a su padre.

-Como quieras. Pero ya sabes cómo es eso: una vez que te enteras, difícil que puedas borrártelo de la cabeza. No es una amenaza. Lo digo por vos, simplemente.
-Sí, ya sé-dijo él. Y preguntó, con voz insegura: - ¿Todos van al mismo lugar? ¿No importa lo que haya hecho cada uno?
-Eso es algo que podría haberte contestado desde los veinte años, más o menos. Siempre sospeché que importaba más en vida que después. En cuanto a la otra pregunta, no es exactamente un lugar, adonde van. Pero sí: todos van al mismo, en la medida en que todos somos relativamente iguales. El modo de vida de tu vecino y el tuyo, por ejemplo, se diferencian tanto como tu estatura y la de él. Son matices, y los matices no cuentan. Digamos que hay, básicamente, sólo dos estados: el tuyo y el mío. Es bastante más complejo, pero no lo entenderías ahora.
-Entonces vos y yo vamos a encontrarnos de nuevo, En algún momento-dijo él.
El padre no contestó.
- ¿Importa algo estar juntos, allá?
El padre no contestó.
- ¿Y cómo es? -Dijo él.
El padre desvío los ojos y miró la pileta. -Como nadar de noche-dijo. Y las ondulaciones de la luz se reflejaron en su cara. -Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.
Él tomo de un trago el whisky que le quedaba en el vaso y esperó a que llegase al estómago.
Después tiró los hielos en la pileta y apoyó el vaso vacío en el borde.
- ¿Algo más? -Dijo el padre.
Él negó con la cabeza. Movió un poco las piernas en el agua y miró la base de la reposera, el impermeable, la cara blandamente atemporal de su padre. Pensó en lo reticentes que habían sido siempre en todo contacto corporal y le parecieron Increíblemente ingenuos y artificiales Aquellos abrazos en los sueños en que aparecía su padre. Esto era la realidad: todo seguía tal como había sido siempre, y recomenzaba casi en el mismo punto en que quedara interrumpido cuatro años antes. Aunque sólo fuese por una noche.
-Por dónde querés que empiece-dijo.
-Por donde quieras. No te preocupes por el tiempo: tenemos toda la noche. Hasta que termines no va a amanecer.
Él respiró hondo respiro, largó el aire y supo que había entrado en la noche más larga y secreta de su vida. Empezó, por supuesto, hablando de su hija.

Balada de la Primera Novia
Por Alejandro Dolina
    El poeta Jorge Allen tuvo su primera novia a la edad de doce años. Guarden las personas mayores sus sonrisas condescendientes. Porque en la vida de un hombre hay pocas cosas mas serias que su amor inaugural.
    Por cierto, los mercaderes, los Refutadores de Leyendas y los aplicadores de inyecciones parecen opinar en forma diferente y resaltan en sus discursos la importancia del automóvil, la higiene, las tarjetas de crédito y las comunicaciones instantáneas. El pensamiento de estas gentes no debe preocuparnos. Después de todo han venido al mundo con propósitos tan diferentes de los nuestros, que casi es imposible que nos molesten.
    Ocupémonos de la novia de Allen. Su nombre se ha perdido para nosotros, no lejos de Patricia o Pamela. Fue tal vez morocha y linda.
    El poeta niño la quiso con gravedad y temor. No tenía entonces el cínico aplomo que da el demasiado trato con las mujeres. Tampoco tenía -ni tuvo nunca- la audacia guaranga de los papanatas.
     Las manifestaciones visibles de aquel romance fueron modestas. Allen creía recordar una mano tierna sobre su mentón, una blanca vecindad frente a un libro de lectura y una frase, tan solo una: "Me gustás vos." En algun recreo perdió su amor y más tarde su rastro.
     Después de una triste fiestita de fin de curso, ya no volvió a verla ni a tener noticias de ella.
    Sin embargo siguió queriéndola a lo largo de sus años. Jorge Allen se hizo hombre y vivió formidables gestas amorosas. Pero jamás dejó de llorar por la morocha ausente.
     La noche en que cumplía treinta y tres años, el poeta supo que había llegado el momento de ir a buscarla.
    Aquí conviene decir que la aventura de la Primera Novia es un mito que aparece en muchísimos relatos del barrio de Flores. Los racionalistas y los psicólogos tejen previsibles metáforas y alegorías resobadas. De ellas surge un estado de incredulidad que no es el más recomendable para emocionarse por un amor perdido.
     A falta de mejor ocurrencia, Allen merodeó la antigua casa de la muchacha, en un barrio donde nadie la recordaba. Después consultó la guía telefónica y los padrones electorales. Miró fijamente a las mujeres de su edad y también a las niñas de doce años. Pero no sucedió nada.
     Entonces pidió socorro a sus amigos, los Hombres Sensibles de Flores. Por suerte, estos espíritus tan proclives al macaneo metafísico tenían una noción sonante y contante de la ayuda.
    Jamás alcanzaron a comprender a quienes sostienen que escuchar las ajenas lamentaciones es ya un servicio abnegado. Nada de apoyos morales ni palabras de aliento. Llegado el caso, los muchachos del Angel Gris actuaban directamente sobre la circunstancia adversa: convencían a mujeres tercas, amenazaban a los tramposos, revocaban injusticias, luchaban contra el mal, detenían el tiempo, abolían la muerte.
    Así, ahorrándose inútiles consejos, con el mayor entusiasmo buscaron junto al poeta a la Primera Novia.
     El caso no era fácil. Allen no poseía ningun dato prometedor. Y para colmo anunció un hecho inquietante:
    - Ella fue mi primera novia, pero no estoy seguro de haber sido su primer novio.
    - Esto complica las cosas  -dijo Manuel Mandeb, el polígrafo-. Las mujeres recuerdan al primer novio, pero difícilmente al tercero o al quinto.
     El músico Ives Castagnino declaró que para una mujer de verdad, todos los novios son el primero, especialmente cuando tienen carácter fuerte. Resueltas las objeciones leguleyas, los amigos resolvieron visitar a Celia, la vieja bruja de la calle Gavilán. En realidad, Allen debió ser llevado a la rastra, pues era hombre temeroso de los hechizos.
    - Usted tiene una gran pena  -gritó la adivina apenas lo vió.
    - Ya lo sé señora... dígame algo que yo no sepa...
    - Tendrá grandes dificultades en el futuro...
    - También lo sé...
    - Le espera una gran desgracia...
    - Como a todos, señora...
    - Tal vez viaje...
    - O tal vez no...
    - Una mujer lo espera...
    - Ahí me va gustando... ¿Dónde está esa mujer?
    - Lejos, muy lejos... En el patio de un colegio. Un patio de baldosas grises.
    - Siga... con eso no me alcanza.
    - Veo un hombre que canta lo que otros le mandan cantar. Ese hombre sabe algo... Veo también una casa humilde con pilares rosados.
    - ¿Qué más?
    - Nada más... Cuanto más yo le diga, menos podrá usted encontrarla. Váyase. Pero antes pague.
     Los meses que siguieron fueron infructuosos. Algunas mujeres de la barriada se enteraron de la búsqueda y fingieron ser la Primera Novia para seducir al poeta. En ocasiones Mandeb, Castagnino y el ruso Salzman simularon ser Allen para abusar de las novias falsas.
     Los viejos compañeros del colegio no tardaron en presentarse a reclamar evocaciones. Uno de ellos hizo una revelación brutal.
    - La chica se llamaba Gómez. Fue mi Primera Novia
    - ¡Mentira!  -gritó Allen.
    - ¿Por qué no? Pudo haber sido la Primera Novia de muchos.
    Entre todos lo echaron a patadas.
    Una tarde se presentó una rubia estupenda de ojos enormes y esforzados breteles. Resultó ser el segundo amor del poeta. Algunas semanas después apareció la sexta novia y luego la cuarta. Se supo entonces que Jorge Allen solía ocultar su pasado amoroso a todas las mujeres, de modo que cada una de ellas creía iniciar la serie.
    A fines de ese año, Manuel Mandeb concibió con astucia la idea de organizar una fiesta de ex-alumnos de la escuela del poeta.
    Hablaron con las autoridades, cursaron invitaciones, publicaron gacetillas en las revistas y en los diarios, pegaron carteles y compraron masas y canapés.
    La reunión no estuvo mal. Hubo discursos, lágrimas, brindis y algún reencuentro emocionante. Pero la chica de apellido Gómez no concurrió.
    Sin embargo, los Hombres Sensibles -que estaban allí en calidad de colados- no perdieron el tiempo y trataron de obtener datos entre los presentes.
    El poeta conversó con Inés, compañera de banco de la morocha ausente.
    - Gómez, claro  -dijo la chica-. Estaba loca por Ferrari.
    Allen no pudo soportarlo.
    - Estaba loca por mí.
    - No, no... Bueno, eran cosas de chicos.
    Cosas de chicos. Nada menos. Amores sin cálculo, rencores sin piedad, traiciones sin remordimiento.
    El petiso Cáceres declaró haberla visto una vez en Paso del Rey. Y alguien se la había cruzado en el tren que iba a Moreno.
    Nada más.
    Los muchachos del Ángel Gris fueron olvidando el asunto. Pero Allen no se resignaba. Inútilmente buscó en sus cajones algún papel subrepticio, alguna anotación reveladora. Encontró la foto oficial de sexto grado. Se descubrió a sí mismo con una sonrisa de zonzo. La morochita estaba lejos, en los arrabales de la imagen, ajena a cualquier drama.
    - ¡Ay, si supieras que te he llorado....! Si supieras que me gustaría mostrarte mi hombría... Si supieras todo lo que aprendí desde aquel tiempo...
    Una noche de verano, el poeta se aburría con Manuel Mandeb en una churrasquería de Caseros. Un payador mediocre complacía los pedidos de la gente.
    - Al de la mesa del fondo le canto sinceramente...
    De pronto Allen tuvo una inspiración.
    - Ese hombre canta lo que otros le mandan cantar.
    - Es el destino de los payadores de churrasquería.
    - Celia, la adivina, dijo que un hombre así conocía a mi novia...
     Mandeb copó la banca.
    - Acérquese, amigo.
    El payador se sentó en la mesa y aceptó una cerveza. Después de algunos vagos comentarios artísticos, el polígrafo fue al asunto.
    - Se me hace que usted conoce a una amiga nuestra. Se apellida Gómez, y creo que vivía por Paso del Rey.
    - Yo soy Gómez  -dijo el cantor-. Y por esos barrios tengo una prima.
    Despues pulsó la guitarra, se levantó y abandonando la mesa se largó con una décima.
    - Aca este amable señor
    conoce una prima mía
    que según creo vivía
    en la calle Tronador.
    Vaya mi canto mejor
    con toda mi alma de artista
    tal vez mi verso resista
    pa' saludar a esta gente
    y a mi prima, la del puente
    sobre el Río Reconquista.
    Durante los siguientes días los Hombres Sensibles de Flores recorrieron Paso del Rey en las vecindades del río Reconquista, buscando la calle Tronador y una casa humilde con pilares rosados. Una tarde fueron atacados por unos lugareños levantiscos y dos noches después cayeron presos por sospechosos. Para facilitarse la investigación decían vender sábanas. Salzman y Mandeb levantaron docenas de pedidos.
    Finalmente, la tarde que Jorge Allen cumplía treinta y cuatro años, el poeta y Mandeb descubrieron la casa.
    - Es aquí. Aquí están los pilares rosados.
    Mandeb era un hombre demasiado agudo como para tener esperanzas.
    - No me parece. Vámonos.
    Pero Allen tocó el timbre. Su amigo permaneció cerca del cordón de la vereda.
    - Aquí no es, rajemos.
    Nuevo timbrazo. Al rato salió una mujer gorda, morochita, vencida, avejentada. Un gesto forastero le habitaba el entrecejo. La boca se le estaba haciendo cruel. Los años son pesados para algunas personas.
     - Buenas tades  -dijo la voz que alguna vez había alegrado un patio de baldosas grises.
     Pero no era suficiente. Ya la mujer estaba más cerca del desengaño que de la promesa.
    Y allí, a su frente, Jorge Allen, más niño que nunca, mirando por encima del hombro de la Primera Novia, esperaba un milagro que no se producía.
    - Busco a una compañera de colegio  -dijo-. Soy Allen, sexto grado B, turno mañana. La chica se llamaba Gómez.
    La mujer abrió los ojos y una niña de doce años sonrió dentro suyo. Se adelantó un paso y comenzó una risa amistosa con interjecciones evocativas. Rápido como el refucilo, en uno de los procedimientos más felices de su vida, Mandeb se adelantó.
     - Nos han dicho que vive por aquí... Yo soy Manuel Mandeb, mucho gusto.
    Y apretó la mano de la mujer con toda la fuerza de su alma, mientras le clavaba una mirada de súplica, de inteligencia o quizás de amenaza.
    Tal vez inspirada por los ángeles que siempre cuidan a los chicos, ella comprendió.
    - Encantada  -murmuró-. Pero lamento no conocer a esa persona. Le habrán informado mal.
    - Por un momento pensé que era usted  -respiró Allen-. Le ruego que nos disculpe.
    - Vamos  -sonrió Mandeb-. La señora bien pudo haber sido tu alumna, viejo sinvergüenza...
     Los dos amigos se fueron en silencio.
     Esa noche Mandeb volvió solo a la casa de los pilares rosados. Ya frente a la mujer morocha le dijo:
    - Quiero agradecerle lo que ha hecho....
    - Lo siento mucho... No he tenido suerte, estoy avergonzada, míreme....
    - No se aflija. El la seguira buscando eternamente.
     Y ella contestó, tal vez llorando:
     - Yo también.
     - Algun día todos nos encontraremos. Buenas noches, señora.
     Las aventuras verdaderamente grandes son aquellas que mejoran el alma de quien las vive. En ese único sentido es indispensable buscar a la Primera Novia. El hombre sabio deberá cuidar -eso sí- el detenerse a tiempo, antes de encontrarla.
    El camino está lleno de hondas y entrañables tristezas. Jorge Allen siguió recorriéndolo hasta que él mismo se perdió en los barrios hostiles junto con todos los Hombres Sensibles

Hoy temprano
Por Pedro Mairal
Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.

El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagián.

Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer, queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.

Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.

Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.

Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir.
Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.

En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.

El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos Wild horses y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.

Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con cinturón de seguridad. Los tres atados.

Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás







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