jueves, 1 de agosto de 2013

Wolfgang en el frío

Por Pedro Mairal
Acordate siempre del gran compositor parado solo en esa sala enorme y helada, sin calefacción ni chimenea, esperando que lo salga a recibir la duquesa de Chabot. Llegó a París hace algunas semanas. Ya no es el niño prodigio de siete años que asombraba a las cortes europeas tocando el clave con los ojos vendados. Ahora creció, ya no es un freak de feria, un monito sorprendente que toca el violín y después salta a las rodillas de las condesas para recibir arrumacos de veneración. Ahora tiene 22 años y se convirtió en un hombre con penas de amor porque la cantante Aloysia Weber, que tan embelesada estaba con él, ya no le contesta las cartas. Va a terminar casándose con la hermana de Aloysia como un premio consuelo. Y ahí está entumecido por el frío de la aristocracia parisina que lo hace esperar.
Está buscando trabajo. Harto del maltrato y la paga ridícula del arzobispo-príncipe de Salzburgo, se fue primero a Mannheim y ahora a París, donde tiene cartas de recomendación del barón Grimm para ver si la duquesa de Chabot lo pone en contacto con la duquesa de Bourbon y consigue un puesto como músico de la corte. Las calles de París son un barrial, el transporte sale caro. Es el primer viaje sin su padre que se tuvo que quedar en Salzburgo. Lo acompañó a París su madre que se queda todo el día encerrada en una buhardilla y va a terminar enfermándose hasta morir ahí mismo en unos pocos meses.
Se abre la puerta, aparece la duquesa de Chabot y le ofrece tocar el piano de la sala disculpándose porque está desafinado. Él le dice que le gustaría mucho tocar para ella pero no puede porque tiene los dedos duros por el frío, y le pide acercarse a alguna habitación con fuego. La duquesa le da la razón, por supuesto, pero lo deja ahí parado y se pone a dibujar con sus amigos y amigas en una gran mesa, hablando y chusmeando: ¿Quién es ese? El Sr. Mozar o Mozart, algo así, dice la duquesa. Pasa una hora junto a las ventanas abiertas. Tiene frío en todo el cuerpo y le duele la cabeza, está mareado. Si no fuera por la recomendación del barón Grimm se iría enseguida. Pero se queda. Es un joven músico austríaco en la corte francesa, tiene que tener paciencia.
Como nadie hace nada, se sienta en ese piano aporreado por la juerga trasnochada y empieza a tocar. En el colmo de la humillación, la duquesa y sus amigos no paran de hablar y dibujar, no lo escuchan, y Mozart siente que toca para las sillas y las mesas y las paredes. Toca las variaciones sobre un minué de Fischer. Está Dios tocando en un piano destartalado y nadie le presta atención. Así suele pasar. Seis meses se va a quedar en París, ninguneado, golpeando puertas sin suerte. Siempre la misma historia: lo citan, gasta su plata en coches que lo llevan hasta los grandes caserones y los anfitriones o no están porque se olvidaron, o están y lo llenan de elogios “¡Es maravilloso, es asombroso!”, pero después adiós. Faltan todavía más de veinte años para la toma de la Bastilla, la aristocracia francesa está en plena fiesta, recién se está encendiendo la chispa del iluminismo que va a echar a andar las ruedas de la historia.
Quizá no lo invitaron a tocar sino a socializar en una tertulia de dibujo, donde artistas del momento dan consejos a figuras relevantes. Mozart no sabe no ser el centro de atención, no sabe entrar, introducirse con simpatía y cautela de ofidio, camuflarse, volverse los otros y de pronto ser ellos, uno más en la charla y la risa. No le sale. Eso es lo que se esperaba de él, que demostrara que podía ser parte del entramado poderoso y después en todo caso se le irían facilitando las cosas. Pero sólo va a lograr un puesto como organista en Versailles, a la altura de un jardinero, y lo va a rechazar.
Mozart deja las variaciones por la mitad y se levanta para irse. Lo elogian a rabiar. Él les dice que es difícil tocar bien por el piano desafinado, que mejor vuelve otro día cuando lo hayan arreglado pero no lo dejan ir. Lo hacen esperar en el frío otra hora, hasta que llega el marido de la duquesa que, a diferencia de su mujer y los artistas, se sienta al lado de Mozart a escucharlo con atención. Entonces Mozart se olvida del frío y del dolor de cabeza y empieza a tocar como solo él sabe hacerlo, a pesar del instrumento infame. Se lo cuenta en una carta al padre, le dice que aunque le den el mejor piano de Europa, si el público no quiere escucharlo y no le interesa, se le arruina el gusto por tocar. Pero con una sola persona escuchándolo y sintiendo con él, le alcanza para tocar el piano como si estuviera dando el más grande de todos los conciertos.

La pelota sigue en el aire

"Me pregunto si tener un hermano me habría curado de mi vocación melancólica. Patear la pelota en la cancha y que nadie me la devolviera, ¿definió mi personalidad? Esa patada tenía que ser juego y en cambio se volvía pregunta metafísica, metáfora de soledad. “La pelota que arrojé una mañana en el parque/ todavía no ha tocado el suelo”, dice Dylan Thomas. La vida entera está con uno, el niño que fuimos nos llega a la cintura, nos acompaña, somos él, mínimos, parados junto al adulto extraño que terminamos siendo. La pelota sigue en el aire."
Pedro Mairal.