lunes, 20 de febrero de 2012

Escenografías

“Me siento atraído por los cementerios, no sé por qué. Hay un montón de cosas que me gustan y no sé por qué. A los cementerios los veo como escenografías a menudo descuidadas, gastadas, con las huellas de la intemperie en todos los rincones. Me gusta recorrer sus calles estrechas con mi cámara de fotos a cuestas. Ahí están las portadas de miles de biografías que nadie escribirá. Hay olvidos, muertes de otro siglo, desapariciones dolorosas, lujo cretino y estúpidamente faraónico, pero también mucha humildad. Hay fotos de color sepia, flores de plástico, estatuas de ángeles, panteones blindados con capillas polvorientas…”
Fragmento de “Morirse”, Andreu Buenafuente.
Revista Orsai Número 5.

Con Hijos en Plaza Primera Junta


Acá, más fotos.

Tumbas de la gloria II







Acá, pueden ver "Tumbas de la gloria" parte I.

martes, 14 de febrero de 2012

La gracia de escribir


"Uno escribe para saber cómo termina esa historia que está contando: uno es el primer lector de esa historia, ésa es la gracia de escribir. Y, una vez que descubrís cómo termina, empezás a escribir de atrás para adelante. Como decía Kierkegäard: "la vida se vive para adelante y se entiende para atrás". Ese movimiento de pelo y contrapelo permanente, eso es para mí la literatura, ese ir y venir".
Juan Forn.

jueves, 9 de febrero de 2012

Seguir viviendo sin el flaco

Gracias Flaco, por tu música, por tus palabras, por mostrarme un mundo distinto,tu mundo, por no traicionarte ni traicionarnos nunca. Se te va a extrañar muchísimo desde este lado del sol.Por suerte, como dice Aute siempre "queda la música". Para recordarte elegí 15 canciones, podrían ser muchas más, pero éstas ya son parte de mi piel.
Hasta siempre, flaco.














Spinetta, el músico que nos salvó la vida


Algunas semanas antes de que la enfermedad del Flaco se filtrara en un diario sensacionalista, alguien, sabiéndome spinetteano, me confirmó que mi ídolo tenía cáncer. Días después, no me sorprendió que en la tapa de la revista Caras Spinetta siguiera brillando entre la mediocridad. La verdad es que no lo vi desmejorado: su figura, aun en los peores momentos, siempre estará asociada a la belleza, a algo refinado y difícil de sujetar. A ese golpe bajo, tan agresivo e indignante, prefiero elegir la discreción que hizo que miles de fans alrededor del país se pasaran la peor noticia con el cuidado que usarían al referirse a un gran amigo. Es que probablemente, Spinetta ha incidido en nuestras vidas tanto como aquellos a los que más amamos. Escucharlo jamás fue el acto mundano de apretar PLAY: significó, literalmente, encontrar un lugar en el mundo. Ahora entiendo que, de alguna manera, quienes escuchamos su obra hemos transitado la vida cobijados por una sensibilidad que, como la de todo gran artista, perdurará más allá de su permanencia en la Tierra.
Cuando me enteré de su muerte no pensé en los discos de las bandas eternas (la parte de su carrera que me obsesiona) sino en que nunca más iré al Auditorium a sacar las entradas para su concierto, en que nunca más preguntaré en AGB si salió "lo nuevo de Spinetta", en que nunca más escucharé en vivo "La herida de París". Su frase emblemática es elocuente: "Mañana es mejor" y su música nunca dejó de sonar en el futuro.
Durante décadas, la música de Spinetta se erigió como núcleo de resistencia ante el avance de la estupidez como forma de vida. Spinetta actuó como antónimo de “frivolidad”, “banalidad”, etc. Durante los 90, incluso, estuvo varios años sin grabar porque no le ofrecían un contrato discográfico a la altura de sus expectativas. "Leer basura daña la salud, lea libros" fue el mensaje del cartel con el que Spinetta salió en la tapa de la revista Gente durante su romance con Carolina Peleritti. Sin embargo, esa postura, pasada de rosca, muchas veces desembocaba en un hermetismo que a veces se confundía con el elitismo, la solemnidad o la pose intelectual. Como si la carga simbólica de Spinetta se hubiese desplazado de su extraordinaria música a su estereotipo (el Artista Complejo, el defensor de la Cultura, el Poeta, es decir, Luis Almirante Brown). En ese sentido, el recital de las Bandas Eternas fue un acto de justicia y una revelación. Spinetta reunió a 40.000 personas en una cancha de fútbol y se reconcilió con su veta popular, aquella que hace que hoy todos estemos llorando, intentando escribir o decir o recordar esa frase de ese tema que sintetice todo lo que sentimos y no podemos expresar. Tal vez Spinetta podría hacerlo: llegado el punto, hacía cualquiera cosa con el lenguaje. "Dios es un mundo en el que amar es la eternidad que uno busca" y "Todas las cosas que se pierden las tiene en un bolso Dios" son versos que se pueden escuchar en dos de sus canciones. Entre una (1976) y otra (2006) hay 30 años. Siempre nos preguntaremos cómo hizo para introducirlos en canciones pop de pocos minutos. En un texto muy reciente, Fabián Casas dice que lloró cuando en el comunicado de diciembre pasado Spinetta le dio vida a un sustantivo y nos dijo, mágicamente: "no paniqueen". En esa imprudencia verbal también advertía toda la esencia de la lírica spinetteana.
Spinetta escribía “Te hallaré en mí como un jarrón” o “Curvas del aire son puertas del blanco barco lento de las horas desvelo”. Se trata de composiciones polisémicas que funcionan en base a su sonoridad, a la forma en que se cantan y al novedoso modo en que están diseminadas en el marco de una canción de rock-pop. Pero Spinetta también era capaz de conmover otorgándole un sentido mayor a frases creadas a través de palabras simples y directas: “Muchacha, te haga reír hasta llorar”; “Oh, mi amor, qué hermosa estás”; “No hagas que me pierda yo en tu corazón”; “Y hoy que enloquecido vuelvo buscando tu querer, no queda más que viento, ¿cómo no queda más que viento?”; “Alguien me hirió y algo más me hirió y luego otro también y me quedé súper herido”. Estas dos vertientes (la que flirtea con el surrealismo, la que se vale de un lenguaje más llano) conforman el universo semántico de un autor totalmente extraterrestre. Musicalmente se valió de distintos géneros en boga (el hard rock, el jazz, el blues, la balada beatle), pero siempre metabolizando la información desde su inédita perspectiva.
Ya todo fue dicho pero nunca viene mal aclarar que su voz era como un instrumento. No sólo a la hora de cantar, sino también en la conversación: la voz de Spinetta es un emblema de la cultura argentina. ¿Quién no lo recuerda preguntando "¿Estamos todos locos o pasó una hormiga, Cacho?" o diciéndole a Mercedes Sosa que estaba saliendo con Britney Spears? En una de esas valijas que entierran para que las las generaciones futuras sepan cómo era la civilización actual, deberían poner una grabación de Spinetta hablando: nunca jamás habrá un tipo con ese tono. No hará falta guardar discos, perdurarán por siempre. Me alegra, en este momento tan triste, tener la seguridad de que dentro de cientos de años van seguir existiendo adolescentes que van a descubrir a Spinetta. De alguna manera es la prueba de que el mundo no es tan horrible.
Todos los días tengo un disco favorito de Spinetta distinto. Hoy no me voy a hacer el original. Elijo Artaud. Es el instante en el que el rock argentino deja de ser un género para convertirse en una cultura. Spinetta asimila influencias literarias y las vuelca a su obra expandiendo ese interés a todos sus seguidores. El rock ya no servía sólo para tener un look atípico y espantar a los padres sino también para elaborar una cosmovisión que contradecía las normas estructurales de la sociedad.
Recuerdo una vieja nota sobre Los Ramones en la que Joey decía que el rock le había salvado la vida. En los últimos años, casi todas las apariciones públicas de Spinetta se relacionaban con su labor en Conduciendo a Conciencia. Alertaba sobre el flagelo de los accidentes de tráfico para que no se siguieran provocando muertes evitables. El Flaco no lo sabía: sin necesidad de ninguna campaña, su música nos había salvado la vida mucho tiempo atrás.
Vía Il Corvino.

jueves, 2 de febrero de 2012

Cambiar el mundo

Es posible cambiar el mundo. La música como instrumento de cambio. La música: instrumento sobre el que ejecutamos la transformación.
Sucede en Venezuela. Venezuela: ese legar que tantas veces oí nombrar de niño. Al otro lado del mar, lejos. Venezuela: donde los hombres más audacez, empujados por el hambre, encontraron un nueva oportunidad, un nuevo abrazo. Algunos no volvieron; otros, volvieron cargados de dinero. Algunos llamaron a sus familias; otros, iniciaron nuevos efectos más allá del océano.
Sucede en Venezuela. Venezuela: tierra extremadamente violenta donde ví, por primera vez, los ranchos hacinados ladera arriba. Marginalidad, violencia y escasas oportunidades.

Un hombre, un músico, tiene un sueño. Su nombre: José Antonio Abreu. Su sueño: Llenar Venezuela de orquestas. Hace 36 años, 11 músicos en un garaje; hoy, 280 escuelas a lo largo y ancho del país. El hombre es un visionario. Tiene un sueño y no descansa. Los resultados: 400.000 niños y jóvenes rescatados de la marginalidad en un país azotado por la violencia, el crimen y la inseguridad.

José Antonio Abreu dice (en trevista realizada para El País Semanal por Jesús Ruiz Mantilla):

En el aspecto social, la inclusión es el principio básico. Nuestro lema son los pobres primero y para los pobres los mejores instrumentos, los mejores maestros, las mejores infraestructuras. La cultura para los pobres no puede ser una pobre cultura. Debe ser grande, ambiciosa, refinada, avanzada, nada de sobras. Además, ellos multiplican su efecto, porque son enormemente agradecidos ante el esfuerzo.

Cualquier muchacho de un barrio marginal, sometido a las tensiones de la violencia, la inseguridad, el asesinato, el robo, puede elegir tocar un instrumento como algo intrascendente. Pero la mera presencia de ese instrumento en la casa puede volverse fundamental y cambiar su vida. Cuando vives en una cloaca y un maestro toca a tu puerta, con ese sencillo gesto ya estás realizando un acto de inclusión. El instrumento es el cebo, del resto se encarga el sistema. Ambos combinados obran el milagro.

(…) cuando después se ven atrapados en la red del sistema, raramente regresan a la marginalidad. Nunca más. La marginalidad se ha demostrado algo reversible a través de la música y el trabajo bien organizado.

(…) una vez que se empiezan a apreciar los resultados, el muchacho se convierte en un héroe. Cuando hace años se produjo una tragedia en La Guaira, a algunas personas afectadas se las reconoció por su instrumento. Era lo que les diferenciaba en el barrio. Esa es su seña de identidad.

Cuando un muchacho toca por primera vez ante sus padres, ese día nace un nuevo ser humano. Se produce una revolución en la vida del niño: a partir de entonces es alguien, adquiere una insólita dignidad que da lugar a una especie de constelación de anillos en la que se agrupa su familia; después, los vecinos, la gran comunidad, el gran anillo que lo protege. Las orquestas han cambiado muchas áreas peligrosas en Caracas y las grandes ciudades o en Estados alejados, junto al Amazonas, donde me propuse fundar núcleos del sistema. Lugares donde, si no llegaban los instrumentos, los padres fabricaban los suyos propios con restos de hojalata para tocar en bodas y bautizos. Ni se imagina la gente la emoción tan grande que pudieron sentir cuando les llegaron los de verdad.

Vía Pedroguerra.com

Tomás Eloy

Por Martín Caparrós

Ayer se cumplieron dos años de la muerte de mi amigo Tomás Eloy Martínez. La fundación argentina que lleva su nombre lo recordó con una serie de textos en la web. Uno de ellos era éste, que escribí para él entonces. Cuando lo leí me dieron ganas de colgarlo aquí, totalmente fuera de programa:

“¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?”.

Son versos, son de Borges, encabezan el primer gran libro de Tomás Eloy Martínez. En la página inicial de Lugar común la muerte resuena la pregunta: ¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido? ¿Quién será el que se ha muerto ahora que, muerto, ha quedado en los vivos? ¿Quién será aquel que fue, ya ajeno de sí mismo?

Morir es entregarse. Los muertos se hacen nuestros: los hacemos. Nosotros, los provisoriamente vivos, hilamos una vida sin saber que la hilamos, como quien se distrae –“yo vivo, yo me dejo vivir, para que él trame su literatura…”–, y esa vida se va haciendo relato sin querer: un relato donde a veces influimos más que otras, tallando marcas, sembrando materiales. Hasta que, al fin, el día más pensado, nos volvemos tan poco, cajita de cenizas: construcción de los otros. Morirse es, también, convertirse en un cuento que otros van tejiendo. ¿Quién nos dirá de quién, y quién será el que era? Mi maestro Tomás se murió hace unos días.

Lo hemos llorado, lo hemos saludado, le hemos dicho que lo vamos a extrañar –y es tristemente cierto. Tomás era cariñoso, pícaro, generoso, malévolo. Tomás era absolutamente querible, interesante, culto, atento a sus amigos: uno de esos raros grandes conversadores que no se olvidan de hacer preguntas y escuchar respuestas. Tenía un arte del relato oral que envidiaría cualquier tía solterona, y le gustaba tanto charlar de libros como de chismes, de política y películas como de bueyes muy perdidos; contaba chistes malos. Y, sobre todo, le interesaban con pasión los hombres y mujeres, las historias. Ahora se ha vuelto, finalmente, una.

Me gusta pensar que le interesaría ese pasaje: que podría, como solía, reírse, sorprenderse, enfurecerse incluso escuchando lo que empieza a ser. Él, que lo hizo con otros muertos, con grandes muertos de la patria: él, que inventó algunas de las formas más precisas de Juan Domingo Perón, de Eva Perón –y tantos otros. Nada le gustaba más que recordar cómo ciertos episodios que imaginó para Perón en su Novela, para Evita en su Santa eran citados aquí y allá como historia verdadera. A mí me gusta recordarlo así: como un gran inventor de historias verdaderas. Cualquiera inventa historias; es muy difícil inventar historias verdaderas.

(Este martes, al lado de la lluvia, su cuerpo muerto tronaba en medio de la sala y en un rincón, en una mesa, descansaban sus libros. A las dos de la tarde unos señores se llevaron el cuerpo; los libros se quedaron. Sólo la realidad puede hacer metáforas tan malas; Tomás la habría tachado o mejorado. Pero es cierto que, de ahora en más, él va a ser, sobre todo, esas historias verdaderas que inventó.)

Tomás empezó a escribir en serio en la Argentina de los años sesentas. Era un gran periodista, jefe de redacción de una de las mejores revistas argentinas, donde cada nota era obsesivamente reescrita para que mantuviera el estilo de un autor colectivo que se llamaba Primera Plana –y donde nadie creía que los lectores fueran a asustarse frente a páginas rebosantes de letras porque en esos días todos –periodistas y lectores– se creían gente inteligente. En medio de esos alardes –de esas facilidades, diría alguna vez–, Tomás Eloy Martínez se buscaba.

Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran. Si el nuevo periodismo –entonces nuevo– consistía en retomar ciertos procedimientos de la narrativa de ficción para contar la no ficción, él se apropió lo más granado del momento. Sus crónicas fueron un raro encuentro entre Borges y García Márquez: sus frases tomaron préstamos del ciego, sus climas del realismo mágico. Y, muy pronto, consiguió lo más difícil de alcanzar: un estilo –una música, ritmos, una textura de la prosa.

Tomás –como muchos de los mejores– se pasó muchos años escribiendo, de alguna forma, el mismo texto. Ya en Lugar Común anunciaba su intento: “Debo acaso explicarme: las circunstancias a que aluden estos fragmentos son veraces; recurrí a fuentes tan dispares como el testimonio personal, las cartas, las estadísticas, los libros de memorias, las noticias de los periódicos y las investigaciones de los historiadores. Pero los sentimientos y atenciones que les deparé componen una realidad que no es la de los hechos sino que corresponde, más bien, a los diversos humores de la escritura. ¿Cómo afirmar sin escrúpulos de conciencia que esa otra realidad no los altera?”.

Con ese programa, contra la práctica notarial del periodismo chato, escribió sus crónicas de entonces y, obstinado, entusiasta, ligeramente escéptico, creyente, sus dos libros más celebrados, los Perón. Donde terminó de romper los límites entre ficción y realidad, porque entendió que la realidad puede comunicarse mejor con la dosis necesaria de ficción, y la ficción se enriquece con su parte de realidad –y que esa mezcla desafía al lector, lo obliga a no creer, lo convierte en un cómplice activo. Fue su consagración o, dicho de otra manera, su hallazgo de sí mismo. Desde entonces se pasó dos décadas fecundas componiendo una Argentina que –vaga, complaciente– aceptó ser la que él contaba. Tomás, mientras tanto, se dejaba vivir, gozaba de la vida, sufría de la vida –y escribía escribía escribía más.

He conocido a pocos tan ferozmente escritores. Hace unos años, cuando leí su despedida de su mujer, Susana Rotker, me impresionó que, en medio de tal dolor, pudiera escribir esas palabras. Hace unos días, la última vez que nos vimos, me dijo que, contra la enfermedad, seguía escribiendo, y entendí cómo una metáfora gastada puede volverse realidad: escribía porque era la única forma en que sabía vivir, porque escribir era seguir viviendo.

Ahora, ya desembarazado de la obligación de ser real –esa torpe necesidad de comer, querer, ganarse el sueldo, elegir la camisa–, será puro relato. Por eso ya no importa quién era aquel Martínez. Importará, de ahora en más, cómo lo hacemos: ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?

“Todo texto es fatalmente autobiográfico, pero las columnas de prensa no tienen por qué convertirse en un confesionario. Si traiciono esa ley de hierro es porque no me perdonaría jamás seguir adelante sin decir todo lo que le debo”, escribió Tomás alguna vez. Hace muchos años le dediqué mi primer libro de crónicas. Ayer encontré, doblado dentro de mi ejemplar de Lugar común la muerte, Caracas, 1978, el papelito donde había ensayado esa dedicatoria: “Porque/ si no hubiera sido por aquel Lugar Común,/ jamás me habría atrevido/ a suponer este libro./ Gracias”. Otros harán otros Tomás; yo seguiré escribiendo, en cada texto, acechado por mis limitaciones, éste: el que nos permitió escribir lo que escribimos, el que nos inventó. Por eso me gusta pensar que leería estas líneas con su sonrisa pícara, con el brillo guasón de sus ojitos claros, y me diría que no he inventado suficiente. Tiene razón, maestro. Dénos tiempo. Total, por fin, ya no lo apura ningún cierre.