viernes, 16 de mayo de 2014

Que canten los niños


Publicado en Revista Cocoa, mayo 2014.

Por Nando Varela Pagliaro

No recuerdo cuándo escuché por primera vez una canción. Mucho menos podría recordar cuál fue esa canción, ni en dónde estaba cuándo la escuché. Como la presencia del Yo, para mí la música siempre estuvo conmigo. Era, como canta Fito Páez, “parte del aire”. Sin embargo, si me esfuerzo, alcanzo a verme tomado de la mano de mi madre, caminando por alguna calle de Floresta, yendo a dejar a mi hermano mayor en la escuela. A la vuelta, nada nos apura y nos sentamos en un banco de la plaza a cantar. En realidad, yo sólo escucho, mi madre es la que canta: “Osías el osito mameluco, paseaba por la calle Chacabuco, mirando las vidrieras de reojo, sin alcancía pero con antojo”. “Estaba la reina batata sentada en un plato de plata…”. Es posible que esas imágenes, que esas canciones de María Elena Walsh sean unos de mis primeros recuerdos.
La mayoría de las cosas que nos modifican surgen en la infancia. El escritor Fabián Casas dice que la infancia es el único momento donde se toma combustible y después no se vuelve a cargar nunca más. De la calidad de ese combustible depende el tipo de persona que uno  va a ser cuando las papas quemen.  Si bien es cierto lo que dice Casas y es en los primeros años de vida en los que se incorporan la mayor cantidad de valores y conocimientos, está demostrado científicamente que aún antes de nacer, el bebé también es capaz de ver, oír, sentir y hasta aprender "in útero". Por eso no se equivocan los padres que ponen especial atención a la música prenatal. Es sabido que llevar a cabo este tipo de estímulos puede enriquecer enormemente el desarrollo físico, emocional e intelectual de sus hijos. Incluso se ha comprobado que poco después del nacimiento, la música y las voces escuchadas en el vientre materno, tienen un efecto sorprendente en los bebés, ya que dichos sonidos y voces quedaron impresos en su memoria y, al escucharla nuevamente, son asociados con sensaciones placenteras. En el desarrollo posterior del niño, la música también adquiere vital importancia. Gordon Shaw, de la Universidad Irvine en California, dijo: "Al escuchar música clásica, los niños se estimulan, ejercitan neuronas corticales y fortalecen los circuitos usados para las matemáticas. La música estimula los patrones cerebrales inherentes y refuerza las tareas de razonamiento complejo".  Shaw probó darle clases diarias de piano y canto a diecinueve preescolares. Luego de 8 meses, con su investigación comprobó que los niños mejoraron sustantivamente en sus razonamientos, comparados con los niños que no tomaron las clases de música. Entre otras cosas, demostraron mayor habilidad en rompecabezas, dibujo de figuras geométricas y en el copiado de patrones de dos bloques de colores. Por lo tanto, concluyó: “Mientras más temprano es expuesto al niño al lenguaje musical, mayor es el aprendizaje hacia las formas de razonamiento, las matemáticas, el lenguaje y el fortalecimiento de las emociones”.
Ahora bien, por dónde empezar o qué música es conveniente para entrenar al cerebro para obtener mejores resultados, son interrogantes de variadas respuestas. La música para chicos tiene muchísimos exponentes dentro y fuera del circuito comercial. Si hiciera un listado de artistas, sería tan extenso como incompleto. Pero, sin duda, María Elena Walsh, Pipo Pescador, la dupla Hugo Midón - Carlos Gianni y Margarito Tereré, por dar algunos nombres, tienen su silla reservada en la mesa de los más grandes. En la actualidad, tal como expone José Totah en Plegaria para un niño despierto: han surgido varias bandas y solistas que escriben música para chicos desde un lugar poco convencional, alejándose de costumbres televisivas y esquivando las fórmulas más comerciales, que buscan ser sólo pegadizas. De Luis Pescetti, Magdalena Fleitas y Los Musiqueros a bandas como Vuelta Canela o El Resorte, muchos de estos autores hablan de género, duelos, amores no correspondidos o miedos, tienen mucho humor e incorporan ritmos latinoamericanos como reggaetones, huaynos, vallenatos y cumbias”. Lo original de este nuevo cancionero infantil quizás resida en que “antes se hablaba de situaciones y valores ideales, mientras que ahora entra en escena el niño real, no como una entidad. Ya no hablás de ‘los niños’ sino de tal anécdota que le pasó a tal chico y sin una bajada de línea”, sentencia Pescetti. Este santafesino oriundo del pueblo San Jorge, que tal vez hoy sea el principal referente de la música para chicos, emigró durante el menemismo y regresó al país en el 2001, para luego de años de esfuerzo, desbordar teatros con públicos de todas las edades. Pescetti, ademàs de canciones, escribe literatura infantil, es docente, musicoterapeuta y tiene la gran virtud de llenar el escenario él solo con su guitarra y el poder de su música.
 Al fin de cuentas, de eso se trata: la música, siempre la música. Como escribió Kurt Vonnegut, “la única prueba de la existencia de Dios”.

Tres discos que no pueden faltar:

Canciones para mí – María Elena Walsh: 
Junto con Canciones para mirar (1963) y El país de Nomeacuerdo (1967) es una de las grandes joyas del cancionero infantil latinoamericano. Incluye, entre otros clásicos, Manuelita la tortuga, Canción de tomar el té, Twist del Mono Liso, Canción para bañar la luna, calles de Paris, Los castillos y Don Dolon Dolon.



 Vivitos y coleando 1,2 y 3 – Hugo Midón-Carlos Gianni: 
Banda de sonido de los míticos espectáculos teatrales. Canciones que nunca pierden vigencia, que hablan de la solidaridad y el valor de las cosas simples en un recorrido por diversos ritmos musicales. Cantada por el primer elenco que tuvo la serie: Andrea Tenuta, Carlos March y Roberto Catarineu.
                                                                                                                  
Inútil insistir – Luis Pescetti: 
Grabado en vivo en los teatros porteños Metropólitan y ND Ateneo. Obtuvo el Premio Gardel al mejor álbum infantil del año 2008. Se destacan canciones como Con esa cara de pescado, Mi mamá me mima y la tradicional Sal de ahí, chivita, chivita.

martes, 6 de mayo de 2014

Del infierno grande al infierno íntimo


Por Nando Varela Pagliaro

Si en la tapa no hubiera una perra con el hocico manchado, sería fácil pensar que estamos ante otro libro más de los tantos que ya hay sobre el Sumo Pontífice. Pero no, San Francisco, el título que eligió Luciano Lamberti para su libro de poemas, no tiene nada que ver con Jorge Bergoglio, sino que hace referencia a la ciudad ubicada al Este de la provincia de Córdoba. Es en este paisaje donde se mueven los protagonistas de sus versos: caminan sus calles, respiran su falsa tranquilidad, ese viento que sopla tímido y nos deja escuchar la respiración propia, la voz propia. Ahí todo se apaga y se enciende, avanza y retrocede. Nada sobra y nada falta: un verano en la pileta del club, un invierno leyendo enciclopedias junto a la estufa a kerosén, un heladero siniestro, tres profesores de karate y hasta un alemán que recorre los pueblos para mostrar una colección de boas. Luego, cambia el paisaje y en sus versos, sencillos y cotidianos, Lamberti nos lleva del pueblo a la ciudad, de San Francisco a Córdoba Capital, del infierno grande al infierno íntimo.
“Y a veces va de Córdoba a San Francisco, mirando un thriller en un descompuesto televisor de colectivo, con toda la buena gente de campo roncando y tosiendo en los asientos paranormales del Expreso”.
Una vez en la ciudad, en la feria marciana de la peatonal, los sonidos y los personajes son otros. Sin embargo, su mirada, teñida de infancia y melancolía, es la misma.
“Él no ha dejado de ser el que nadaba en una pileta nocturna, el que afilaba las ramas con un Tramontina, el que jugaba a la guerra entre el sorgo”.
Lamberti desplaza su voz y se corre del mandato que impone el género. Algunas veces evita el sentimentalismo y otras pocas lo transita en “su bicicleta, con una bufanda alrededor de la cara y las manos moradas y pálidas”, pero no por eso cae en el lugar común. Su territorio cobra sentido en lo familiar, en lo natural, en el cuestionamiento, en los silencios, en lo no dicho como una elección y no como una falencia. Si un universo y un horizonte personal son necesarios para que la literatura sirva como una puerta de ingreso a otros mundos, Luciano Lamberti se puede quedar bien tranquilo. Esos dos elementos ya los tiene de sobra en su escritura, en estos versos que se cruzan y se mezclan con la narrativa.
San Francisco es un libro vital, sencillo y profundo, ideal para leer en una reposera al lado del río o arriba de un colectivo que va a ninguna parte.
Publicado en Eterna Cadencia, mayo 2014.