jueves, 2 de abril de 2009

Juan López y John Ward

Por Jorge Luis Borges


Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada
uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un
pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una
mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios,
de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los
cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil;
Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father
Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había
sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara
a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los
dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los
conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no
podemos entender.

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