Por Juan José Millás
Cuando me pregunto si tuve buenos educadores, los imagino a ellos, a mis educadores, preguntándose si tuvieron buenos alumnos. En general, creo que fuimos muy malos los unos para los otros, pero ya no tiene remedio. Entre los que recuerdo, hay un profesor de literatura que nos mandaba hacer unas redacciones curiosísimas. Por ejemplo, si una película nos había gustado mucho, teníamos que decir lo contrario, pero argumentándolo de tal manera que ningún lector fuera capaz de descubrir si mentíamos o decíamos la verdad. Haciendo aquellas redacciones, me di cuenta de que muchas películas que creía que me habían gustado me parecían en realidad detestables. También aprendí que con un poco de talento y práctica se pueden defender las posturas más insostenibles. Todavía utilizo el método de aquel profesor, pues muchos de mis artículos están escritos directamente contra mí. Desconfío tanto de lo que pienso que sólo tengo la impresión de acertar cuando me contradigo.
Cierto día, aquel profesor nos mandó hacer una redacción sobre nuestros padres. Nos pidió que imagináramos que uno de los dos tenía que morir y nosotros debíamos decidir cuál. Durante el recreo, no se habló de otra cosa.
—Yo elegiría a mi padre —decía uno—, pero es el que trae un sueldo a casa.
—No te preocupes —replicaba otro—, que tu madre cobrará la pensión.
—¿Qué es la pensión? —preguntaba el de más allá.
Yo no sabía a cuál de los dos liquidar. Fantaseé con ambas posibilidades y elegí la que me producía más culpa, pues ya era un experto, o eso creía, en escribir en contra de mis intereses. Maté a mi padre, pues, y obtuve una nota de 9, la más alta de las conseguidas en toda mi vida. Gracias a ella, no suspendí por primera vez en todo el curso la literatura de ese mes. Mi padre me felicitó y me dio un beso. Me parecieron la felicitación y el beso de un condenado a muerte.
Arrastré esa culpa durante años, hasta que el azar y los síntomas me llevaron al diván del psicoanalista y averigüé que todo niño desea matar a su padre para poseer en exclusiva a su madre. Hice, pues, lo correcto y así me lo explicó mi psicoanalista, sugiriendo que no debía culparme por ello. De lo que me culpo ahora es de haber hecho lo previsible. No dejo de preguntarme si, en el caso de haber acabado con mamá, me habrían dado un 10, incluso una matrícula de honor.
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