domingo, 17 de agosto de 2014

“Nunca quise hacer una literatura política ni militante”



Por Nando Varela Pagliaro

Su voz retumbaba en una de las salas de la Feria del Libro de Buenos Aires. Camisa blanca y saco de corderoy, recién había terminado de dar una conferencia sobre Julio Cortázar.

-Sí pibe, te doy la entrevista, pero por lo menos antes leete un par de libros míos.

Mempo Giardinelli nació en el Chaco, en una casa humilde, en la que, como se suele decir, no sobraba nada. Sin embargo, en su casa todos eran muy lectores. Su padre, que apenas tenía tercer grado de Primaria, era un gran lector de diarios. Todas las noches, antes de irse a dormir, lo veía recostado en el sillón o sobre la mesa, con un diario entre sus manos. Como si el ejemplo de su familia no alcanzara, a la vuelta de esa casa humilde en Resistencia, se encontraba la Biblioteca Herrera. Desde muy chico, luego de la escuela, Mempo se pasaba sus tardes revolviendo en los estantes, buscando algún libro de Salgari o de Stevenson. “Ese se convirtió en un lugar muy querido para mí. Gran parte de mi infancia la he pasado allí. Me iba a boludear, a veces a leer, pero era el lugar en el que yo estaba”.

Cuando empezó a crecer, ya en el colegio secundario, era un fanático de la lectura. Los libros que supuestamente eran inconvenientes para su edad, los que hablaban de sexo o de amores prohibidos, se los robaba a su madre y a su hermana. “En esos años era un chico como cualquiera. Me gustaba la música. Me gustaba el fútbol. Las cosas que hacía cualquier pibe”. Después, ya de más grande, cuando empezó a ir a la milonga, muchas veces volvía a las tres o las cuatro de la mañana, pero antes de dormirse nunca dejaba de lado sus páginas favoritas. La literatura ya se había hecho parte de su vida por lo que fue una consecuencia inevitable intentar escribir. Como muchos escritores, empezó escribiendo poesía. Probó, sin mucho éxito, algún que otro poema para una compañerita que le quitaba el sueño. “Yo era un tipo fulero. No pertenecía a los lindos de ningún grupo. Era el típico gordito que iba al arco en el fútbol. Entonces, por ahí, mi manera de vincularme era a través de algún escrito”.

Los cuentos llegaron más tarde. La lectura de Cortázar y la gran cantidad de tiempo libre que tenía en el servicio militar fueron determinantes para que se animara a dar rienda suelta a esas primeras historias. “Después de toda la instrucción me mandaron a una oficina en un distrito militar y tenía una máquina de escribir. Una de esas maquinotas enormes. Ahí empecé a escribir. Escribí mi primera novela durante la colimba, una novela muy mala que nunca se publicó, pero no importa porque fue un comienzo”.
Comenzar nunca es fácil y elegir una carrera, eso que uno va a ser el resto de su vida, la vocación, el oficio, es aún más complejo. Su padre, que había muerto cuando Mempo era pibe, dejó una especie de mandato familiar. Por cumplir ese mandato, una vez fuera de la colimba, decidió inscribirse en abogacía. “Yo vengo de una familia muy humilde en la que nunca nadie había terminado la secundaria ni mucho menos habían llegado a la Universidad. Y yo de alguna manera me encontré con que tenía que ser el que representara todo ese ascenso social. Cuando entré en la universidad, la verdad dudaba mucho de qué estudiar, no tenía nada perfilado. Creo que elegí abogacía porque me parecía lo más fácil, lo más llevadero. Por ahí debo haber pensado que era bueno conocer de leyes. La verdad es que no me acuerdo muy bien por qué me metí ahí”. Por no fallarle a su padre, hizo toda la carrera y por no fallarse a sí mismo, jamás la ejerció.

En esos años de incertidumbre, Mempo también pensó que podía ser actor de teatro o músico. “Hice música mucho tiempo. Tocaba la guitarra. Incluso, hace ya varias cuadras, canté en Cosquín. Amaba el folclore, pero la dictadura hizo que injustamente empezara a odiarlo porque esa también era la música que amaban los torturadores y los hijos de puta”.
De eso habla en su cuento “Kilómetro 11”. Allí, un grupo de amigos, todos ex -presos que estuvieron en la U-7 durante la dictadura, luego de algunos años se reúnen a festejar un cumpleaños con sus familias. Uno de ellos ganó en el Bingo y entonces el festejo es con orquesta. Bajo un emparrado, un cuarteto desgrana chamamés y polkas. En un momento, cuando uno de los amigos se fija en el bandoneonista de anteojos negros, están tocando “Kilómetro 11”. El bandoneonista, al que todos miran con el horror de otros tiempos, resulta ser un Cabo que siempre tocaba “Kilómetro 11” mientras a ellos los torturaban. Los milicos lo hacían tocar y cantar para que no se oyeran los gritos de los prisioneros. Cuando lo reconocen, en la fiesta, le piden que toque otra vez Km11, una vez por cada uno de ellos: catorce veces.
“Y cuando el tipo va por el octavo o noveno “Kilómetro 11”, es Miguel el que llora. Y el Colorado Aguirre le explica a su mujer, en voz baja, que fue Miguel el que inventó aquello de ir a comprarle un caramelo todos los días a Leiva Longhi. Cada uno iba y le compraba un caramelo mirándolo a los ojos. Y eso era todo. Y le pagaban, claro. El tipo no quería cobrarles. Decía: no, lleve nomás, pero ellos le pagaban el caramelo. Siempre un único caramelo. Ninguna otra cosa, ni puchos. Un caramelo. De cualquier gusto, pero uno solo y mirándolo a los ojos a Leiva Longhi. Fue un desfile de ex presos que todas las tardes se paró frente al kiosco, durante tres años y pico, del 83 al 87, sin faltar ni un solo día, ninguno de ellos, y sólo para decir: “Un caramelo, déme un caramelo”, Y así todas las tardes hasta que Leiva Longhi murió, de cáncer”.

La estación de Coghlan queda justo atrás del departamento donde vive Mempo cuando está en Buenos Aires. Coghlan, si uno lo busca en un mapa, es un cuadrilátero irregular de 1,3 kilómetros cuadrados. Limita con Belgrano, Villa Urquiza, Núñez y Saavedra. Es un barrio de casas bajas, muchos pájaros y muchas plantas. Aunque ya tiene más de 120 años, podría decirse que todavía es un barrio joven. No tiene una zona comercial claramente delimitada y sólo hay un pequeño rincón muy calmo cerca de la estación, en Pedro Rivera y Rómulo Naón, donde funciona el restaurante Vicente y la heladería Lucca. A pocos metros de allí, en uno de los bancos que están en la estación del Ferrocarril Mitre, lo esperé a Mempo Giardinelli una mañana de junio, casi ocho años después de aquel primer encuentro en la Feria del Libro.

-Parece que no, pero está fresco. ¿Igual querés que hablemos acá? , me dice apenas me ve.

-Yo no tengo problema. Cómo usted quiera.

-Bueno, entonces nos quedamos. Es tremendo ese bicho ¿no?, dice señalando mi grabador.

-Sí, graba todo. Hasta lo que uno no dice. Hablando de lo que uno sí dice, alguna vez con respecto a la universidad usted dijo que no está para dar salidas laborales sino para enseñar a pensar, ¿también está para enseñar a escribir? ¿Se aprende a escribir yendo a la universidad?

-Sí y no. No podría decir que no se aprende a escribir, pero yo creo que la formación de un escritor o de una escritora no depende de una academia, de una universidad, ni de un taller o una escuela. Depende de las lecturas de que ese escritor o escritora tengan. En realidad lo que forma a un escritor es la lectura. Todos los escritores primero somos animales de lectura, después te ponés a escribir. Si no sos un animal de lectura es muy difícil.

-Siguiendo con otras cosas que alguna vez dijo. Alguna vez ha escrito que no cree en la “periodistización” de la literatura ni en la “literaturización” del periodismo, ¿cree que es así? ¿No encuentra nada literario en muchos artículos periodísticos?

-Sí, claro que encuentro. Uno tampoco podría decir que no hay buena literatura en el periodismo ni que a la literatura no le resulte positiva o favorable la experiencia periodística. Lo que digo es que cuando uno trabaja en literatura, trabaja con todo el tiempo a favor. La literatura es tiempo, la literatura es morosidad, la literatura requiere lectura, requiere meditación, requiere corrección, requiere volver, requiere dejar el texto ahí, volver mañana, volver el mes que viene. Hay una relación con el texto que es puramente estética, que tiene que ver con una búsqueda de una perfección estética, una armonía de las palabras para que expresen lo que vos querés decir, lo que estás narrando. Y eso en el periodismo es imposible. En el periodismo tenés a un tipo que te está diciendo: “Dale pibe, tenés dos horas para hacerme el artículo que lo tenemos que subir a Internet”. Entonces, la velocidad es una de las grandes diferencias. Y la otra diferencia grande que hay entre periodismo y literatura es el tratamiento de lo que podríamos llamar la verdad. En periodismo buscamos la verdad, se supone que vamos hacia la verdad, se supone que das cuenta de los hechos de una sociedad con verdad y sinceridad, se supone que das un testimonio que sea verdadero, que hacés un relato que recupere una historia que tiene que ver con la verdad, con lo cotidiano. En la literatura es todo lo contrario, la literatura es la mentira, la literatura es la fantasía, es el permiso para delirarte con lo que vos quieras. A mí me parece que ninguna de estas dos disciplinas necesariamente ni chocan ni es mejor una que la otra. Las dos son válidas, las dos son grandes expresiones, pero cuando yo enseñaba en la universidad, un día me inventé esta frase que a mí me fue muy útil: “no periodistizar la literatura ni literaturizar el periodismo”. No en el sentido de que esté prohibido, como si no hubiera posible armonía, sino en el sentido de que cuando vos hacés literatura tenés que ser consciente de que estás en el terreno de la literatura, estás pisando la literatura, no estás pisando ni la verdad ni el apuro y cuando te apurás, ahí se jodió la literatura.

Los escritores de su generación crecieron y se formaron al influjo de las luchas políticas y sociales y a la sombra del boom latinoamericano. La figura de Julio Cortázar siempre daba vueltas por su cabeza. Su juventud estuvo dominada por el autor de Rayuela. Lo imitaba, lo contrariaba, lo reescribía, lo desdeñaba, se proponía superarlo y se rendía ante su maestría. En Página 12, en un artículo que títuló “El amigo Julio”, Mempo contó que se encontró con Cortázar en Chile, en algún mes de 1970 o 71, cuando Salvador Allende asumió la presidencia o cuando Fidel Castro visitó el país andino. Por aquel entonces, Cortázar ya era un escritor consagrado y Mempo era sólo un joven periodista que tuvo la suerte de ser enviado a cubrir el acontecimiento para la revista Siete Días. Allí, en el ascensor del hotel se topa con Julio Cortázar en persona.
“Cortázar impide que el fotógrafo disponga su equipo y pregunta de qué medio somos. Se lo digo y me responde que no, que lo siente pero no piensa hablar con ningún hebdomadario argentino porque todos son colaboracionistas con el gobierno militar. En eso se abren las puertas y él sale primero, sin saludar y dejándonos petrificados. Y yo sin saber qué quiso decirnos, lo cual dilucido un rato después, cuando pregunto a colegas veteranos y me explican que “hebdomadario” es una palabra francesa que significa revista semanal”.
Los días posteriores, ve con dolor como Cortázar lo elude y le concede entrevistas a colegas de otros medios. Antes de partir le escribe una carta que desliza bajo la puerta de su habitación. “Lo he admirado toda mi corta vida pero ahora me ha decepcionado por ese costado prejuicioso que mostró en el elevador. Soy sólo un joven escritor que se gana la vida como periodista y sin dudas seguiré siendo su devoto lector, pero no puedo dejar de advertirle que el medio que me ha enviado no es gubernamental ni responde a la dictadura argentina, y mucho menos los que allí trabajamos merecemos ser condenados ligeramente y en conjunto como “colaboracionistas”.
Un mes después le llega una carta de Cortázar desde París, en la que le pide disculpas por su actitud y le ruega que lo comprenda: no quería que palabra alguna por él pronunciada en Chile pudiese ser funcional al régimen militar argentino, y por eso su fuerte decisión, la cual, por supuesto, no debe tomar como algo personal. Se despide amistosamente y le propone que lo visite cuando pase por París. Esa entrevista, sin embargo, Mempo no pudo hacerla jamás.

Quizás fue necesario que nunca la hiciera para poder separarse de él, para hacer de alguna forma una especie de parricidio literario, para encontrar su propio estilo, sus propias palabras. Lo que no pudo evitar fue compartir con el autor de Bestiario, el mismo amor por el cuento.“Yo escribo una novela cada cinco años. Escribo montones de cuentos que me parecen superiores, y me siento más cuentista que novelista, pero ¿quién te publica cuentos? Es muy difícil publicar cuentos. Cuando hablás con un editor y le decís: “Che, tengo un nuevo libro de cuentos”, te dicen, “no, cuentos no, Mempo. Traeme tu novela”. Eso creo nos pasa a todos. Fijate además, que está lleno de premios de novelas, pero premios de cuento, ¿adónde hay? De alguna manera, lo mismo pasa con la poesía. No son géneros menores, son géneros aminorados por el mercado. Pero uno no escribe pensando en eso. Uno escribe porque tiene que escribir. Yo si no escribo me muero. Después lo otro es una discusión que podés tener con tu agente”.

Mempo Giardinelli sólo piensa en el texto. Soñario, uno de sus últimos libros, demuestra que las leyes del mercado no lo preocupan. Fue un libro que hizo muy lentamente. Su actividad onírica lo fue pariendo. A pesar de ser su libro menos vendido y el que ha recogido las críticas más desfavorables, es una de sus obras que más lo representa. Inclusive cree que es uno de sus mejores libros. “Es un libro de un género peculiar. No sé cómo llamarlo. Puede que sea de una influencia borgeana o puede que para alguna gente sea un libro psicoanalítico”. Final de novela en Patagonia también es otro ejemplo de su heterodoxia, pero ahí es más consciente el cruce de géneros: es una novela, es un libro de viaje, es un libro con cuentos, con poesía, hay mucha crónica periodística. “Para mí fue muy gozoso escribir esos dos libros. Este para mí es un concepto importante. No digo divertido, digo gozoso. Cuando yo gozo la literatura es porque está bien lo que estoy haciendo. En cambio, cuando me torturo, estoy jodido. Tardo mucho. Doy vueltas. Me ataca la inseguridad. Yo soy un tipo horrible. Me detesto cuando estoy en un período creativo con inseguridad, con morosidad. Es realmente horrible. Es como cuando estás enamorado. Cuando te dejó la mina, sos una piltrafa humana, sos una porquería que no sirve para nada y cuando estás enamorado, está todo bien. A mí me pasa eso con la literatura”.

Los setenta fueron años trágicos para la Argentina, eso no es nada nuevo. Su generación fue la que intentó cambiar la historia a partir de sus convicciones y de la militancia. “Cualquier escritor que estuviera al margen de eso era como un marciano. Debían sentirse marcianos o que estaban en otro mundo. La participación ciudadana, política, social, militante, revolucionaria o no, según como uno lo piense, me parece que hace al orden de otro aspecto del ser humano. Tiene que ver con la ciudadanía, con la construcción de ciudadanía. La mía fue una generación que no tuvo educación ciudadana, educación democrática. Además estaba cerrada toda forma de participación. Hubo un tipo que se llamó Onganía que dijo “las urnas están guardadas, acá no se vota más y el que manda soy yo”. Es muy difícil frente a semejante manifestación autoritaria, que a la larga o a la corta no haya la participación militante que hubo. En mi opinión hubo acontecimientos pocos felices también del lado de la militancia. No soy de los que idealizan. No toda la militancia fue fantástica. Tuvimos a Firmenich que es un reverendo hijo de puta como Videla y con esto no hago la teoría de los dos demonios. Pero también estaba del lado de la militancia. Entonces, ese tipo de cosas marcaron mucho a la literatura. La cultura argentina está atravesada por todo esto. Lo importante es que hoy tenemos que ver que hemos emergido de una manera bastante buena, bastante digna. Hoy la Argentina vive en democracia.

Mempo mueve la cabeza –la barba blanca bien corta al ras de la cara– y con cierto brillo en la mirada me dice:

- “Loco, cuando vos naciste, esto era una carnicería. Hoy no es una carnicería, hoy tenemos muchos problemas pero no es una carnicería. Hace veinte años estábamos rifando el país. Hoy recuperamos YPF, podemos discutirlo, pero sabés qué, a mí me parece bien. Si se arrepintió Cristina, no me importa por qué lo hizo. Me importa que lo está haciendo. Prefiero eso y no las cagadas que se mandaron hace veinte años. Hace diez años en este país la gente decía: “este país de mierda la única salida que tiene es Ezeiza” y hoy están viniendo miles de bolivianos, españoles y rusos. Y a mí me parece bien. Me gusta porque me parece que es un país que está empezando a tener posibilidades. Por supuesto que hay cosas espantosas que todavía suceden. No hago ninguna idealización, pero este hoy es un país para vivir. Es un país donde mis hijos van a tener una perspectiva que yo no tuve y tienen una educación democrática que mi generación no tuvo. En mi generación de alguna manera era “matar o morir”, “revolución o muerte” y es muy jodido eso”.

Hacer literatura a partir de hechos recientes no es sencillo. “Nunca quise hacer una literatura política ni militante, más bien siempre traté de escapar de eso. Pero el imaginario personal siempre aflora. Durante un tiempo, supongo que escribí impregnado del dolor, de la bronca, de la frustración. El exilio fue eso. Yo estuve nueve años en México en el exilio y sí, todo lo que escribía entonces estaba cargado de esto. Era inevitable porque son los cruces que se van dando en la vida de uno”.

-¿No tiene miedo de que cuando aborda esos temas se estetice la tragedia? Guillermo Saccomanno habla de un “marketing del Holocausto”, ¿Puede que pase algo similar con nuestra dictadura a nivel literario?

-Conozco lo que dice Guille y lo respeto, pero no creo que pase porque la idea de marketing es una idea siempre positiva y que va a favor de lo que se marketinea y en este caso no es así. Yo tengo escrito un texto incluso en el que digo que muchos de nosotros, que hemos estado escribiendo, tenemos una visión muy crítica, muy dura de la dictadura, del genocidio, del robo de bebés, pero Videla no es personaje de la literatura argentina, Massera tampoco. Ni siquiera se merecen el papel del malo en esta película. “Ni el papel del malo. No existís, papito”. Y eso es algo que sale naturalmente. Nadie se puso de acuerdo.

Como muchos otros compatriotas, Mempo Giardinelli se exilió en México. Allí lo recibieron, le abrieron las puertas y nunca dejó de trabajar en periodismo. Fue, entre otras cosas, Director de la revista Forum y Expansión y colaborador permanente en la Revista de América y el diario Excelsior. En tierras aztecas, también publicó sus primeras novelas: La revolución en bicicleta (1980), El cielo con las manos (1981), Luna Caliente (1983) y Qué solos se quedan los muertos (1985). Ya a su regreso, con la democracia, se desempeñó como Subdirector de la edición argentina de la revista Playboy hasta que en 1986 funda Puro Cuento, una revista dedicada al cuento literario. Como explicó Mempo en un artículo que escribió en Página 12 a modo de homenaje por los veinticinco años de su aparición, en las páginas de Puro Cuento se publicaron “más de de 800 cuentos de la literatura universal, de todo el mundo y de todas las culturas. Y, dentro de ese total, 424 fueron autores argentinos, muchos de los cuales debutaron compartiendo páginas con algunos de los más reconocidos escritores/as de Latinoamérica. No pocos de ellos son hoy nombres mayores de nuestra narrativa. El 35 por ciento de los cuentos que publicamos, además, estaban escritos por mujeres, y eso en tiempos en que el machismo heredado de la dictadura y de nuestra historia era aún arrasador en la literatura argentina. Casi la mitad de los cuentos que se publicaron en las 36 ediciones de Puro Cuento, a lo largo de más de seis años, provenía de las mejores literaturas del mundo. De hecho publicamos cuentos de más de 70 países. De México fueron 57, y de sus mejores autores: Rulfo, Paz, Fuentes, Valadés y muchos/as más. De Estados Unidos, 43. De Brasil, España y Chile, casi 30 de cada país”.

La revista, como otro de sus grandes sueños, fue parida en el mismo departamento, atrás de la estación de Coghlan. Empezó con más entusiasmo que dinero y los primeros cuentos salieron de su biblioteca personal. Eran otros tiempos, no había fotocopiadoras y los textos tenían que ser copiados a mano. Todo lo que pudo pagar para publicitar la revista, fueron diez pasacalles. Con poco presupuesto, pero con muchas ilusiones, Mempo se asomó a los ladridos y festejó el lanzamiento con vino de damajuana en la Casa del Chaco, en Callao y Sarmiento. Entre los presentes, no faltaron sus amigos de siempre: Daniel Divinsky, Pedro Orgambide, Héctor Lastra, Noé Jitrik, Horacio Salas, Oscar Hermes Villordo, Silvia Plager, Norma Báez, Marta Nos, Orfilia Polemann, Marco Denevi, Graciela Falbo, Jacobo Timerman y claro, Osvaldo Soriano. Trabajaron a pulmón durante casi siete años, además de las 2700 páginas de cuentos, publicaron entrevistas con los grandes (María Elena Walsh, José Donoso, Carlos Fuentes, Silvina Ocampo, Edmundo Valadés, Bioy Casares, Tito Monterroso, Antonio Skármeta y tantos más), textos críticos y teóricos innovadores para la época y todo lo que podía servir a millares de cuentistas de toda la Argentina y de más de treinta países a los que llegaba la revista regularmente. La alegría duró hasta el año ´91. El gobierno de Menem, con Erman González y su corralito inicial primero, y luego Cavallo, los fundió como a miles de otras pymes. “A fines del ’92, la derrota fue total. Pagué todo y me quedé en la vía, aunque sin afrontar ni un solo juicio”.

-Lo escucho hablar de la revista y todavía se le nota la bronca y el dolor en su voz. Se me ocurre preguntarle si no pensó en reeditarPuro Cuento pero sólo en formato digital.

Se pone serio, me mira directamente a los ojos y me dice:

-Sí, lo tengo pensado y posiblemente lo haga. Lo que pasa que también es mucho laburo y no sé si tengo ganas de laburar tanto. Hoy cambiaron las condiciones de producción. Hace veinticinco años yo llamaba a fulano y le decía: “Che, comprá la revista que mañana sale un cuento tuyo”. Ahora tenés que pedir los derechos, que te firmen, que el agente, que si el editor te los da o no. Antes era mucho más fácil. Yo creo que pagué el derecho de autor unas diez veces en los siete años. ¿Quién te iba a decir que no? Si yo estaba promoviendo continuamente el cuento. Hoy está todo muy envilecido. El mundo está lleno de abogados y eso es una cagada. La desgracia de este mundo es que está lleno de abogados y no sólo en Argentina. En Estados Unidos no se puede vivir. Das un paso y hay un abogado que está denunciando algo. Le diste un beso muy fuerte a una mina contra un árbol y aparecés en Tribunales.

Mempo no se queda quieto. Juega con sus manos como quien dobla una servilleta imaginaria. Mira a cada una de las personas que pasan camino a la estación, pero sin embargo nada lo aparta de su discurso, de lo que quiere decir.

-¿Viste Carancho, la película de Trapero?, me pregunta invirtiendo los roles de esta conversación en la que él siempre está al mando.

-Sí, ¿por?

- Es una gran película. Da una dimensión de la vida que cuando yo estudiaba no existía. Más aún, me acuerdo que cuando estudiaba Derecho Penal, si alguien te decía que podías terminar haciendo eso, era una vergüenza. Era innoble pensar esa perspectiva profesional. Hasta había conceptos éticos que vos sabías que tenías que ir delimitando en tu propia vida, qué tipo de delincuencia podías defender o no. Y había cosas que por más que se pagara lo que fuera, no se hacían porque no se debía. Porque esos tipos no merecían más que una defensa formal. Todo eso cambió. Supongo que tiene que ver con que vivimos en un mundo más complejo, tecnológicamente mucho más rico. Hoy somos ya más de siete mil quinientos millones de habitantes en el mundo. Siete mil quinientos millones y todos pillan y cagan y se mandan macanas todos los días. Es muy difícil vivir así. En ese contexto, el derecho no es tan derecho.

Resistencia es la ciudad más poblada y la capital del Chaco. Su clima es semitropical y las temperaturas en verano suelen ser más altas de lo que un cuerpo puede soportar sin una cuota de considerable fastidio. Viven allí descendientes de inmigrantes europeos, criollos venidos de provincias vecinas y del Paraguay, y descendientes de pueblos originarios como tobas, matacos y mocovíes. Específicamente en lo que se llama El Gran Resistencia, el mayor conglomerado urbano de la provincia, Mempo decidió llevar a cabo su epopeya más ambiciosa: una Organización No Gubernamental sin fines de lucro que trabaja por el fomento de la lectura, la divulgación de la literatura nacional e internacional contemporánea y el desarrollo sustentable del Nordeste Argentino a partir de prácticas culturales y solidarias. Esta Fundación que lleva su nombre, toma su actual forma jurídica y fiscal en marzo de 1999, a partir de un primer fondo constituído por su fundador después de ser galardonado en Venezuela con el Premio Rómulo Gallegos y de la decisión de legar en vida su biblioteca personal y ponerla al servicio de la comunidad.

-Yo pensé que un día me iba a morir y dónde iban a quedar todos estos libros. También tuve un par de enfermedades en mi vida que me afectaron un poco. Las enfermedades siempre te acercan, te hacen pensar en la muerte. Entonces, ¿qué vas a hacer con eso? ¿dejárselos a quién? ¿a mis hijas? Puede ser, pero a ver si después se pelean. Que una quiere, que la otra quiere. Van a terminar dividiendo. Cada una va a querer llevar los libros del viejo a la casa. ¿Quién va a manejar eso, no? ¿Con qué mujer estaré el día en que me muera? ¿qué sé yo? Yo he tenido una vida bastante heterodoxa en términos afectivos.

Cruza las manos, hace un silencio y se queda inmóvil como quien quiere matar a una mosca. Vuelve de su viaje a ninguna parte y dice:

-No iba a dejar la biblioteca en la provincia de Chaco… Unos trece mil volúmenes, de los cuales unos tres mil están autografiados por sus autores, muchos de ellos reconocidos mundialmente.
Hace otro silencio, como si me dejara espacio para otra pregunta, pero enseguida continúa:

-Si la dejaba ahí, iba a a terminar en un galpón y se la iban a comer los ratones, se autoconvence. Podría ser en la Universidad del Noreste, que era la Universidad en la que estudié. Pero ¿qué Universidad acá se hace cargo de una biblioteca? Entonces todo esto me fue llevando a pensar que yo tenía que dejarla en un lugar en el que pudiera sobrevivir. Y ahí se me ocurrió la idea de hacer una Fundación. Entonces, preferí donar en vida mi biblioteca. Que de todos modos sigue siendo mi biblioteca. Cuando quiero voy y miro lo que se me ocurre. No es que la perdí. Además yo soy un hombre que ha hecho promoción de la lectura toda mi vida.
Más de una vez ha dicho que la lectura también es un desaparecido de la dictadura. Es el desaparecido treinta mil uno. “La hicieron bolsa a la lectura. Por el miedo, la censura, la quema de libros, el asesinato y la desaparición de intelectuales. El imaginario social lector de la Argentina, se achicó. Leías y te costaba la vida”.

Después, en la crisis de 2001, Mempo tuvo otra idea: se le ocurrió que las abuelas que tenían mucho tiempo libre podrían ir a leerles cuentos a los chicos que más lo necesitaban. “Hoy el programa “Abuelas Cuentacuentos” es lo que le ha dado más prestigio a la Fundación y se vinculó con que en la crisis de 2001, las abuelas venían y decían, “los chicos se quedan dormidos por hambre”. Bueno, entonces tenemos que hacer algo. Además de darle de leer, tenías que darles de comer. Ahí empezamos con la ayuda de algunos comedores. Empezamos a tocar timbres para que nos den unos mangos. Y vamos a comprar arroz, vamos a comprar fideos, leche y lo que haga falta. Son cosas que por ahí la vida te las va imponiendo. No estaba previsto. En mi idea original era solamente tener un espacio donde la biblioteca sobreviviera. Por suerte la biblioteca va a sobrevivir y con un montón de actividad”.

La Fundación, la literatura y el periodismo, no le parecían suficiente. Desde el 2008 además, decidió abrir su propio espacio en Internet. Lo llamó Cosario de Mempo. Allí bajo el nombre “El laberinto y el hilo” viene publicando unos textos a modo de memorias.
Alguna vez dijo que hay que tener un ego demasiado grande para hacer una autobiografía. Cuando se lo recuerdo, me mira sorpendido y me dice:
-¿Yo dije eso? Uno dice tantas cosas. Lo que estoy haciendo es limpiar papeles, juntando agendas viejas, libretitas y otras cosas que tengo. No publico todo pero sí algunas cosas que valen la pena. Hago un viaje y si estando en el viaje algo me produce un impacto, lo cuento. Tengo allí un pequeño grupo de seguidores. Muchos de ellos son amigos o amigas. Me fui convenciendo de que tengo una vida que ha sido y es muy rica. Cualquiera de nosotros tenemos una vida muy rica. Ojalá Abelardo (Castillo) hiciera lo mismo, ojalá Liliana (Heker): escribir lo que uno vivió. Hemos sido protagonistas de la cultura argentina de los últimos cuarenta años, ¿por qué llevarlo a la tumba? Yo empecé a ver que en todas las sociedades la memoria es un concepto que no está vinculado al ego. Está vinculado a la responsabilidad social.

Mempo es un periodista de oficio, como los de antes, cuando las redacciones eran lugares muy ruidosos y claramente masculinos. En estos cuarenta años el periodismo se convirtió en una carrera que se estudia. Hay profesores y analistas que todo lo saben. Hay periodistas que parecen ricos y famosos. Mempo, pertenece a otra camada y le cuesta mucho dejar su oficio de lado. Otra vez, es él el que pregunta.

-Se murió Alfonsín ¿no hubiera sido bueno que nos dejara dos o tres libros con sus memorias? Hubiera sido fantástico. Perón en cierto modo lo hizo. Te podrán gustar o no, podrás compartir o no, pero hay diez libros que firmó Perón. Frondizi se murió, Illia se murió. Todo el mundo sabe que Illia fue un gran presidente pero no hay un libro de él. Me parece que hay una historia y no sólo en la política, también en la literatura, en el arte. A mí, por ejemplo, me hubiera encantado o me encantaría leer las memorias de Julio Le Parc, de Berni o de Soldi , pero no tenés nada de eso. La Argentina, en ese sentido, es un país muy mezquino. Yo creo que es bueno hacer esa recuperación. Uno ni desde lejos las quiere para hacer bandera, pero es una forma de decir “yo estuve ahí y te cuento lo que fue ese momento para que puedas ver un retazo que tiene que ver con la historia cultural nuestra”. A lo mejor dentro de cien años un pibe la puede leer y le puede ser útil. Yo quisiera leer las memorias de Borges y Cortázar. Alguien me dirá que su memoria es lo que escribió, sí es cierto, pero no es todo. A Borges lo están reconstruyendo sus respectivos exégetas. Alguno podrá simpatizar más con alguna biografía o con otra, pero ¿vos sabés la riqueza que hubiera sido una autobiografía de Borges? Simplemente que escribiera sus memorias, hubiera sido una maravilla. Entonces creo que desde esa perspectiva, ahora que la tecnología nos lo permite, uno puede hacerlo ¿Qué puede hacer un escritor de mi generación? Yo que soy un tipo completamente entregado a las tecnologías nuevas. Llego tarde pero me fascinan. A los sesenta años hice cine.

Mempo ve y escucha con mucha atención. Detrás de sus lentes, sus ojos grandes y oscuros intimidan, reclaman la misma atención que él pone en cada breve detalle.

-Alguna vez refiriéndose a la televisión dijo que prefería no mirar televisión porque dos horas de televisión significarían ciento ochenta páginas que no lee, ¿sigue pensando así? ¿Un intelectual puede estar aislado de lo que pasa en la televisión?

-No, un intelectual no tiene que estar aislado de nada, pero hay niveles y niveles. Si a mí me dicen que esta noche va a estar Abelardo (Castillo) en la televisión, yo voy a estar prendido mirando porque me parece importante. Ahora estar haciendo zapping como un boludo eso es perder el tiempo y no me va para nada. La televisión para mí es un medio más, como cualquier otro, tiene que ver con la vida cotidiana. Por ahí puedo pispear lo que ven mis hijos, pero yo no voy a una reunión y me pongo hablar de la última telenovela o que el tema de conversación de una cena sea lo que pasó en un programa de televisión. Por Dios, me levanto y me voy. Y lo peor es que me pasa permanentemente. Reuniones con gente que yo aprecio, que tengo ganas de ver y después se termina hablando alrededor de una mesa de lo que se vio en la tele. Además, como yo no lo vi, quedo completamente afuera de eso. Y si les digo ¿che, leyeron la novela de tal? Te miran como si vos fueras una especie de pelotudo inoportuno y por ahí uno lo es.

- En una entrevista que le hicieron en México en el año 2000, dijo que acá en la Argentina los intelectuales eran vistos como marcianos, que la clase dirigente no sabía bien qué hacer con ellos, ¿piensa que hoy eso cambió?

-Cambió y muchísimo. Eso se lo debemos claramente al kirchnerismo. El kirchnerismo no lo sabe pero se lo debemos a ellos. Es un cambio muy importante. En estos últimos años el rol de los intelectuales ha cambiado en la sociedad argentina. Hoy cualquier intelectual más o menos serio es consultado, es escuchado, es considerado. Se puede estar de acuerdo o no. Nunca falta el pelotudo que quiere hacer la polémica o el debate entre los intelectuales, que es lo más pelotudo que hay, pero no importa. Esa es la parte frívola. Pero el pensamiento en la Argentina es mucho más respetado. Hoy cualquier dirigente sabe que le puede ser muy útil la asistencia de alguien que lo ayude a pensar. Sobre todo si esto se hace de manera gratuita y generosa. Porque en realidad cuando ayudamos a pensar a un dirigente, estamos ayudando a pensar al país. Ahora, cuando el intelectual se convierte en orgánico porque defiende un partido, porque defiende una ideología o porque está a sueldo de alguien, cagó el intelectual. A mí me encantaría ayudar a pensar. Si Cristina leyó el libro (se refiere a Cartas a Cristina) yo estoy seguro de que algo le va a quedar. Yo ni le debo nada ni quiero que me dé nada ni recibí un mango de nada. No me importa porque yo no estoy para eso.

La plaza de la estación de Coghlan, está tranquila, casi desierta. Inclinado sobre un banco de madera, Mempo mira todo: las vías, el puente, los árboles, el pasto, los pájaros y sin que le pregunte nada, dice:

-Yo soy un lector de la puta madre, de eso no tengo ninguna duda.

-¿Está más orgulloso de las páginas que ha leído o de las que ha escrito?

-Con lo que escribí me cuesta más. Es muy difícil que uno haga la autoevaluación. Ahora, si tuviera que quedar en la memoria de algunos compatriotas, sí quisiera quedar como un escritor que no desmereció su época. Pero eso no lo podés saber.

Publicada en Eterna Cadencia, agosto 2014.

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