Nando Varela Pagliaro
Si algo queda claro luego de hablar con Marta Sanz es su
lucidez y su visión crítica de la cultura contemporánea. Farándula, su última novela (Premio Herralde 2015), es precisamente
eso: una crítica lúcida, que utiliza al mundo del teatro como telón de fondo,
para abordar sin miramientos cuestiones sociales, culturales y el modo de
afrontar la vida que tienen ciertos artistas. Previo a su visita a la Feria del
Libro, hablamos sobre el compromiso, el feminismo, el éxito y la importancia de
los premios con la escritora madrileña.
-El mundo de la
literatura y del teatro tienen muchos puntos en común. Sin embargo, a la hora
de escribir su nueva novela prefirió hacerlo sobre el mundo del teatro. ¿Con
qué tuvo que ver esa elección? ¿Qué le daba el mundo de los actores?
-Me daba a la vez distancia y proximidad. Me permitía hablar
de cultura desde un lugar que es el mío, pero no es absolutamente mío. Como
quien mira su casa a través de una ventana exterior. Me parece que ese sitio es
un sitio privilegiado para contar: con una pierna dentro y otra fuera. Por otro
lado, yo siempre he tenido un lado mitómano y cinéfilo que me hizo disfrutar
mucho construyendo los personajes de Farándula.
A eso se añade la breve experiencia biográfica de que mi madre fue actriz de
una compañía amateur cuando yo era una niña: yo la veía ensayar, moverse por la
casa, y sufría durante los estrenos por si se equivocaba. Esa empatía, casi
enfermiza, con el actor me vino muy bien para expresar uno de los temas
fundamentales de Farándula: el de la
necesidad de conservar los vínculos fuertes en el amor, la política y la
cultura frente a esos otros vínculos más débiles, propiciados por el cambio de
modelo de conocimiento y la virtualidad: por la idea de que lo interesante
siempre está sucediendo en otra parte. Privilegiamos lo ausente frente a lo presente.
En el tránsito de un modelo de construcción y recepción cultural que va de lo
analógico a lo digital posiblemente ganamos muchas cosas, pero también perdemos
otras a las que me parece que no deberíamos renunciar. La profesión de actor
también me servía para reflexionar sobre la existencia de distintas clases
sociales dentro de los oficios artísticos: hay actores y escritores que viven
como reyes en una loma de Beverly Hills despertando formas del resentimiento
que posiblemente son legítimas en un mundo en crisis; hay otros que casi se
identifican con el lumpen; y otros que pertenecemos a una borrosa clase media,
con altos y con bajos, una borrosa clase media, ausente del músculo
constitutivo de la sociedad, cada vez menos medular en el debate social y
político.
-¿Tuvo alguna
devolución de parte de actores que leyeron la novela?
-Tuve una recepción muy positiva por parte de críticos
teatrales y directores escénicos. No he sentido el rechazo de ningún actor,
entre otras cosas, porque creo que, por detrás de los filtros satíricos y de
los espejos valleinclanescos que deforman y exageran las personalidades
artísticas en Farándula, cualquier
lector se da cuenta de que el sentimiento que yo les profeso a los actores es
de admiración y respeto. Enormes. Lo mismo sucedió cuando utilicé la parresia
para hablar de mi madre en la novela autobiográfica, La lección de anatomía: mi madre fue lo suficientemente inteligente
como para percatarse de que, por detrás de mi percepción siempre subjetiva de
los fragmentos más oscuros de su personalidad, lo que prevalece es el amor: la
necesidad de construir una madre que llegue a los lectores como personaje de
carne y hueso, en su luz y su sombra, un personaje que se sintiese como
persona, “amable” -en el sentido literal del término- con todas sus
contradicciones. Amable como yo la amo.
- Farándula ganó la anteúltima edición del
premio Herralde. ¿Hasta qué punto los premios terminan legitimando una obra? En
su caso, ¿cómo influyó? ¿Se siente cómoda con el nuevo lugar que ocupa en
escena literaria?
-Los premios, las reseñas positivas, los estudios
académicos, las invitaciones a congresos, las presentaciones... Todo son
mecanismos de visibilización de proyectos literarios que solo se consideran
útiles en la medida en la que repercuten, no tanto en esa posteridad de una
escritura que se relaciona con su potencial cosmovisionario, sino en la
posibilidad de vender. Al final, en una sociedad de mercado, lo único que
legitima a quienes nos dedicamos a este oficio son las ventas. En ese contexto,
yo no me siento especialmente cómoda, porque, aunque soy absolutamente
consciente de que el proceso comunicativo de la literatura solo encuentra su
sentido último en la recepción, me parece que no deberíamos identificar
mimética y excluyentemente "recepción" con cantidad de libros
vendidos. La recepción de un texto no solo es un asunto cuantitativo, sino
también cualitativo. En este sentido, el premio Herralde para mí ha sido un
estímulo fundamental, porque considero que es cualitativamente muy relevante.
Jorge Herralde no es un lector ni un editor cualquiera. Su inteligencia, su
lucidez, su arrojo y su trabajo le han hecho ganarse un lugar de privilegio en
el campo de la literatura escrita en español.
-Entre otras cosas,
la novela trata sobre el desprestigio de la cultura, sobre la posibilidad de
que el arte pueda comprometerse. ¿Por qué cree que son tan pocos los referentes
de la cultura que se comprometen con las causas que verdaderamente importan?
Usted suele hablar de compromiso tolerado y compromiso no tolerado.
-Comprometerse desde la cultura estrecha el ancho de banda
de un público objetivo que se identifica con el "cliente". Hace poco
en España una actriz declaró que los actores nunca deberían hablar de política,
que los actores deberían hacer lo mismo que los futbolistas. A mí me parece que
lo imposible es no posicionarse: cuando tomas la palabra en el espacio público,
estás adoptando una posición en ese espacio. Eso es inevitablemente un gesto
ideológico. Un gesto que se imposta o que se adopta escribiendo literatura
política o rondando una comedia romántica aparentemente "blanca".
Nada hay menos blanco que una comedia romántica -me parece-. Respecto a lo del
compromiso tolerado y no tolerado, tengo la sensación de que si le metes el dedo
en el ojo a los mantras de la ideología dominante puedes tener problemas, pero
si desarrollas una especie de crítica humanista light te has ganado un lugar en
el cielo de los justos. Y de las buenas personas.
- En Farándula cita una frase de Orson Welles:
“Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”.
De algún modo, ¿muchos intelectuales no terminan traicionándose para salvar, no
sus piscinas, pero sí el mucho o poco espacio que han conseguido?
-Supongo que todo el mundo tiene derecho a salvar lo que
cree que se ha ganado con el fruto de sus esfuerzos siempre y cuando eso que ha
ganado no provenga de la explotación y de la violencia ejercida contra los
otros. Yo soy una mujer de izquierdas, pero no soy un monje franciscano. Y me
niego a aceptar el argumento de que las personas de izquierda para ejercer la
crítica deberíamos renunciar a nuestros bienes. Ese argumento es un modo de
precarizarnos, de neutralizar o imposibilitar la crítica, de taparnos la boca.
Yo tengo una casa, ni muy grande ni muy cara, pero por el hecho de tenerla no
voy a dejar de decir lo que me parece mal. No me avergüenzo. Por otro lado, la
palabra "traición" me parece gruesa y dogmática. Los pensamientos
pueden evolucionar legítimamente en función de las vivencias. La búsqueda de un
horizonte de coherencia y honestidad ha de ser público, pero también privado.
-Además del
desprestigio de la cultura, en su novela también hace una crítica de la
ideología de Silicon Valley, del tránsito de lo analógico a lo digital que está
modificando nuestro modo de pensar, nuestra visión del ser humano. En este
contexto, ¿para qué sirve la literatura?
-Espero que la literatura sea un espacio desde el que mirar,
entender, resistir, intervenir y transformar. El lugar para poner en conexión
el fuera con el dentro; el individuo con la comunidad, el yo en el
nosotros. Puede que en la práctica
literaria se conserve una forma de lenguaje lenta y con relieve que nos ayude a
no perder el sentido crítico. Que nos estimule a buscar por debajo de la falsa
sentimentalidad de las posverdades, que hoy es el concepto de moda, y que nos
ayude a entender que posiblemente la ideología dominante y la invisible son lo
mismo. Un ámbito para no perder la memoria y en el que se pueda conversar sin
sentirse encorsetado por la corrección política, la prisa, la necesidad
publicitaria de la actualidad y la idea interesada y terrible de que la
libertad de expresión es siempre un exabrupto.
- La novela plantea
que si se cree que la inteligencia es la capacidad de adaptación al medio, se
elimina la posibilidad de disentir. ¿Cree que estamos perdiendo el sentido
crítico?
-Creo que la resiliencia y el pensamiento positivo nos ponen
una sonrisa en los labios y que resulta muy, muy duro, bracear siempre contra
la corriente. Que a veces llega la fatiga y que no se puede culpar a nadie por
sentirse cansado y retirarse. A la vez, soy gramsciana: pesimista en el
pensamiento, pero optimista en la voluntad. Tal vez por eso sigo escribiendo
libros para contar, entre otras cosas, que cuando a un parado de más de
cincuenta años le dicen que la crisis es una oportunidad y que se haga
emprendedor, dicha sugerencia se parece mucho a una burla. Me inquieta que un
señor como Warren Buffett tuviese que decirnos a todos que la lucha de clases
existía y que, por supuesto, la iban ganando ellos.
- Se define como una
mujer de izquierda y feminista. A nadie se le ocurriría preguntarle a un
escritor si hace una literatura masculina. Sin embargo, no son pocas las
escritoras que deben responder si su literatura es femenina. ¿Por qué cree que
pasa eso?
-Seguramente porque seguimos viviendo en sociedades
patriarcales, pese a que a veces queramos vivir el espejismo de que no. A mí me
gusta mucho la idea de Adrienne Rich de las geografías de la escritura: yo
escribo desde mi condición de mujer española de clase media, blanca,
heterosexual, casada, con padres vivos, atea, de izquierdas... Todo ese magma
se proyecta en cada una de las ficciones que construyo porque todo ese magma
está en la base de mis preocupaciones: entre ellas la que convierte mi
diferencia como mujer en una desventaja. Seguimos viviendo en un patriarcado en
el que muchas mujeres, en la conquista de la igualdad, luchamos por emular
conductas patriarcales, competitivas, excluyentes. Yo creo que se trata de
intentar construir otra mirada, otra voz, otra manera de actuar en la vida
cotidiana, tomando conciencia de nuestras contradicciones y de todas las capas
culturales que nos conforman y que hacen que a menudo entremos en contradicción
con nosotras mismas y con nuestra idea de lo que es la libertad. Yo creo que la
libertad tiene que ver con la posibilidad de elegir y de cumplir nuestros
deseos, pero para ello debemos saber de dónde provienen nuestros deseos. Y, en
este sentido, tengo la sospecha de que dentro de mí, como mujer, en el ámbito
de la intimidad, aún no he conseguido desprenderme del prejuicio del sexo como
suciedad, culpa, pecado; de la tachadura del cuerpo a la que sometió a las
mujeres el nacionalcatolicismo franquista; de la idea vampírica, posesiva y
arrebatada del amor romántico; y junto a todo ello ahora se adhiere la capa de
las nuevas exigencias de un neoliberalismo que banaliza el sexo, lo
mercantiliza dentro de cada hogar y de cada comunidad, y me obliga a ser
sexualmente hiperactiva e incluso complaciente hasta justo el momento antes de
morir. El caso es que las mujeres siempre nos equivocamos y debemos
justificarnos por todo: por tener hijos, por no tenerlos, por escribir libros
con voces femeninas, por escribir libros, por trabajar, por no trabajar, por
cuidar a los ancianos o no cuidarlos, por contraer matrimonio o decidir no
hacerlo... Estamos en una posición de vulnerabilidad y somos víctimas de
violencias contemporáneas muy sofisticadas a las que se unen ciertas violencias
prehistóricas. Tenemos que reubicarnos en el espacio de la intimidad y limar
todas las desventajas en la sociedad civil: brechas salariales, violencia de
género, derecho a decidir sobre nuestro cuerpo...
- ¿También en el
mundo de la literatura, las mujeres siguen estando en desventaja?
-Claro, la literatura no es una burbuja al margen del entero
mundo.
-La escuché decir que
vivimos en un mundo corrupto y perverso y, si tienes cierto éxito, eso
significa que algo estás haciendo mal, que en algo te estás equivocando. ¿Cómo
se lleva con su propio éxito?
-Bueno, eso depende de lo que entiendas por
"éxito". Yo he ganado un premio que me ha permitido poder llegar a
muchísimos más lectores y poder culminar así la faceta comunicativa de la literatura.
En este momento, ocupo un sitio que para muchas otras personas sería
envidiable. Y yo me siento agradecida y honrada. Sin embargo, me parece que
todo esto es episódico. La novedad y la velocidad son exigencias del mercado, y
sé que es muy probable que, dentro de poco tiempo, casi nadie se acuerde de mis
libros. Por otro lado, para mí el éxito, más allá de la coherencia personal y
la honestidad y la posibilidad de hacer lo que a uno le gusta, también se
relaciona con la tranquilidad y el poder adquisitivo. Y yo no estoy nada
tranquila, no me he desclasado hacia arriba y mi poder adquisitivo deja mucho,
mucho que desear: los oficios culturales están precario -eso es un tema básico
en Farándula- y me auto-exploto más
que nunca. Como casi todo el mundo, tengo que hacer muchísimas cosas para
llegar a fin de mes. Por muchas de ellas no cobro nada y, aun así, sé que no
puedo decir que no.
- Por último, suele
decir que todos los libros que escribe salen de libros anteriores. Farándula surge de las ideas que se
recogen en el ensayo No tan incendiario
y de ese leitmotiv de Daniela Astor que es la relación entre la realidad y sus
representaciones. ¿El origen del próximo libro habrá que buscarlo en Fárandula? ¿Sobre qué está trabajando en
estos días?
-En estos días en España acaba de salir un nuevo libro. Esta
vez escribí sobre el cuerpo como centro de un dolor que puede ser físico o
psíquico, interno o externo. Es un texto humorístico e híbrido que más que una
historia de hipocondría es un relato de sobreexplotación; una indagación sobre
las raíces económicas y sociales del dolor, sobre el derecho a quejarse y sobre
cómo los textos se fracturan como consecuencia de la irrupción en ellos de lo
físico y lo real.
Publicada originalmente en la Revista Quid.
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