lunes, 23 de mayo de 2016

Todo lo que se pudre


Nando Varela Pagliaro

Bloodline
“Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. Esos versos de Fabián Casas me vinieron a la cabeza apenas terminé de ver la primera temporada de Bloodline. Producida y guionada por Glenn Kessler, Daniel Zelman y Todd Kessler – este último, uno de los guionistas de The Sopranos-, la serie original de Netflix muestra cómo las viejas cicatrices del pasado vuelven en forma de culpa o de venganza.
Los Rayburn son una familia, en apariencia exitosa, que desde hace cincuenta años administra un complejo turístico en los Cayos de Florida. Pero esta realidad de ensueño comienza a derrumbarse, cuando Danny (Ben Mendelson), la oveja negra del clan, decide volver para saldar cuentas con sus padres y sus tres hermanos.
Casi desde el comienzo, los Rayburn revelan que ocultan un secreto que podría destruir a la familia. “No somos gente mala, pero hicimos algo terrible”, confiesa John, el personaje interpretado por Kyle Chandler que funciona como  el antagonista de Danny y la voz en off que narra el relato. Mientras Danny es el hijo que nunca encontró el rumbo, el que sólo supo traerles problemas a sus padres; John es el hijo perfecto, el padre de familia y policía intachable. Claro, las cosas no siempre son como parecen y muchas veces para conocer a una persona hay que exponerla a una situación límite y ver cómo actúa.  
Además de Chandler y Mendelson, el resto del elenco -uno de los hallazgos de la serie- está formado por Linda Carrellini, la hermana conciliadora,  Norberto Leo Butz, el menor y el más impulsivo del clan. Mención aparte merecen los progenitores de esta saga familiar. Sissy Spacek, la madre de los Rayburn, se lució en películas como CarrieLa hija del minero por la cual ganó un Oscar a mejor actriz. Sam Shepard, el patriarca implacable, es una de las figuras más destacadas de la escena estadounidense. No sólo como actor, sino como guionista, escritor y músico. Entre otros, es autor de Crónicas de motel, un libro precioso que ha servido como punto de partida para escribir el guión de Paris, Texas, esa joya dirigida por Win Wenders.
Otro de los aciertos de Bloodline es el contraste entre la historia y el entorno: un pintoresco hotel en unas playas paradisíacas sirve de escenario para un relato tormentoso. A través de un constante cambio temporal, con idas y vueltas al pasado y al futuro, se ve cómo los cuatro hijos intentan hacer algo con lo que hicieron de ellos. Cada uno carga de la manera que puede con la culpa y el lugar que les tocó dentro de la familia. En pocas palabras,  Bloodline es una serie sobre cómo los padres y los hermanos te pueden arruinar la vida.
A los que les gustan los dramas familiares retratados desde un prisma psicológico, les recomiendo que no dejen de mirarla cuanto antes. Sobre todo, porque Netflix anunció  que el próximo 27 de mayo lanzará la segunda temporada. Habrá que ver si los guionistas pueden mantener el mismo nivel que consiguieron en la  primera. 

One hit wonder
No sé por qué, pero siempre que voy a ver a un grupo de rock me detengo más en los músicos que están a un costado de la escena que en el frontman de la banda. Me llaman más la atención los que no tienen las luces apuntándolos todo el tiempo, los que se olvidan del mundo y caminan por el escenario en una danza privada con su instrumento. Por eso, si me apurás, soy capaz de cambiarte cinco Mick Jaggers impecables, corriendo y saltando durante casi dos horas y media de show por un Keith Richards arrugado, de vincha y Telecaster. Con Café Tacuba me pasa lo mismo. Desde que empecé a escucharlos  reparé más en el tipo de borcegos  y lentes de armazón grueso que en el enérgico Rubén Albarrán. Resulta que ese tipo, Joselo Rangel, que es el guitarrista y autor de muchas de las canciones que ya son parte de la banda de sonido de nuestra vida, además escribe periodismo y literatura.
Desde hace ocho años tiene una columna en el diario mexicano Excélsior, donde semana a semana, cuenta historias que tienen que ver con su vida personal, los entretelones de las giras y sus múltiples consumos culturales. Desde Radiohead, y Babasónicos hasta Ballard y Philip K. Dick pueden ser algunos de los protagonistas de sus textos. Muchos de ellos fueron reunidos en Crocknicas de un tacubo, un libro que editó Gourmet Musical a mediados de 2014.
Ahora acaba de publicar One Hit Wonder (Ed. Almadía), su primer libro de ficción. Se trata de una antología de veinte cuentos que fue subiendo cada martes a su blog Textos mutantes, como una especie de taller literario expansivo que le sirvió para disciplinarse y ganar soltura.
En los relatos de Joselo nos encontramos con una banda que nunca está lista para tocar y otra que viaja en el tiempo; una escuela de rock en la que se cruzan,entre otros, Ozzy Osbourne y Paul McCartney con Cerati y Charly; con el primer artista indie de la historia y en ¡Y.A.! (Yokos Anónimas), tal vez su cuento más logrado, con un grupo de mujeres que metabolizan las experiencias de sus parejas músicos y quieren guiar el destino de sus bandas.
“Me di cuenta de que soy una Yoko cuando alguien me hizo ver que escogía al integrante del grupo con más jerarquía. Creía enamorarme de él, pero en realidad estaba buscando al que pudiera manejar más fácilmente y, de esa manera, manipular al resto del grupo y llevarlos al estrellato. No me interesaba un hombre en sí, lo que me interesaba era el juego de manipulación que se generaba”, confiesa una de las Yokos ante el resto de las novias que forman parte de la desopilante asociación. 
Si bien hay otro tipo de historias, con temáticas diversas, las que más se disfrutan son las que tienen al mundo de la música como telón de fondo. Es ahí donde más se luce su escritura, donde más se siente cómo el autor cuestiona a su entorno. En estos personajes, sin mucho esfuerzo, se puede ver al pibe que alguna vez soñó con ser estrella de rock y llenar estadios. Para terminar, One hit wonder es el libro de un rockero literario que nunca está en pose, que no escribe para la posteridad. Sus cuentos son simples y directos, como una canción de tres minutos.

Mecánica popular
Fui a ver la última de Alejandro  Agresti con ganas de reencontrarme con el cineasta lúcido de mirada sensible que irrumpió en la escena nacional con películas como  El amor es una mujer gorda o  El acto en cuestión.  Pero no pude, Mecánica popular me decepcionó desde los primeros minutos. El argumento es más que sencillo: Mario Zavadikner (Alejandro Awada), un editor a punto de pegarse el tiro del final,  recibe la visita inoportuna de una joven escritora (Marina Glezer) que lo amenaza con suicidarse si él no lee su manuscrito. A este encuentro imprevisto se suman el sereno de la editorial (Patricio Contreras) y la ex mujer de Zavadikner, un personaje fantasmal interpretado por Romina Ricci. A pesar de que hay algunos breves flashbacks, casi todo ocurre en tiempo real. Es solo una noche en la que el personaje de Awada intercambia sus opiniones y saca a relucir su resentimiento con el mundo. Entre los tópicos que desgrana no se olvida de las rencillas generacionales, del mercado editorial como fábrica de pensamientos vacíos, del snobismo intelectual, de la herencia de la dictadura y  del valor de la filosofía, la ficción y el psicoanálisis. Todos ellos tratados con una dosis demasiado alta de desencanto y plagados de lugares comunes. Recurre a referencias literarias y  frases célebres que lo único que hacen es remarcar un discurso que atrasa desde lo ideológico y lo formal. Así por ejemplo,  nos encontramos con frases como que  “las mujeres no debieran interesarse en el arte porque tener hijos es el arte mayor”. Esta caterva de diálogos desmedidos hace que todos los personajes se vean demasiado exagerados. Tal vez, lo único que le da cierto dinamismo a tanta incontinencia verbal y hace que la película sea tolerable, son los movimientos de cámara. Otro aspecto  para rescatar del director de Un mundo menos peor es su actitud de ir siempre un paso más adelante y jugársela a todo o nada. Me parece honesta su postura: Agresti quiere decir todo lo que piensa y eso es lo que hace. No le tiene miedo a las palabras. En tiempos en los que abundan las películas tipo naturaleza muerta, él vuelve a poner el guión en un primer plano y hablar de un tipo que en vez de comprarse un Mercedes Benz prefirió comprarse libros. Pero, al menos en esta oportunidad el resultado no logra convencer.

Publicada originalmente en La Agenda, mayo 2016

1 comentario:

  1. Ridícula crítica. Agresti denuncia el machismo con una frase de Anthony Burguess, (que para muchos y muchas, sigue representando cierta fase de la modernidad). Lo de las mujeres fue dicho por él, no por Agresti. Pero, los apurados caen en esa y muchas otras trampas del tan fascinante film. Mecánica Popular será valorada con el tiempo, por ahora, seguimos habitando una cultura de fetiches y análisis binarios como éste, dónde la profundidad no alcanza, donde los epítetos y saltar al falso altruismo desnaturaliza grandes momentos de reflexión.

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