miércoles, 12 de octubre de 2011

Mi fórmula secreta


En la televisión no hacían más que hablar de bombas y muertos. En todas las imágenes de los noticieros se veían aviones destrozando una ciudad. Los diarios cubrían sus portadas con fotos trágicas y titulares de fuerte impacto. Saddam Hussein, ese nombre difícil de pronunciar, estaba en boca de todos. Corría el verano del ’91 y la Guerra del Golfo mantenía en vilo al mundo entero. Yo tenía ocho años y mucho, mucho miedo. Estaba de vacaciones en Mar de Ajó con mi madre y mi hermano; mi papá sólo venía los fines de semana. “¿Y si tiran una bomba acá?”, solía preguntarle a mi madre. “No, hijo, eso es imposible. Nosotros no tenemos nada que ver con ese conflicto. Además, Mar de Ajó está muy lejos del Golfo”, me decía. “Sí que tenemos que ver, mamá, no me mientas. ¿No viste que el presidente mandó un montón de soldados para allá? ¿Mirá si ahora a ellos les agarra bronca con nosotros y empiezan a bombardear Mar de Ajó?”, le replicaba.
Lo cierto es que por las noches, antes de irnos a dormir, la obligaba a que cerrara todos los postigos y las ventanas de la casa. Después, sin que nadie me viera, agarraba mi almohada y me escondía debajo de la cama. Esa era mi fórmula secreta para despertarme a salvo y pasar otro día jugando en la playa.

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