jueves, 21 de enero de 2016

Entrevista a Ro Vitale: “El TOC me debe años de mi vida”


Nando Varela Pagliaro

Es noviembre de 2009 y Romina Vitale está en el escenario del Luna Park.  Andy Kusnetzoff, frente a cientos de personalidades del mundo del espectáculo, le entrega en sus manos el Premio Clarín Revelación en Música Popular Melódica. Unos meses atrás, su disco Étnica también había recibido el Premio Gardel al Mejor Álbum Nuevo Artista Pop. Romina soñó con esa noche durante mucho tiempo. Quizás desde que a los cuatro años cantó por primera vez en un escenario junto a su padre. Sin embargo, algo no estaba bien. Un pensamiento extraño hizo que se fuera casi expulsada del teatro y la noche del festejo terminó con un vestido hermoso y una estatuilla de Clarín tirada en la cama de su madre y viendo la transmisión por tele.

Unos meses después de la noche en el Luna, para Romina las tareas más comunes, como beber, dormir, comer, tocar, caminar o vestirse dejaron de ser naturales para transformarse en tareas imposibles. La calle y la gente significaban la posibilidad de enfrentarse con los peligros más atroces. Todo le daba miedo porque creía que estaba contaminado: las canillas, los picaportes, los sillones, las mesas, las sillas, el suelo, las alfombras, las cerraduras de las ventanas,  el microondas, la cafetera, los cajones y las alacenas. Lo que caía al piso sucumbía, con lo cual poco a poco fue perdiendo las almohadas, las mantas y, sobre todo, mucha ropa. Se salvaron de terminar en la basura solo una  bombacha, un corpiño, una remera de manga corta, un suéter, dos sacos y algunos pantalones. Fueron meses muy duros, en los que Romina dejó de abrazar, de besar, de mirar. Dejó de reír, de cobijar y ser cobijada. Dejó de juntarse con amigos para hablar y hacer música. Su casa era una especie de guarida, pero ni siquiera entre sus cuatro paredes se sentía segura. No se atrevía a abrir las ventanas por temor a que alguien entrara. Deseaba que el sol le rozara la cara, pero no podía levantar la vista y abrir la boca para sonreír por miedo a que alguien desde algún edificio le arrojara un líquido contaminante.  Llegó a defecar en la bañera para no tener contacto con el inodoro, al que veía lleno de sarro y manchas marrones. “Con el papel recogía el excremento y lo depositaba en bolsas de residuos que guardaba en mi habitación. No podía tirarlas porque tenía miedo de que el olor que emanaban proviniera de posibles cadáveres de personas o animales que por alguna razón estaban adentro de las bolsas”, recuerda Romina.

“La gente cree que soy una mujer muy potente. Potente y sexy. También cree que soy hermosa y brillante. Yo no miento, aun así, la gente cree”, escribió en uno de los primeros textos en los que a corazón abierto confesaba su lucha contra un trastorno indomable. En ese mismo texto de 2012, se presentaba así: “Mi nombre es Ro Vitale, soy cantante, compositora, arregladora y productora. Nunca pude vivir de mi profesión. Todavía la llamo a mamá para que me lleve a comer porque muchas veces no tengo plata para comprarme la comida o porque simplemente no puedo cocinar”.

Trastorno obsesivo- compulsivo (TOC)  severo, fue el diagnóstico del doctor Fernando García. A partir de entonces vinieron días y meses intensos de luchar contra una enfermedad compleja y dolorosa. Días de llegar a las sesiones con la ropa mojada, temblando de frío y desconfiando de todo. “A través de una serie de técnicas, Fernando me ayudó a comprender que las intrusiones (pensamientos obsesivos) son involuntarias y que las compulsiones se pueden moderar y limitar muchísimo”. Romina habla de su patología como una especialista. La prueba de esto es TOCada (Editorial Del Nuevo Extremo), una especie de diario íntimo muy conmovedor en el que registra su vida con la enfermedad. “Fue un paño para secar lágrimas o un argumento legítimo para derramarlas. Nunca lo  escribí pensando en que iba a ser publicado. Terminó siendo publicado de una manera totalmente orgánica. De hecho, todavía no caigo. El otro día estaba con una amiga en este bar, lo estábamos leyendo y en un momento salimos a fumar y dejamos nuestras cosas en la mesa. La miro preocupada y le digo: “No, no dejés el libro a ver si alguien lo ve”, me cuenta sentada en su silla del bar Las Cortaderas en el barrio de Las Cañitas. Digo “su silla”, porque antes de que empezáramos a hablar buscó esa silla entre todas las mesas del bar. “¿Cómo la reconocés? Para mí son todas iguales”, le digo. “No —me dice—esta es la única que tiene unos puntitos en el tapizado”.

Es que si bien Romina hoy recuperó prácticamente toda su funcionalidad, todavía le quedan secuelas de su TOC severo. “Aprendí a convivir con algunas compulsiones y no está bueno. Todavía cierro las canillas de la cocina con papel y no con la mano; tengo rutinas del modo de bañarme: tales partes se lavan primero y tales otras después; me baño con la bombacha.  Aunque ya estoy cerca de corregirlo, todavía lo sigo haciendo. No me saco la bombacha y agarro otra, me lavo siempre la misma bombacha. Antes tampoco me sacaba el corpiño, ahora eso pude corregirlo. No tomo medios públicos; ni loca me subo a un colectivo. Tomo remises y aunque siempre trato de que sean los mismos, igual no estoy cómoda. Lo interesante es que del mismo modo que han quedado estas compulsiones, gracias al tratamiento ya conozco el sistema por el cual, si quiero, puedo combatirlas. No es fácil, es una terapia muy dolorosa, pero te quedan las herramientas físicas y emocionales disponibles”.

La escucho hablar y le digo que no sabía que el TOC era una patología en la que se sufría tanto. Le confieso que suponía que era algo muchísimo más leve. “A la mayoría les pasa lo mismo —me dice—pero lo que no se sabe es que es una de las diez patologías más incapacitantes del mundo, incluyendo las físicas. Lamentablemente la mayor parte de la población la toma como un chiste, pero está muy lejos de serlo. Nadie que se ría contando que es “re TOC”, porque le gusta ponerse una remera roja o porque va a devolver un corpiño porque tiene tres manchitas,  tiene TOC. El mal uso del término viene por el lado de que como la gente tiene intrusiones, cree que tiene TOC. Entonces, juegan a llamar TOC a eso que tienen, que no les complica la vida en nada. Le dicen TOC solo porque es cool y divertido. Yo creo que cuanto más tratemos a la enfermedad como algo trivial, más estamos alejando de su tratamiento y su diagnóstico a las personas que realmente lo padecen”. 

Romina se lleva una mano a la cara, hace un silencio breve y sin que le pregunte nada, me mira a los ojos y me dice: “Me gustaría que el libro sirva para educar, para poner la temática un poco más en el tapete, para incentivar a más psicólogos para que se especialicen en la terapia cognitivo conductual, que les sirva a chicos o chicas que pueden estar atravesando lo mismo que pasé yo. Pero además de estos objetivos, tengo un objetivo más egoísta: a mí el TOC me debe años, guita, tiempo, amor. Perdí horas de mi vida haciendo compulsiones, horas evitando el placer, el bienestar; evitando un beso, un abrazo, un laburo y la posibilidad de avanzar en mi carrera”.

 Antes de despedirme, le pregunto si cree que aprendió algo bueno después de haber sufrido un TOC tan severo. Romina se pone aún más enfática que durante el resto de la charla y me explica:

“Nosotros siempre damos por sentada la salud, vamos por la vida caminando y damos por sentado que tenemos dos brazos, dos piernas; que vemos y que nos pasa la comida por la garganta. El día que no te pasa, te das cuenta de lo importante que es que la garganta esté abierta para que pase la comida. Lo que me dejó llegar al fondo del agujero del TOC es una especie de respeto mayor por la idea del bienestar. Ahora soy consciente de esas pequeñas y enormes cosas que solemos dar por sentadas. Hoy puedo tomar, ayer no podía. Hoy valoro más poder subirme a un escenario o terminar una canción. Viví tantos años achicada a lo más mínimo que cuando puedo desplegarme valoro mucho el despliegue. Esas son las cosas que más disfruto.

Publicada originalmente en la Revista Viva, enero 2016.

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