Nando
Varela Pagliaro
Es noviembre de 2009 y Romina Vitale está en el escenario
del Luna Park. Andy Kusnetzoff, frente a
cientos de personalidades del mundo del espectáculo, le entrega en sus manos el
Premio Clarín Revelación en Música Popular Melódica. Unos meses atrás, su disco
Étnica también había recibido el
Premio Gardel al Mejor Álbum Nuevo Artista Pop. Romina soñó con esa noche
durante mucho tiempo. Quizás desde que a los cuatro años cantó por primera vez
en un escenario junto a su padre. Sin embargo, algo no estaba bien. Un
pensamiento extraño hizo que se fuera casi expulsada del teatro y la noche del
festejo terminó con un vestido hermoso y una estatuilla de Clarín tirada en la
cama de su madre y viendo la transmisión por tele.
Unos meses después de la noche en el Luna, para Romina
las tareas más comunes, como beber, dormir, comer, tocar, caminar o vestirse
dejaron de ser naturales para transformarse en tareas imposibles. La calle y la
gente significaban la posibilidad de enfrentarse con los peligros más atroces.
Todo le daba miedo porque creía que estaba contaminado: las canillas, los
picaportes, los sillones, las mesas, las sillas, el suelo, las alfombras, las
cerraduras de las ventanas, el
microondas, la cafetera, los cajones y las alacenas. Lo que caía al piso
sucumbía, con lo cual poco a poco fue perdiendo las almohadas, las mantas y,
sobre todo, mucha ropa. Se salvaron de terminar en la basura solo una bombacha, un corpiño, una remera de manga
corta, un suéter, dos sacos y algunos pantalones. Fueron meses muy duros, en
los que Romina dejó de abrazar, de besar, de mirar. Dejó de reír, de cobijar y
ser cobijada. Dejó de juntarse con amigos para hablar y hacer música. Su casa
era una especie de guarida, pero ni siquiera entre sus cuatro paredes se sentía
segura. No se atrevía a abrir las ventanas por temor a que alguien entrara.
Deseaba que el sol le rozara la cara, pero no podía levantar la vista y abrir
la boca para sonreír por miedo a que alguien desde algún edificio le arrojara
un líquido contaminante. Llegó a defecar
en la bañera para no tener contacto con el inodoro, al que veía lleno de sarro
y manchas marrones. “Con el papel recogía el excremento y lo depositaba en
bolsas de residuos que guardaba en mi habitación. No podía tirarlas porque
tenía miedo de que el olor que emanaban proviniera de posibles cadáveres de
personas o animales que por alguna razón estaban adentro de las bolsas”,
recuerda Romina.
“La gente cree que soy una mujer muy potente. Potente y
sexy. También cree que soy hermosa y brillante. Yo no miento, aun así, la gente
cree”, escribió en uno de los primeros textos en los que a corazón abierto confesaba
su lucha contra un trastorno indomable. En ese mismo texto de 2012, se
presentaba así: “Mi nombre es Ro Vitale, soy cantante, compositora, arregladora
y productora. Nunca pude vivir de mi profesión. Todavía la llamo a mamá para
que me lleve a comer porque muchas veces no tengo plata para comprarme la
comida o porque simplemente no puedo cocinar”.
Trastorno obsesivo- compulsivo (TOC) severo, fue el diagnóstico del doctor
Fernando García. A partir de entonces vinieron días y meses intensos de luchar contra
una enfermedad compleja y dolorosa. Días de llegar a las sesiones con la ropa
mojada, temblando de frío y desconfiando de todo. “A través de una serie de
técnicas, Fernando me ayudó a comprender que las intrusiones (pensamientos obsesivos) son involuntarias
y que las compulsiones se pueden moderar y limitar muchísimo”. Romina habla de
su patología como una especialista. La prueba de esto es TOCada (Editorial Del Nuevo Extremo), una especie de diario íntimo
muy conmovedor en el que registra su vida con la enfermedad. “Fue un paño para
secar lágrimas o un argumento legítimo para derramarlas. Nunca lo escribí pensando en que iba a ser publicado.
Terminó siendo publicado de una manera totalmente orgánica. De hecho, todavía
no caigo. El otro día estaba con una amiga en este bar, lo estábamos leyendo y
en un momento salimos a fumar y dejamos nuestras cosas en la mesa. La miro
preocupada y le digo: “No, no dejés el libro a ver si alguien lo ve”, me cuenta
sentada en su silla del bar Las Cortaderas en el barrio de Las Cañitas. Digo
“su silla”, porque antes de que empezáramos a hablar buscó esa silla entre
todas las mesas del bar. “¿Cómo la reconocés? Para mí son todas iguales”, le
digo. “No —me dice—esta es la única que tiene unos puntitos en el tapizado”.
Es que si bien Romina hoy recuperó prácticamente toda su
funcionalidad, todavía le quedan secuelas de su TOC severo. “Aprendí a convivir
con algunas compulsiones y no está bueno. Todavía cierro las canillas de la
cocina con papel y no con la mano; tengo rutinas del modo de bañarme: tales
partes se lavan primero y tales otras después; me baño con la bombacha. Aunque ya estoy cerca de corregirlo, todavía
lo sigo haciendo. No me saco la bombacha y agarro otra, me lavo siempre la
misma bombacha. Antes tampoco me sacaba el corpiño, ahora eso pude corregirlo.
No tomo medios públicos; ni loca me subo a un colectivo. Tomo remises y aunque
siempre trato de que sean los mismos, igual no estoy cómoda. Lo interesante es
que del mismo modo que han quedado estas compulsiones, gracias al tratamiento
ya conozco el sistema por el cual, si quiero, puedo combatirlas. No es fácil,
es una terapia muy dolorosa, pero te quedan las herramientas físicas y
emocionales disponibles”.
La escucho hablar y le digo que no sabía que el TOC era
una patología en la que se sufría tanto. Le confieso que suponía que era algo
muchísimo más leve. “A la mayoría les pasa lo mismo —me dice—pero lo que no se
sabe es que es una de las diez patologías más incapacitantes del mundo,
incluyendo las físicas. Lamentablemente la mayor parte de la población la toma
como un chiste, pero está muy lejos de serlo. Nadie que se ría contando que es
“re TOC”, porque le gusta ponerse una remera roja o porque va a devolver un
corpiño porque tiene tres manchitas,
tiene TOC. El mal uso del término viene por el lado de que como la gente
tiene intrusiones, cree que tiene TOC. Entonces, juegan a llamar TOC a eso que
tienen, que no les complica la vida en nada. Le dicen TOC solo porque es cool y
divertido. Yo creo que cuanto más tratemos a la enfermedad como algo trivial,
más estamos alejando de su tratamiento y su diagnóstico a las personas que
realmente lo padecen”.
Romina se lleva una mano a la cara, hace un silencio
breve y sin que le pregunte nada, me mira a los ojos y me dice: “Me gustaría
que el libro sirva para educar, para poner la temática un poco más en el
tapete, para incentivar a más psicólogos para que se especialicen en la terapia
cognitivo conductual, que les sirva a chicos o chicas que pueden estar
atravesando lo mismo que pasé yo. Pero además de estos objetivos, tengo un
objetivo más egoísta: a mí el TOC me debe años, guita, tiempo, amor. Perdí
horas de mi vida haciendo compulsiones, horas evitando el placer, el bienestar;
evitando un beso, un abrazo, un laburo y la posibilidad de avanzar en mi
carrera”.
Antes de
despedirme, le pregunto si cree que aprendió algo bueno después de haber
sufrido un TOC tan severo. Romina se pone aún más enfática que durante el resto
de la charla y me explica:
“Nosotros siempre damos por sentada la salud, vamos por
la vida caminando y damos por sentado que tenemos dos brazos, dos piernas; que
vemos y que nos pasa la comida por la garganta. El día que no te pasa, te das
cuenta de lo importante que es que la garganta esté abierta para que pase la
comida. Lo que me dejó llegar al fondo del agujero del TOC es una especie de
respeto mayor por la idea del bienestar. Ahora soy consciente de esas pequeñas
y enormes cosas que solemos dar por sentadas. Hoy puedo tomar, ayer no podía.
Hoy valoro más poder subirme a un escenario o terminar una canción. Viví tantos
años achicada a lo más mínimo que cuando puedo desplegarme valoro mucho el
despliegue. Esas son las cosas que más disfruto.
Publicada originalmente en la Revista Viva, enero 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario