Nando Varela Pagliaro
Acaba
de publicar Imitación de la fábula,
una novela en la que Vito, un hombre agobiado por sus recuerdos, decide
abandonar su departamento en la ciudad y partir en ómnibus rumbo al sur. Ahí se
encuentra con una niña misteriosa que lo acompaña en su viaje a través del
bosque patagónico. Junto a ella, en el camino se irán cruzando con sucesivos
personajes que le resultarán tan familiares, como si alguna vez ya hubieran
sido parte de su vida, de su pasado, ese pasado que es la fuente inagotable de
la narrativa de Antonio Dal Masetto. Un mediodía de sol furioso, el autor de La tierra incomparable nos recibe en su
departamento austero en el barrio de Recoleta, dispuesto a hablar de su nuevo
libro.
“Yo trabajo desde el
desorden absoluto. Arranco por cualquier lado y en general no sé bien en qué
dirección voy. Sé que tengo una idea, que quiero decir algo, pero no tengo
necesariamente la historia. Empiezo tomando apuntes y a veces apilo tal
cantidad de papeles que después me da miedo porque no sé cómo ordenarlos. Luego
llega un momento en el que siento la necesidad de acomodar todo eso. Ahí es
cuando abro el baúl, empiezo a sacar los papelitos y defino en qué capítulo
puede ir cada cosa. Después de ese proceso, al final sólo queda lo necesario.
Una de las cosas que me impongo es tratar de ser lo más económico que pueda en
cuanto a la cantidad de material utilizado. Si puedo decir algo con diez
palabras porque voy a decirlo con veinte, mejor decirlo con diez”, cuenta Dal Masetto.
-¿Qué lo llevó a
elegir la fábula como formato para narrar esta historia?
Lo
que elegí es el título porque me pareció que era necesario para encasillar a
esta historia dentro de algo que le diera una entidad. La forma de desplazarse
de los personajes, más los personajes que aparecen, con las cosas que se
cuentan y cómo y desde dónde se las cuenta, tienen mucho de onírico y mucho de
fantástico, que bien puede encajar en un cuento de hadas o en una fábula como
es el caso. Al mismo tiempo, le digo fábula pero está muy anclada en la
realidad, que es lo que ocurre con muchas fábulas. De pronto son muy delirantes,
pero si uno las mira objetivamente, en el fondo están transmitiendo alguna
verdad.
-Suele decir que en sus libros siempre
entremezcla la historia propia con la general. En esta novela, lo
autobiográfico ¿deberíamos buscarlo en el personaje de Vito?
-Lo
autobiográfico está en plantearse de qué manera está plantado en el mundo Vito
y la verdad es que está plantado de una manera bastante desastrosa. Es un tipo
que deambula, que está encerrado en su casa y no hace nada. Es un tipo lleno de
dudas y de deudas. No sabemos cuáles deudas, pero evidentemente algo le debe al
mundo y lo va a buscar al sur. Tal vez sea un escape, tal vez sea algo que
añora de su propia juventud. De hecho aspira llegar a una cima en la que estuvo
cuando era joven. Luego, cuando ya está metido en el bosque fabulesco, se le
van apareciendo personajes que tienen que ver con su vida, con cosas que ama y
odia. Pero, si bien el eje de alguna manera es Vito, la voz cantante es la
aparición de esta chica de doce años.
-¿Qué simboliza ese
personaje?
-Ella
es la voz del mundo. Puede ser la conciencia
de Vito, o la voz que viene y le dice: “Este es el mundo, date cuenta.
Los problemas son otra cosa”. Y ella los cuenta de una manera incisiva o cruel,
pero porque la realidad es absolutamente cruel. Lo que cuenta ella, a través de
las historias de la ciudad dividida y de los castrados, no es más que un reflejo
de la realidad, de lo que está pasando. Simplemente está contado en unos
términos diferentes, ni siquiera peores. Esas dos voces, la de Vito y la de la
niña, marchan juntas, son las dos que atraviesan este bosque, que es el lugar
del misterio, el lugar en donde pasan las cosas, donde está lo oscuro y lo
oculto, pero también lo atractivo. La intención de la historia es tratar de que
esos dos caminos paralelos terminen juntándose y de alguna manera resuelvan
este largo viaje en algo. Nosotros, los humanos, cuando escapamos o buscamos
algo, siempre tratamos de ir hacia arriba, nunca hacia abajo. La cima es el
lugar del refugio, de la protección y es el lugar de una soledad aseguradora.
- Escribió la
trilogía de las novelas de Ágata porque tenía que saldar una deuda con su
pasado, ¿esta vez fue el mismo sentimiento el que lo llevó a escribir?
-Seguramente
todos tenemos deudas con esta realidad que nos circunda, con la historia que
nos tocó vivir, con estos años que pasaron en la Argentina y ni hablar con los
que pasaron en el mundo. Todo eso pesa y aunque uno no lo puede vivir como una
deuda porque uno no es el culpable, sin embargo siente la obligación de decir
algo. La deuda tal vez tenga que ver con al menos decir una palabra, aunque sea
sólo una; decirle algo a los hijos y a los nietos: “Este es el mundo en el que
vivimos, a ver si lo cambian”.
Dal
Masetto habla casi del mismo modo como escribe; usa un lenguaje seco, sin
adornos; es parco y preciso. Cuesta encontrar en su tono rastros de su Italia
natal, de Intra, el pueblo a orillas del lago Maggiore que dejó a los doce años
para venir a la Argentina. Llegó al país con la última oleada de inmigración
europea, después de la Segunda Guerra Mundial. En el barco lo acompañaban su
madre y su hermana de ocho años. Su padre se había adelantado unos años antes.
La primera imagen argentina del niño Dal Masetto fue el puerto y el tren en
Retiro. Antes de viajar no tenía mucha idea con qué se iba a encontrar. Todo lo
que imaginaba tenía que ver con los libros de aventura que leía, con los
hombres de a caballo que aparecían en las novelas de Salgari. La primera vez
que vio a un gaucho fue por la ventanilla del tren que lo llevaba a Salto, un
pueblo a doscientos kilómetros de la capital, en el que se radicó la familia.
Varias veces contó que no le resultó fácil adaptarse. Dejar lo suyo, su
infancia nadando, pescando y cazando para
llegar a otro lugar y enfrentarse con las burlas de otros pibes que lo cargaban
por el idioma y por la ropa que traía. “Yo
venía con unos pantaloncitos que parecían de una película de De Sica”, dice
Dal Masetto. El fútbol sirvió para integrarlo. Ahí no importaban las palabras,
el idioma del fútbol siempre es universal. Según cuenta, se defendía bastante
bien con la pelota y eso fue lo que más lo ayudó para que lo aceptaran. Sin
embargo, no le alcanzaba. Él quería aprender bien el idioma y para lograrlo fue
fundamental el descubrimiento de la biblioteca del pueblo en donde incorporó a
los autores que luego serían determinantes en su formación como escritor. En
Salto, en esa biblioteca, sólo estuvo
unos pocos años, al tiempo volvió a partir. Esta vez el destino fue la Capital.
Tenía diecisiete años cuando una noche dejó
su casa sin decirle nada a nadie. Prefirió tomarse el primer colectivo
de la mañana y largarse a una nueva ciudad, a una nueva inmigración. En sus
bolsillos, sólo llevaba plata suficiente
como para subsistir poco más de quince días, así que apenas llegó buscó una
pensión y a la mañana siguiente fue a comprar el diario para salir a buscar
trabajo. Hasta que se dedicó únicamente a la escritura trabajó como albañil,
heladero, empleado público, vendedor ambulante, pintor y carnicero. “Desde el punto de vista económico, vivía
malamente. Sobrevivía, tampoco me preocupaba demasiado por ganar dinero.
Trabajaba lo suficiente como para comer. Pero hubo un momento cerca de los
cuarenta años en que me dije: “A mí lo único que me interesa es escribir, por
lo tanto a partir de ahora lo único que voy a hacer es escribir, así me muera
de hambre. No voy a trabajar de ninguna otra cosa más”. Me planteé eso, me lo impuse y lo sostuve y claro,
también me morí de hambre. No te voy a negar que realmente hubo épocas en que
la pasé mal”, dice Dal Masetto sentado en un sillón de mimbre en el
escritorio donde pasa la mayor parte de su día. En esa habitación que da al
contrafrente, además del sillón de mimbre, hay un ventanal, una biblioteca, una
pared de la que cuelgan unos diez o doce cuadros pequeños: algunos con fotos de
su hija que vive en Mallorca y otros con las tapas de los libros de Salgari que
había leído en su infancia. Una de esas ilustraciones se la prestó a su amigo
Osvaldo Soriano para la tapa de Piratas,
fantasmas y dinosaurios. A un lado de la ventana está su computadora y por
encima una planchuela de corcho con un montón de papeles clavados con chinches.
Una frase me llama la atención, dice “Justificá tu día”. Cuando la veo, le
pregunto si la frase tiene que ver con el modo de entender su oficio, si lleva
una relación culposa con la literatura. Sin pensarlo demasiado, me responde: “Te iba a decir que tengo una relación
molesta, pero la verdad es que sí se parece más a una relación culposa. Si paso
una semana sin escribir ya me empiezo a sentir mal y pienso que no voy a poder
escribir nunca más. Además, si no me importara escribir más, todavía, pero al
estar tan metido en esto, ya forma parte de mi vida y es una exigencia
fundamental. Si no lo hago es como si se hubiera acabado algo muy importante.
Yo trató de cumplir con eso de justificar mi día. Me lo puse ahí para verlo
cada vez que me levanto. A la mañana lo primero que veo es ese cartelito. Así
que al final del día tengo que tener algo hecho. No siempre ocurre, pero la
intención al menos está. Esa presencia de exigencia que se instala en uno y es
la que te termina mandando, sigue en todo momento. Terminás una novela que te
llevó tres años y cuando ponés el punto final te dan ganas de tomarte unas
vacaciones, pero a la semana ya empieza otra vez el bichito. Hay algo que te
empieza a empujar de atrás y te dice “che, no estás haciendo nada”.
Su
relación con la literatura además de ser culposa es una relación en solitario.
No le gustan ni las mesas redondas, ni las
presentaciones, ni muchas otras cosas que tienen que ver con el mundo literario. “Tal vez sea un tipo muy tímido y me cueste
relacionarme con la gente. Un micrófono me causa terror. Si tengo que ir a un
lugar y agarrar un micrófono para hablar ante el público, ya me empiezo a
preocupar una semana antes. Alguna vez presenté una novela, pero no me parece
que sirva de mucho. Creo que van cuatro amigos a tomar unos vinos y se acabó.
No hay mucho más. Si uno tiene ganas de encontrarse con los amigos es bárbaro,
pero no en función del libro”.
-¿Y es mejor escribir así, estando al margen
de todo y de todos?
Eso
dependerá de cada de uno. Yo me siento más cómodo apartado. De vez en cuando,
veo a algunos escritores, pero para ser franco, el mundo literario en sí, no me
interesa. Esto no es una crítica, no me interesa a mí.
Junto
con Soriano, Briante y Castillo, Dal Masetto forma parte de una generación de
escritores que aprendieron el oficio escribiendo. Él cree que las universidades poco pueden
hacer si lo que uno quiere es ser escritor. En ese aspecto no tiene ninguna
asignatura pendiente en cuanto a su formación, dice que “la facultad te puede dar un orden de lecturas, de autores, pero a
escribir no te enseña la facultad, a escribir te enseña la calle, te enseña la
vida”.
-Alguna vez dijo que
cuando uno se enfrenta con un editor se enfrenta con un comerciante que publica
libros porque le da dinero. En su trabajo, ¿qué papel ocupa el editor en el
proceso de escritura?
En
el proceso de escritura, ninguno. Yo trabajo y no tengo ningún contacto con el
editor. Cuando el libro está terminado se lo doy. “Ahí está. Si le interesa,
publíquelo”. Si te referís al hecho de que el editor esté presente y te dé consejos,
eso no lo permitiría. Años atrás los editores todavía eran personas que amaban
los libros; habían fundado editoriales y las editoriales llevaban sus nombres y
las defendían desde lo literario, no desde lo económico y uno de sus propósitos
era descubrir escritores jóvenes y sostenerlos. A mí entender esa tarea se ha
perdido. Tal vez sólo la sigan haciendo las editoriales chicas, pero las
grandes que han copado el mercado tienen otra política. En general, los que
están al frente son ejecutivos y ven los números a fin de mes, igual que lo
hace el que maneja cualquier mercadería de supermercado.
Suele decirse que un escritor siempre escribe sobre dos o
tres ideas madre que lo persiguen toda la vida. En el caso de Dal Masetto, una
de esas ideas es la idea del viaje y otra podría ser la identidad. El hecho de sentirse a veces
argentino y otras italiano, una sensación extraña, como si perteneciera a un
tercer lugar ubicado a medio camino entre ambos. “Uno está ahí, oscilando, perdió algo. Algo que se pierde y nunca se
recupera”, revela Dal Masetto.
Su experiencia como inmigrante lo llevó a confesar que cada vez que se
moviliza lleva consigo la meta de conquistar ese nuevo territorio.
-Después de tantos
años en el país, ¿cree que se termina de conquistar el territorio o es casi
imposible?
Yo
creo que cuando lo dije me refería a sentirse integrante de ese lugar, no
sentirse extranjero. A sentir que uno está en su casa. Esa es una manera de
conquistar. Si bien en el comienzo me
manejé un poco a los ponchazos, una vez que vine a Buenos Aires, siempre me
relacioné con gente de acá. Sin embargo, algo debe haber pasado en mí, porque
yo varias veces me pregunté por qué nunca había escrito sobre Italia, sobre ese
hecho tan fundamental que fue el trasvasamiento. Porque Oscuramente fuerte es la vida sale en los noventa y hasta ahí yo ya
llevaba escritos una punta de libros. Y finalmente a la respuesta que llegué es
que lo que necesitaba era ser aceptado
como un tipo que escribía, que dijeran “este tipo es uno de los nuestros”.
Entonces, cuando vi que mis libros ya habían sido aceptados, me sentí con
derecho a decir lo mío.
-Si aquel pibe que
bajó del barco con sólo doce años se encontrara con este escritor que es hoy
usted, ¿Qué piensa que le diría?
Si
fuera bondadoso y contemplativo, le diría: “algo hiciste, no te preocupes
tanto”.
Publicada en el suplemento de cultura de Tiempo Aregentino, diciembre 2014.