Nando Varela Pagliaro
“Chabán
estaba muy contento con la idea del libro. Cuando empecé a ir visitarlo, él ya
estaba internado en el Santojanni haciendo quimioterapia porque tenía cáncer.
Nos juntamos durante varios días, comíamos algo y hablábamos un poco de cada
banda. Yo le tiraba un nombre y él me decía algo gracioso, un recuerdo o algo
del show. Después, cuando pasó a su casa, porque le dieron prisión domiciliaria
por la enfermedad, también iba a visitarlo ahí. Además de Cemento, hablábamos
mucho de literatura, de cine, de teatro. Aprendí mucho con él. Creo que armamos
una linda relación”, dice Nicolás Igarzábal en un bar en Palermo, muy cerca de
la redacción en la que trabaja. Como resultado de esos encuentros nació Cemento, el semillero del rock (Gourmet
Musical), un libro que incluye cientos de entrevistas, a partir de las cuales
se intenta reconstruir la historia de ese reducto que Omar Chabán y Katja Aleman
abrieron en 1985 y por el que desfilaron los grupos más importantes de los
últimos treinta años del rock argentino.
Entre
tantas otras cosas, Chabán le contó que Cemento estuvo a punto de llamarse
Malvinas, que antes era un viejo estacionamiento de 1500 metros cuadrados, que
para transformarlo en esa especie de templo rockero invirtió cerca de 300 mil
dólares y que la financista fue Katja Aleman, su mujer de ese entonces.
En
sus inicios, el emprendimiento de la excéntrica pareja funcionó como discoteca
con un espacio para el teatro under y la danza. Pero muy pronto el rock se
apropió del lugar.
Lo
más interesante del trabajo de Igarzábal, sin duda, son los testimonios de
músicos, periodistas y productores. Todos tienen una historia, una anécdota en
ese refugio que era una caja adentro de otra caja, en ese escenario inmenso, en
esos baños donde Mario Díaz, responsable de las vallas y el cacheo, cuando se
juntaba mucha gente pedía: “Chicos, rápido y sin sacudirla”, en esos camarines
que Iván Noble define como “horrorosos y míticos” y Vitico dice que “eran tan
asquerosos que había que subir una escalera y esconderse en un lugar para darse
un saque”.
“Las
historias que más me gustan son las más delirantes. Me acuerdo la de Francisco
Bochatón, el cantante de Peligrosos Gorriones. Él me contó que un día le pidió
a Raúl Villarreal, de vender él mismo las entradas en la puerta y nadie lo
reconoció”, dice Igarzábal. Es que para muchas de las bandas que hoy son
consideradas grandes, el boliche del
barrio de Constitución fue su semillero, su potrero antes de jugar en primera. Los
Redondos presentaron Gulp ahí ante
850 personas. “Todavía no estábamos a la altura de llenarlo”, confiesa Willy
Crook, saxofonista de la banda por esa época. Cuando Igarzábal le pregunta por
las instalaciones, Crook agrega: “Era un lugar áspero y no había dónde hablar,
dónde apoyarse; las chicas pasaban por la puerta y se quedaban sucias. No era
para ir a curtir, ningún romance era posible ahí”. Sin embargo, no son pocos
los que guardan otro tipo de imágenes en sus retinas. Fabián Prado, tecladista
de Memphis La Blusera, recuerda que: “Una noche estaba tocando y desde el
escenario vi una chica medio agachada y me desconcentré. Estaba abrazada a un
tipo, cruzándole el brazo, y había otro atrás cogiéndosela. Hasta que en un
momento [el tipo] miró para el costado y se dio cuenta de que había alguien
garchándose a su novia, ¡Se armó un quilombo infernal!”. Prado no es el único, Roberto Pettinato también tiene un recuerdo
parecido. Cuando Igarzábal le pregunta qué es lo primero que le viene a la
cabeza si se le dice Cemento, Pettinato responde: “el baño sin puertas y una
chica diciendo “por favor no me vayas a acabar adentro de la boca” y alguien
haciéndolo igual”.
“Las
anécdotas de camarines y las que tienen que ver con los comienzos de las bandas
también me encantan. Por ejemplo, la primera vez que Bersuit se puso pijama
para tocar fue en Cemento en el marco de un concurso para un programa de ATC
que conducía Tom Lupo “, repasa Igarzábal. “Ir a Cemento era ir al infierno. Yo
ahí le vi la cara a mucha gente y el corazón, vi quiénes eran muchos y también
ellos vieron quién era yo. Era un lugar sagrado donde teníamos nuestra propia
ley”, sentencia Gustavo Cordera desde las páginas del libro.
Según
escribe Igarzábal en “40 personas ahí en
el piso”, en el espacio de la calle Estados Unidos Divididos tuvo noches
memorables y otras para olvidar. Pasaron etapas de alta convocatoria, a tocar
para muy poco público. En uno de esos shows los vio Federico Gil Solá. “Había poca
gente, unas 40 personas. Se sentaban alrededor del escenario, en los costados,
como de campamento”, rememora Gil Solá, que luego estaría al frente de los
parches en Acariciando lo áspero y La era de la boludez.
“Las
Pelotas tocó durante trece de los veinte años que existió Cemento. Tenían que
esperar tanto entre la prueba de sonido y el show que se llevaban las paletas y
jugaban al ping pong en la mesa agujereada del camarín. Me contó Tomás
Sussmann, guitarrista de la banda, que una vez por inventiva de Chabán, su
mujer se pasó más de dos noches amasando para preparar las pastafrolas que
entregaron de regalo con las entradas, en uno de los shows aniversario”,
detalla Igarzábal refiriéndose a los otros ex Sumo.
La
de Las Pelotas no es la única. Los Piojos también tuvieron su experiencia
rockera gastronómica en Cemento. La Nochebuena de 1993 convocaron a su público
y prometían pan dulce y sidra para las primeras 500 personas, pero según
recuerda Piti Fernández, guitarrista del conjunto de Palomar, “Eran las tres y
no había nadie. Tocamos a las cuatro para 40 parientes”.
“Hay
bandas que no podían no estar en el libro, en los noventa: A.N.I.M.A.L, Fun
People, Los Brujos, Peligrosos Gorriones, Catupecu Machu, Flema, 2 Minutos, La
Renga, Viejas Locas y Caballeros de la Quema, explica Igarzábal.
La
década del dos mil sería complicada para el país y para Cemento. Sin embargo,
los años previos a la noche trágica en Cromañón y al cierre definitivo del
local, desplegaron su música bandas como: El Otro Yo, que incluso grabó un
disco en vivo; Carajo, que tomaron de Chabán la idea de tirar papel higiénico
al público en su canción “Sacate la mierda”;
los internacionales Queens of the Stone Age, que cortaron sólo 144
entradas; Miranda, con Ale Sergi a la cabeza. Créase o no, el cantante de voz
aguda confiesa que, como público del lugar, le encantaba hacer pogo en los
recitales de Divididos y Las Pelotas. Los dos mil en Cemento también fueron los
años del desembarco de las bandas uruguayas La Vela Puerca y No Te Va Gustar; los
años del despegue de Los Tipitos, Árbol y La Mancha de Rolando; de bandas más
combativas como Manos de Filippi o más punks como Cadena Perpetua; los años de
la cumbia villera, Damas Gratis tuvo su noche en Cemento junto a Fidel Nadal y
la propuesta despertó cierto enojo en los sectores más conservadores del rock.
No obstante Chabán brindó su apoyo al grupo de Pablo Lescano. “Cemento nunca se
cerró, los grupos marginados tuvieron su lugar aquí y así conformamos el rock
crítico. Agradezco que Damas Gratis realicen su recital acá así como lo hizo La
Mona Jiménez en su momento”, opinó el agitador cultural desde las páginas del
Suplemento Sí!.
La figura de Chabán
es controvertida como pocas. Aspiraba a ser un director teatral y terminó
convirtiéndose en una especie de padrino del rock under. Según cuenta en una
nota que le hizo el periodista Pablo Plotkin, hasta los 29 años vivió con la
plata que sacaba de la caja del bazar de su padre, Ezzeddin Chabán, nacido en
Siria y radicado en Villa Ballester. Luego de un viaje a Alemania, donde fue
con la idea de hacerse famoso, regresó a Buenos Aires a comienzos de los
ochenta, con la dictadura casi en retirada. A los treinta, para dejar de ser un
mantenido, abrió Café Epstein en sociedad con Sergio Aisenstein y Helmut Zieger
(“Eramos un árabe, un judío y un nazi”, decía como gracia). En ese legendario
local ubicado en Córdoba y Pueyrredón hicieron sus primeras apariciones grupos
como Sumo, Soda Stereo y Virus. Pocos años después inauguraría Cemento, su “obra cumbre”.
Como plantea
Igarzábal, nadie sabe quién es el dueño del Luna Park, de La Trastienda o de
Niceto. En cambio en Cemento, todo el
mundo sabía quién era Chabán. Y hasta la noche del 30 de diciembre de 2004,
Chabán era para los ojos de los medios y el público que frecuentaba recitales,
un personaje pintoresco, entre delirante y bizarro. Pero también muy
querible.
“El libro termina
reivindicando al Chabán de antes de Cromañón, el Chabán productor, el agitador
cultural, como dice en el prólogo el periodista Jose Bellas. Yo fui a su
funeral y estaba lleno de músicos y eso fue muy emocionante. Supongo que con el
tiempo se convertirá en un mito, en una leyenda”, cuenta Igarzábal. Lo cierto
es que en las 150 entrevistas que él realizó, los músicos en su gran mayoría
sólo tienen buenas palabras referidas a Chabán. “Rescato la honestidad de Omar
con la guita, una honestidad abrumante”, dice Juanse. “Chabán me cuidó más que
mi mamá y mi papá”, dice Mariano Martínez de Ataque 77. Como “una persona culta
e inteligente”, lo describe Walas de Masacre. “Omar siempre fue un hombre de
bien, que me sugería cosas positivas. Me decía: “Ricardo, ¿Por qué no estudiás
inglés? cuando en los primeros tiempos del metal salían grupos que cantaban en
inglés. Nunca pasó que te dijera: “Mirá qué lindo culo tiene ese pendeja, ¿por
qué no te hacés chupar la pija?”. Jamás”, narra Ricardo Iorio que frecuentó
Cemento primero con Hermética y luego con Almafuerte.
Omar Chabán murió el
17 de noviembre de 2014 en el Hospital Santojanni, donde estaba internado por
un linfoma de Hodgkin. Cuando le pregunto a Igarzábal cómo cree hubiera sido
recibido el libro con Chabán vivo, me responde:
“Yo casi lo tenía
terminado y un poco estaba compitiendo contra su muerte porque él varias veces
se había despedido de sus familiares y de nosotros, sus allegados. Nos llamaba
para que fuéramos al hospital a saludarlo, pero ya después no lo tomábamos en
serio. Me hubiera encantado que lo leyera. En el hospital le leía los
borradores. Habíamos hablado del título del libro y él quería un título con más
punch que hablara más de la ética de Cemento, pero nunca me propuso ninguno. Me
quedó esa bronca. Me
hubiera encantado que lo hubiera visto terminado”, dice con cierta tristeza.
A treinta años de su
inauguración, y Cromañón de por medio, hoy Cemento no existe más. En su lugar
hay un depósito del Ministerio de Educación porteño. Al terminar el libro de
Igarzábal, me pregunto ¿Cómo recordaremos esas paredes cuando pase más tiempo? ¿Quedará
en el habla popular esa frase “Yo los vi en Cemento” para sacar chapa de haber conocido un
fenómeno cuando todavía no era masivo?
Según
palabras del Indio Solari: “Más allá de lo que significó Cemento para Los
Redondos, ese templo de Omar fue el lugar donde todos los extraviados fuera de
los límites de las convenciones que gobernaban la cultura, encontraron la
atmósfera apropiada para descorchar sus bellezas. Bellezas áridas, oscuras,
cómicas y marginadas por una sensatez que un tiempo luego se dejaría alumbrar
por ellas”.
Publicada en Ni a palos (Suplemento joven de Tiempo Argentino), marzo 2015.