Nando Varela Pagliaro
“Todos mis cuentos tienen un
primer germen en algo que tiene que ver con lo autobiográfico, con una
experiencia que viví o vi de cerca ligada a una idea que aparece por el orden
de la tradición literaria, de la filosofía o del pensamiento científico”, dice
Guillermo Martínez, sentado a la mesa de un bar de Colegiales, el barrio en el
que vive. El autor de Crímenes
imperceptibles -novela que fue llevada al cine en Hollywood por Álex de la
Iglesia- se refiere a los cuentos de Una felicidad repulsiva, su último
libro. Fue publicado en 2013 por Editorial Planeta y en noviembre de 2014
resultó ganador de la primera edición del Premio Hispanoamericano de Cuento
Gabriel García Márquez, dotado de cien mil dólares. Los miembros del jurado, entre
los que se encontraban la española Cristina Fernández Cubas, el salvadoreño
Horacio Castellanos Moya, el mexicano Ignacio Padilla, el argentino Mempo
Giardinelli y el colombiano Antonio Caballero, eligieron a la obra de Martínez
por unanimidad y en el fallo destacaron “la unidad y solidez, la sutileza y el
equilibrio, como características de la prosa, así como el dominio vigoroso del
género. Este libro refleja, además, una mirada peculiar en la que el absurdo,
el horror, lo fantástico y lo extraño que arranca de lo cotidiano son tratados
con absoluta maestría".
Martínez, que además es Doctor
en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires y tiene un posgrado
en Oxford, ya había sido distinguido como cuentista en 1988 al ganar el Premio
del Fondo Nacional de las Artes por su libro Infierno grande. Pasaron veinticinco años y varias novelas entre
aquel volumen y Una felicidad repulsiva.
“Volver a escribir cuentos fue un
reencuentro feliz porque en el cuento uno puede saltar de registro en registro
y tener ciertas libertades. Eso sería mucho más difícil de hacer en una novela.
La novela fija bastante más el modo y el recorte del lenguaje”.
Se suele decir que los editores son reacios a publicar
libros de cuentos, ¿Por qué pasa eso en un país donde nuestros dos escritores
más importantes son cuentistas por excelencia?
Creo que sobre todo en Argentina
hay un nicho para el cuento y tiene que ver con la gran cantidad de gente que
empieza en su formación como cuentistas a partir de los talleres literarios. Lo
que faltan son las ideas para conquistar ese nicho. En España hay una editorial
que se llama “Página de espuma” que se dedica únicamente a publicar cuentos y
que sobrevive y muy bien con un catálogo extraordinario. Es decir, hay un
público, quizás no el más numeroso; pero hay un sector del público lector que
está dispuesto. Pienso que premios como el García Márquez, también le dan una
dignidad al género, se convierten en referentes, iluminan o van a iluminar a un
libro por año de toda Hispanoamérica. Lo que hay que hacer es encontrar esa
clase de iniciativas para volver a llevar al público lector a lo que es
uno de los modelos de la narración, que
todavía persiste y que tiene una cantidad enorme de posibilidades. El cuento es
potencialmente tan rico como la novela. No alcanzo a ver nada que exista en la
novela que no pueda estar contenido en un cuento lo suficientemente largo o
ambicioso. Es una cuestión de extensión la diferencia, pero ya el cuento lleva
en sí toda la riqueza de la literatura, como además lo ha probado Borges en esa
especie de encapsulamiento de la literatura que hacen sus cuentos.
En tus libros siempre evitás darles demasiado color
local a tus personajes; alguna vez dijiste que no hay que mencionar la cerveza
Quilmes para tener contacto con el país, ¿Creés que hay mucho de demagogia en
los nuevos narradores?
Esa es una tendencia mundial.
En Estados Unidos hay novelas que son prácticamente listas de marcas y de
referencias a lugares o canciones de moda. Esa no es mi manera de escribir,
pero hay toda una literatura que toca lo que yo llamo la tecla sociológica, que
aspira a construir algo así como un club de amigos. No es el tipo de literatura
que a mí más me interesa y eso tal vez tenga que ver con cierta preferencia mía
por la abstracción, con tratar de que los relatos estén encarnados, pero sólo
lo suficiente para que se deje ver también una idea genérica o universal por
detrás de ellos.
Todos tus personajes suelen tener un nivel intelectual
muy alto. ¿A qué se debe esa elección?
Yo diría que es casi una
reacción a algo que suele aparecer bastante en la literatura costumbrista que
es cierta fascinación por el buen salvaje. Puede ser la impostación del
barrabrava, la impostación del reviente suburbano, la impostación del
delincuente o del marginal. Esos mundos o submundos de violencia y sordidez
llaman mucho la atención sobre todo de los escritores de clase media que los
conocen de lejos y que de algún modo van de visita al zoológico. A mí no me
gusta ese toque de paternalismo que consiste en poner a hablar con esa especie
de jerga a esta clase de personajes y lograr el exotismo de la literatura a
partir de esas descripciones: me parece un recurso un poco fácil. Yo prefiero
que los personajes que intento tengan lo que yo llamo todos los grados de
libertad, que no estén limitados por aspectos educativos, que no sean demasiado
pobres ni por supuesto demasiado ricos porque hay cierta banalidad en la
riqueza excesiva, pero que tengan una educación y metas intelectuales porque al
tener todos esos atributos ganan en grado de libertad y por lo tanto tienen
mayor potencial expresivo en lo que pueden llegar a hacer narrativamente.
En Una felicidad
repulsiva escribís que “La felicidad es como el arco iris, no se ve nunca
sobre la casa propia, sino sólo sobre la ajena”, ¿Se puede ser feliz y escribir
o si uno es realmente feliz no tiene la necesidad de escribir?
Yo creo que hay una cantidad
de clichés románticos asociados con la literatura y no entiendo cómo en pleno
siglo XXI todavía se sostienen en muchos suplementos culturales. Por ejemplo,
cuando se habla de la infancia desgraciada de tal escritor, de la temporada en
prisión o la experiencia con drogas de tal otro. Cuando uno lee los suplementos
parece que están construidos no tanto sobre la literatura de cada autor, sino
sobre los costados exóticos de su vida; cuando en realidad, mirando la historia
de la literatura hay también tantos ejemplos de otros escritores que han sido
perfectamente felices, burgueses, aburridos y que han hecho una literatura
extraordinaria. Me parece que esa asociación entre vida privada tumultuosa y
literatura es una especie de rezago del peor de los romanticismos.
El narrador de Una
felicidad repulsiva habla de lo difícil que es enseñarles literatura a las
legiones de bestias de caras atontadas por la cerveza y deditos siempre
ocupados por el celular. Teniendo en cuenta ese contexto, ¿Cómo pensás tus
propios libros?
Uno no tiene que dejarse
llevar por lo que pasa a su alrededor en
la sociedad porque si no hay que meterse debajo de la cama. Uno hace lo que
puede y la sociedad hace lo que quiere. “No es necesario seguir al mundo, allí
donde el mundo va”. Los escritores pueden tener una mirada totalmente a
contracorriente, anacrónica o futurista, por fuera de lo que son las modas y
las tendencias. Cuando yo empecé a escribir, en los años noventa, escribí una
novela como Acerca de Roderer que
tenía mucho que ver con la tradición fáustica, con un tema intelectual que se
alejaba mucho de lo que hacían los escritores de mi generación en ese momento.
Uno no tiene porque acompañar a su generación. Por supuesto, me parece
fantástico que existan escritores que celebren su contemporaneidad, su
pertenencia generacional, pero no me parece obligatorio.
Hablando de nuevas tendencias en la narrativa argentina
dijiste que ahora la obra en sí ya no interesa, lo que interesa son los
procedimientos para crear la obra y que escribir mal es lo que está bien. ¿Por
qué decís eso?
Lo que pasa es que nosotros
tuvimos una tradición bastante exigente en lo literario. Entonces, seguir
adelante en las huellas de esa generación es algo difícil porque de algún modo
hay que ponerse a la altura de Borges y piense lo que uno piense también hay
que estar a la atura de las cargas filosóficas de los libros de Sábato. Además,
en la generación de los sesenta fueron todos excelentes narradores. Por el lado
de la literatura heredera de Faulkner y Hemingway, tenemos una cantidad de
escritores muy buenos como Piglia, Saer y Gandolfo. Cualquiera de esas dos tradiciones tuvo desarrollos
sofisticados; por lo tanto, seguir en esas líneas significa un gran esfuerzo
intelectual. Por eso creo que hubo una especie de escapatoria en los años
noventa que fue la celebración de una literatura más banal, que se ríe del
esfuerzo de ahondar en algo ya hecho y prefiere la mezcla. Como consecuencia,
la literatura que predominó es la literatura de circunstancias, la literatura
que ponía en duda el sentido y la trama. Esa fue la literatura que se aprobó
desde la crítica.
Decís que seguir con la tradición requiere un gran
esfuerzo intelectual. También asociaste la pereza con la deserción de los
escritores de los blogs a favor de Twitter ¿Realmente es así?
Yo vi toda esa eclosión que
hubo de los blogs, la blogósfera y esa especie de asalto a la Bastilla. Decían
que gracias a los blogs la literatura iba a circular de otra manera y al final
lo que vi es lo que pasa siempre: cuesta llevar el día a día de cualquier cosa.
Sea un blog o lavar los platos, hacerlo todos los días es difícil. Por eso,
¿cuánto duró? A los dos años la mayor parte de los blogs estaban cerrados y
apenas apareció Twitter descubrieron que era más fácil insultar al resto del
mundo en ciento cuarenta caracteres que escribir una página de un blog. Me
parece que en la medida que desaparecieron los blogs hubo una involución,
porque como herramienta me parecía que en teoría podían dar lugar a esa clase
de cambio, pero después en la práctica los seres humanos demostraron una vez
más cuánto pesa la cuestión de la pereza.
En uno de tus artículos te referís a un plus
ideológico que tienen las novelas que
eligen temas sociales, de género o
relacionados con la dictadura. Guillermo Saccomanno alguna vez habló de un
marketing del Holocausto, ¿a nivel literario se podría hablar de un marketing
de la dictadura?
No creo. Eso sería muy duro
para con aquellos autores que han escrito seriamente alrededor de ese tema. Lo
que sí me parece es que las novelas sobre la dictadura durante mucho tiempo
contaron con lo que yo llamo el plus ideológico, con algo así como una
aceptación garantizada con respecto a la elección del tema. A mí la dictadura me
dejó de interesar como tema porque me parece que ya fue demasiado transitado.
Yo escribí Infierno grande durante la
dictadura y después nunca más escribí sobre el tema porque de algún modo vi
venir esta ola en la que la dictadura aparecía casi como el tema de los que no
tenían tema.
Abelardo Castillo sostiene que no es necesario que el
pensamiento político del autor se refleje en su obra, ¿compartís su opinión?
Por supuesto, porque yo
además tuve militancia política entonces nunca tuve la necesidad de mostrarme
políticamente a través de mi obra. Además, nunca confié en el peso que pueda
tener en cualquier lucha política una obra literaria. Pensemos que una obra llega a una cantidad mínima de personas y en
tiempos muy diferentes. Me parece absurdo que un militante o alguien que esté
pensando en un país en un momento concreto se proponga militar a través de la
literatura. El lugar de la militancia tiene que estar por afuera. Eso no quita
que se pueda tomar como tema a la política. Justamente, a mí me gustaría que
hubiera más novelas políticas porque
parte de esta especie de dominio de cierta idea única de la crítica literaria
expulsa bastante a la novela política.
Durante la charla, nombraste varias veces la crítica.
Alguna vez dijiste que no ves una
crítica independiente, que todos los críticos que colaboran en medios
culturales tienen su obra escrita a la par y entonces compiten como juez y
parte del mundo literario. ¿Por qué pensás así? ¿Qué mejor que sean los
escritores los que hablen de libros?
Yo creo que lo que está
faltando en la crítica literaria es algo que hay en la crítica científica.
Cuando uno escribe un paper en ciencia, los referís del paper son los mejores
científicos en cada área, mientras que en literatura, cuando uno escribe una
novela, el referí es muchas veces un estudiante que apenas empieza a ejercer en
el periodismo y que muchas veces critica desde una posición de guerra o de
oposición.
- Además de críticos novatos, también hay críticos con
mucha experiencia y capacidad.
Sí, por supuesto, pero no veo
que haya en Argentina una escuela de críticos que se conformen con ser
solamente críticos. Los grandes críticos de acá también tienen toda una obra
literaria desarrollada y tienen sus posiciones, sus espacios de poder y sus
estéticas como escritores.
¿Y eso anularía el pensamiento crítico?
No es que lo anule porque ahí
también hay diferencias. Hay quien decide usar ese poder y quien no, tiene que
ver con una cuestión de ética personal. Pero la verdad es que yo he conocido de
cerca casos muy lamentables. Te digo más, acabo de escribir un pequeño artículo
porque empecé a ver otra vez lo que yo llamo la crítica sicaria. Desde algún
diario, el director de un suplemento cultural convoca al peor enemigo de tal o
cual escritor para que destruya a su novela. Esos fenómenos ocurren en la
literatura argentina.
En tu caso, ¿cambió
la relación con la crítica luego del éxito de Crímenes imperceptibles?
Totalmente, cometí el peor de
los pecados que puede cometer un hombre: un libro mío tuvo un poco de
éxito. Un poco de éxito ya es un pecado
en el mundo literario argentino. De todos modos, no me siento para nada una
víctima. Fue algo temporal porque inmediatamente aparece otro que se gana algún
premio o tiene éxito con un libro y pasa él a ser el nuevo enemigo. Forma parte
del modus operandi del mundo literario con sus pequeñas miserias y
resentimientos.
Publicada en el Suplemento de Cultura de Tiempo Argentino, 15 marzo de 2015.
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