viernes, 29 de agosto de 2014

Entrevista a Pedro Mairal: La literatura son los libros prohibidos


Por Nando Varela Pagliaro

“Sin darte cuenta de a poco te vas convirtiendo en un autor que tiene una información de solapa. Sos ese que está ahí, tenés una cara, un sexo, un nombre, un mínimo historial, unos títulos que publicaste y a veces te empezás a creer que sos eso”, señala Pedro Mairal.
Esa información a la que hace referencia, dice que Pedro Mairal nació en Buenos Aires en 1970, que con apenas 28 años recibió el Premio Clarín de Novela por Una noche con Sabrina Love, que luego fue llevada al cine por Alejandro Agresti; que además publicó las novelas El año del desierto y Salvatierra; un volumen de cuentos, Hoy temprano; dos libros de poesía, Tigre como los pájaros y Consumidor final; que ha sido traducido y editado en Francia, Italia, España, Portugal, Polonia y Alemania; que en 2007 fue incluido, por el jurado de Bogotá39, entre los mejores escritores jóvenes latinoamericanos; que en 2011 condujo el programa de televisión sobre libros Impreso en Argentina y que en 2013 publicó El equilibrio, una recopilación de sus columnas en el diario Perfil y  una novela en sonetos, El gran surubí, por la cual es uno de los nueve finalistas para el IV Premio Las Américas de Novela 2014.

-Muchas veces contaste que empezaste a leer de una manera más seria a partir de los 19 años, cuando fingías ir al CBC de Medicina y en realidad te quedabas leyendo en el bar de la Facultad, pero me imagino que tu relación con los libros viene de antes.

-El primer libro que leí de chico me acuerdo que se llamaba Mancha y gato y contaba la historia de un tipo, que en 1925 se fue a caballo desde Buenos Aires hasta Nueva York. En una época en la que la gente batía records de cruzar El Atlántico en avión por primera vez y cosas así, el tipo se fue a caballo hasta Nueva York. Ese fue el primer libro largo que leí. Después leí cosas como Bomba, el niño de la selva y algunos más, pero no era un niño muy lector, muy literato. A los 15 ó 16 me interesó el folclore y el Martín Fierro y ahí recién podría decir que hice una lectura más seria, pero a leer como empieza a leer un escritor, fue recién en la Facultad, cuando empecé a largar Medicina.

-Y esos primeros libros que empezaste a leer ya de otra manera en el bar de la Facultad, ¿te acordás cuáles fueron?

-Yo estaba largando, pero no me animaba a decirlo en mi casa. Entonces, simulaba que iba al CBC por miedo a desilusionar a mis viejos. Y ahí, en el bar de la Facultad, empecé a leer los cuentos de Cortázar. Me acuerdo que los leía viendo dónde está el truco, tratando de entender cómo hace Cortázar para hacerte pasar del lado A al lado B sin que te des cuenta, cómo es el pase de magia. Yo lo leía buscando eso, un poco como los chicos cuando rompen un juguete para ver cómo está hecho. Después, creo que ahí también leí cuentos de Borges, los del tomo verde de la Obra Completa. Como siempre fui muy vago, me gustaban y me siguen gustando los textos cortos. Los cuentitos de Borges, esos de una página, de una página y media, me rompían la cabeza. No me acuerdo qué más leí ahí, pero igual con eso ya tenía para rato. La poesía creo que vino más tarde, pero era un formato que no me asustó porque yo ya estaba acostumbrado a las letras de las canciones. No sé por qué, pero a la gente la pone incómoda lo que está escrito en columnas.  Si no es prosa no saben cómo encararlo. En esa época leí mucho a Neruda, los poemas de Los versos del capitán, poemas eróticos. Claro que hoy en día son como para niños, pero había un erotismo en la palabra. Escribía sobre la mujer y a mí que estaba en un período muy hormonal, me ayudó a ponerle palabras a todo.

-Una vez que largaste Medicina, empezaste Letras en El Salvador. ¿Cuánto hubo de decisión propia y cuánto hubo de mandato paterno en el hecho de “tener que estudiar algo”?

-Y la transacción en mi casa, como en muchas, era “estudiás o trabajás”. Cuando empecé a ver los laburos que había dije “mejor estudio”. Pero a la vez, tenía muchas ganas de estudiar Letras. No sabía bien qué era la carrera e igual me metí de cabeza. La verdad que es una carrera muy extraña y lo que hace es convertirte en un muy buen lector. Eso, tal vez si decanta, te ayuda a ser escritor, pero no te enseñan a escribir. Se me ocurre que es como estar loco y estudiar Psicología. Una cosa es estar loco y otra cosa es estudiar Psicología. Acá es lo mismo, una cosa es ser escritor y otra cosa es estudiar Letras. La carrera lo que hace es convertirte en un lector al que no se le escapa nada.

-¿Te forma más como crítico que como escritor?

-Sí, claro. De todos modos, esa formación termina decantando sobre tu escritura, pero por lo que leés. Vi mucha gente con una vocación literaria no muy fuerte a la que la carrera le quemó la vocación, porque en un momento se daban cuenta de que no eran Shakespeare ni Dostoievski y no escribían más. Tenías que tener una vocación muy fuerte para seguir escribiendo después de estudiar Letras. Tenés que sentir que vos tenés algo para decir, más allá de que ya se escribió todo. Supongo que con la música debe pasar lo mismo; podés ser un melómano y tener todas las melodías del mundo en la cabeza, pero a la hora de hacer una canción tiene que salir una cosa tuya. 

-Alguna vez te escuché decir que cuando completás la tarjeta de embarque preferís poner que sos docente, porque poeta te suena medio raro y si ponés escritor, seguro te paran ¿Por qué pensás que cuesta tanto considerarse escritor?

-Para mí el ser escritor es una vocación no una profesión. En el momento en que te empezás a profesionalizar mucho, se empieza a enfriar todo. Empezás a hacer unos libros en serie y ahí hay algo que se empieza a morir, se seca. Lo ideal para mí es que tu relación con tu oficio -la palabra oficio me gusta más que profesión-  sea vocacional. Vocación viene de voz, de llamado. Eso quiere decir vocación: tu llamado. Entonces, me gusta más pensarme como escritor, como un llamado al que yo respondo. Con esto no quiero decir que no trabaje, que no esté como un carpintero trabajando mis textos, sino que lo que no quiero es que se convierta en una cuestión como de oficina profesional en la que tengo un contrato para obedecer. No me interesa hacer libros como chorizos, me gusta que las cosas vengan y no controlarlas demasiado. A veces salen bien los libros y a veces no, pero no tiene que ser algo tan frío y burocrático.

-Tu amigo Hernán Casciari dice que los talleres literarios sirven para levantar minas y no para mucho más. Vos que estuviste de ambos lados, que fuiste alumno y ahora tenés tu propio taller, ¿cuánto pensás que pueden incidir en la formación de un escritor? ¿Se aprende a escribir en un taller?

-Primero depende del taller. Lo ideal es que el taller sea un lugar que te ayude a desarrollar tu propia voz. Cuando en el taller todos terminan escribiendo como el tallerista, me parece que eso no sirve. Si vos conseguís ir a un taller en el que tu planta puede crecer para el lado que tiene que crecer, entonces vale la pena. Además, por el hecho de ir al taller te sentís obligado semana a semana a llevar un texto y eso, cuando todavía no tenés una formación demasiado fuerte, cuesta. Sentarte a trabajar, con todas las distracciones que hay, siempre cuesta. Otra cosa que sirve mucho es lo que te dicen los demás, es muy importante aprender a escuchar. No tanto ir y poner tu texto y cruzarte de brazos para ver qué te dicen, sino escuchar a los demás para ver qué y cómo leen, cómo escriben sobre la misma época en la que vos estás. Las experiencias pueden ser las mismas, pero cómo lo contás es totalmente distinto. La literatura es qué palabras elegís para contar lo mismo. A mí al menos me viene muy bien leer a la gente de mi generación porque todo el tiempo estoy tratando de quitarme de encima a la literatura en el peor sentido de la palabra; para tratar de percibir la época. Yo quiero escribir para los argentinos de ahora, pero tratando de que esto también se entienda dentro de unos años.

-Con respecto a los concursos, vos que muy tempranamente ganaste el Premio Clarín, ¿cómo los ves como motivación para sentarse a escribir?

-Lo más probable es que uno mande algo a un concurso y no pase nada. Quiero decir, mandan como 800 personas y gana sólo uno, pero qué pasa con los otros 799. El concurso les sirvió porque les hizo ponerle un punto final al libro, corregirlo, emprolijarlo, imprimirlo y anillarlo. Una cantidad de cosas que muchas veces no suceden porque te distraés o no sabés qué hacer con eso y queda en un archivo en la computadora  que se pierde. En ese sentido te ayudan a emprolijarte y te dan una esperanza. Cuando son honestos, permiten que un libro, no un autor, tenga la chance de ser publicado y de ser leído. Cuando el concurso es transparente no premian al escritor, sino que premian a una obra. Voy a usar una metáfora horrenda: pero los libros en estos concursos son como si fueran espermatozoides y tienen que competir todos en igualdad de condiciones para ver cuál llega a la meta y termina ganando el texto más fuerte.

-A partir del Premio Clarín, casi siempre que se habla de vos, también se habla de tu edad. Muchas veces habrás leído que cuando te nombran suelen etiquetarte como “la joven promesa de la literatura” ¿Te molesta eso? ¿Hasta qué edad un escritor es joven?

-No sé, yo espero que me dure. Con respecto a lo de la joven promesa, yo siento que no le prometí nada a nadie. Es una cuestión de los otros. Vos nacés, escribís, seguís escribiendo, después te morís y los demás arman unas cuadrículas de generaciones en las que entrás o no entrás, pero no depende mucho de uno. A mí lo que me pasó en el 98 es que con 28 años llegué con una novela  y los escritores que eran conocidos en esa época eran más grandes que yo. Tenían al menos treinta y pico y yo quedé un poco como a la cola de esa generación. Pasaron varios años y de golpe se armó una generación de los escritores que nacieron a partir de los 70, y yo justo nací en ese año. Es como que cayó una compuerta y justo me cayó en la nuca, quedé del lado de adentro, miré, había escritoras hermosas y me dije “yo me quedo acá”. Además, había escritores amigos, algunos más chicos que yo y se armó un buen grupo. Empezamos a juntarnos para jugar al fútbol en la época de los blogs y eso ayudó a que se armara algo como una generación. Había un entramado hormonal, literario, de amistad, de camaradería, que es una palabra que me gusta,  que idealmente se forma solo. Te puede interesar o no, te puede influenciar o no, pero yo creo que viene bien lo generacional. Como dice Fabián Casas, “seamos como los músicos brasileros”, que se mezclan e influencian entre sí. Casas dice que la literatura es una creación colectiva y a mí eso como idea, me gusta mucho. Somos muy poquitos como para tener rivalidades o despreciarnos entre nosotros. Si te ponés a pensar, a la mayoría de la gente no le interesan los libros. Si nos quedamos en una isla desierta, ¿nos vamos a pelear?

-En tus textos muchas veces se remarca que hay cierto clasicismo que quizás no es común en escritores de tu generación, ¿eso lo tomás como una crítica o como un halago?

-Para mí es una descripción de cómo escribo. Por varias razones, tuve una formación muy clásica. A algunos escritores de mi generación lo que les pasó es que los que tendrían que haber sido sus padres literarios no estaban, quiero decir, los habían desaparecido o los habían silenciado. No estaban en las bibliotecas de las familias argentinas. Entonces, nos criamos literariamente con los que serían nuestros abuelos: Borges, Cortázar, Bioy. Eso hizo que me formara con una influencia contra la cual no tenía que pelear porque con los abuelos uno no tiene conflicto. Te iluminan con su inteligencia, pero no estás escribiendo en contra de ellos.  De ahí me viene un clasicismo con el que hay que tener un poco de cuidado porque es medio cómodo. Te empezás a recostar sobre la forma pensando que sólo con la forma alcanza. Ahí es donde yo sigo teniendo que pelear contra esa influencia con otras fuerzas. En mi caso, para eso me sirve leer a los de mi propia época. Todo escritor tiene primero la tradición y luego lo que quiere decir. Son dos fuerzas en tensión: la tradición literaria y tu propia época, tu forma de decir las cosas. Ambas funcionan como dos fuerzas. La resultante entre esas dos fuerzas es tu estilo, tu voz. Hay gente que se vuelca más hacia un costado más literario, con más peso hacia la tradición y hay gente que tiene un estilo que pareciera estar escribiendo por primera vez algo que nunca se hizo. Yo admito que tengo un costado clásico; a veces lo uso, pero otras me pesa. Por ejemplo, en los Pornosonetos uso una forma muy clásica del Siglo de Oro español, pero adentro detono algo que es actual, berreta y cotidiano. Ahí tenés bien claro lo de las dos fuerzas que hacen tensión y generan estos sonetos que son palabras sacándose chispas entre sí, que es lo que más me gusta de la literatura, cuando las palabras se frotan y generan textos vivos.

-Antes hablabas de los Blogs, ¿como pensás que influyen en tu literatura y en la literatura en general este tipo de plataformas que ahora ya no son tan nuevas?

-Esa es una pregunta que se va ir contestando sola, con el tiempo. Por ejemplo Casciari, que es como “el Papa y el papá de los blogs”, se dio cuenta muy bien cómo escribir para Internet. Si te fijás, él escribe con párrafos muy cortos y en el primero siempre tiene mucho enganche. Ahí él pone la opción “Leer más” o “Seguir leyendo”, como para que, si interesó, hagas click. Me parece que, en ese sentido, la escritura online lo que está empezando a hacer son textos cortos, de párrafos cortos e hiperlinkeados. Eso es muy extraño, un texto que te lleva a otro texto, sin que vos tengas que ir a buscarlo en la biblioteca. Me parece que también hay una ansiedad del lector y del autor que se traduce a la escritura online. Lo que se suele decir es que en Internet no se lee en profundidad, no se lee vertcialmente, sino de forma horizontal. La crítica dice que se va aplastando todo como un panqueque y eso también termina influyendo en las conversaciones. La gente no profundiza los temas. Si bien coincido con la crítica, no me parece tan malo. Son fuerzas que no se pueden evitar. Tenemos un déficit de atención cada vez más grande. Pasa en todos los ámbitos. En la música, por ejemplo, te bajás un tema, escuchás sólo el comienzo y enseguida pasás a otro. Lo que me inquieta es saber hasta dónde se pueda picar tan fino con este tipo de experiencias, porque al final todo va a terminar siendo un cotorreo de estímulos cada  vez más cortitos. Esos videos insoportables con muchos flash de imágenes,  hasta dónde pueden transformar tu día sin que te quede el cerebro hecho papilla. Nosotros, en un punto, somos una generación  bisagra, estamos rotando de lo analógico a lo digital; habría que ver cómo quedan los pobres chicos que ya nacieron con Internet. Por suerte, nosotros podemos desenchufar, bajar la ansiedad y volver al papel. Yo creo que hay que enseñarle a las nuevas generaciones a hacer eso, para que no sea un delirio. Yo veo que el cerebro me empieza a funcionar de una manera distinta cuando escribo online; estoy siempre chequeando datos en Google, en Wikipedia o miro un video. Mi cerebro está conectado con el gran cerebro de la Web.  Es muy distinto cuando escribo sin estar online con un cuadernito en un bar.

-Recién mencionaste a los Pornosonetos que firmás como Ramón Paz, ¿qué cosas te permiten hacer los seudónimos que tu propio nombre no?

-Los seudónimos me dan mucha libertad, me  permiten hacer lo que dice Whitman, “contengo multitudes”, puedo hacer cualquier cosa. Durante bastante tiempo, escribí como mujer sin decirle a nadie que era yo. Eso lo ponía en el blog El señor de abajo y firmaba como Adriana Battu.  La gente no sabía que era yo y tenía que mantener ese truco. En cierto modo era como estar travestido. Era gracioso porque tenía tipos que me escribían mails y me querían conocer y yo, como una histérica, no les contestaba. Mantener esa ilusión era un ejercicio literario muy bueno. En mi caso, los seudónimos y los blogs me permitieron explorar partes de mí que por ahí no hubieran aflorado. Después, cuando se pinchan los seudónimos y ya saben que sos vos, deja de tener sentido.

-En tu Blog, además de lo que escribís, también compartís muchas otras cosas que hacés como por ejemplo las esculturas en alambre, fotos y videos que editás. ¿Por qué a estas otras inquietudes  les atribuís la culpa de no dejarte escribir la novela que tendrías que estar escribiendo?

-Sí, hay un poco de eso. Tal vez tiene que ver con eso del superyó de la psicología. Mi superyó es escritor de novelas. Es verdad que a veces me siento culpable, pero qué voy a hacer, soy disperso, me voy para todos lados, soy expansivo y mi creatividad depende de eso. La vida es una sola y hay que reventarla. Lo que te permite la creatividad en muchas de las artes es vivir muchas vidas, incluso no sólo creando, sino leyendo. Cuando leés algo bien escrito, sentís que estás viviendo una vida paralela que alguien inventó.  La literatura y el cine te permiten sentir cómo es ser otro. Hay que patear el superyó para un costado y hacer lo que tenés ganas de hacer.

-Acabás de hablar del cine, hace poco escribiste el guión de La Ventana, la película de Sorín, ¿cuál es la diferencia a la hora de sentarte escribir para cine?

-En el cine tiene que ser todo visual. Tenés que pensar la historia casi como si fuera una película muda. Si la podés contar sólo con imágenes, mejor. No podés poner “el personaje está triste”, tenés que mostrar que está triste. No podés decir “era un tipo violento”, tenés que decir “entró dando un portazo y nos insultó a todos”.  No es que alguien se acuerda de la infancia, sino que por ahí encuentra un soldadito tirado, lo mira y se le viene la infancia encima.

-En alguna entrevista dijiste que la poesía era un fiesta nudista, mientras que la narrativa era una fiesta de disfraces, ¿por qué pensás que en la narrativa no te podés desnudar de la misma manera que en la poesía?

-Porque la poesía siempre se toma como si fuera mucho más autobiográfica y la exposición es más grande. En cambio, en la narrativa son más fáciles las máscaras. Por lo menos, a mí en la poesía se me ve todo, se me ve el alma.

-La última es una pregunta que suelo hacerle a muchos escritores, músicos, periodistas y sobre todo a muchos lectores. Si tuvieras que tratar de convencer a un chico para que empiece a leer, ¿qué le dirías?


- Le diría: “vos podés leer cualquier libro de esta biblioteca, pero estos que te pongo acá, no se leen” y ahí le pondría los buenos. Estoy seguro de que va a ir a hojearlos. Yo creo que el gesto de la literatura, el gesto de agarrar un libro y ponerlo delante de tus ojos es un gesto muy revolucionario porque implica cortar con todo. Vos estás con un libro y el resto no importa. La relación de un chico con un libro tiene que ser totalmente visceral. Los mandatos en la literatura no sirven para nada, sirve ir a buscar lo que no se puede leer, lo que te avergüenza que te interese. La literatura son los libros prohibidos. 

Publicada en Revista Quid, agosto 2014.

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