Nando Varela Pagliaro
En esta última
década, Maximiliano Tomas se ha transformado en uno de los principales
referentes de la crítica literaria en la Argentina. Desde el diario Perfil - en
sus inicios - o desde La Nación y la revista Quid - en la actualidad - viene
registrando sus lecturas y generando nuevas preguntas acerca del estado del
campo literario, la industria editorial y el periodismo cultural. Muchos de
esos artículos breves ahora aparecieron reunidos en ¿Qué leer?, Una guía de lectura para los amantes de los libros, publicado
en la colección Reservoir Books de Penguin.
En palabras de Juan Terranova: “¿Qué leer? es un libro de nombres propios, de apreciaciones y valoraciones. Leerlo,
discutirlo e interrogarlo será responsabilidad de los que hoy en la Argentina
se digan lectores”.
-En el prólogo del libro decís que pocas cosas te
interesan más que trabajar sobre el cuerpo de la literatura desde el lugar del
crítico. ¿Tuvo que ver con eso que hayas relegado tu propia literatura? En tu
caso, ¿no pueden convivir el crítico y el escritor?
-Sí: si bien no podría vivir sin
escribir, en algún momento, hace ya casi unos diez años, me di cuenta de dos
cosas de forma simultánea. Una, que ya no iba a ser un genio precoz, un
wunderkind a lo Rimbaud, o a lo Capote, y que si mi escritura no iba a cambiar
de alguna manera la historia de la literatura, mis escritos podían esperar. La
otra fue que siempre, pero siempre, disfrutaba más de la literatura de los
otros (de leer los libros de los demás) que de producir la propia. El viejo
leitmotiv del lector antes que el escritor. Pero en mi caso era cierto, y lo
sigue siendo. Y como me interesaba seguir leyendo literatura, y escribiendo, y
ganándome la vida con el fruto de esas tareas, encontré en la crítica literaria
la síntesis de todos mis intereses. Con un detalle, claro: tenía que empezar a
formarme teóricamente. En eso sigo.
-Alguna vez lo entrevisté a Guillermo Martínez y él me
decía que no ve una crítica independiente, que todos los críticos que colaboran
en medios culturales tienen su obra escrita a la par y entonces compiten como
juez y parte del mundo literario. ¿Estás de acuerdo con esa postura? ¿Se pierde
“objetividad”, por ser crítico y escritor a la vez?
-El planteo es tan viejo, tan
obvio, tan banal y tan interesado que no sé si sigue valiendo la pena
discutirlo. Desde siempre los escritores hicieron crítica o ensayo literario.
La historia de la literatura está plagada de ejemplos. ¿Hace falta repetir los
nombres, una vez más, de Kafka, Borges, Sartre, Nabokov, Sontag, Piglia, Saer?
Por otro lado no hace falta ser escritor, ni siquiera un gran escritor, para
tener intereses más o menos espurios: en la literatura, como en tantos otros
oficios y disciplinas, el prestigio se obtiene con obra pública y también con
obra impública. En ese sentido, por ejemplo, el “Borges” de Bioy Casares es un
manual de la rosca literaria. Después, hay críticos enormes, fundamentales, que
nunca escribieron ficción, lo que también invalida ese planteo: Benjamin,
Barthes, Adorno, Eagleton, Sarlo y siguen las firmas.
-En El amor en
tiempos del kirchnerismo decís que “la literatura, a pesar de estar por
encima del nivel del cine local, le importa a muy pocas personas, ¿por qué
pensás que es tan difícil que el público masivo se acerque a los autores
locales como sí se acerca a ver las películas de Trapero o de Szifron?
-Si lo supiera con certeza,
probablemente estaría retirado y viviendo en el barrio del Poblenou, en
Barcelona, a cuatro cuadras del mar. Pero hablando en serio, no hay manera de
comparar la dedicación, el tiempo, la voluntad, la concentración y el deseo que
hacen falta para abordar una verdadera obra literaria, cuando con apenas una de
estas cosas, o con ninguna, uno puede comprar una entrada al cine, sentarse,
comer pochoclo, salir de ahí y comentar con amigos los entretelones de la
película delante de una pizza de Güerrin. Hay momentos para cada cosa. Y leer y
ver una película son dos experiencias distintas. Desde que nació, el cine, que
es una industria mayormente rentable y de capitales globales, goza de otras
maneras de publicitar y comercializar sus productos. Siempre fue más popular
que la literatura. Al menos que la literatura que me interesa, que no es la del
mero entretenimiento. Los libros que yo leo son comparables con las películas
de Llinás, o con las obras de teatro de Mendilaharzu o Spregelburd, y la
cantidad de gente que los lee suele ser, también, muy parecida a la que ve sus
obras y películas. El argumento de la cantidad no solo es fascista sino que
tembién es mentiroso. Spregelburd y Llinás son tal vez dos de los genios del
cine y el teatro argentino de hoy. Y Florencia Bonelli no escribe mejor que
Federico Falco porque vende cien mil veces más ejemplares.
-En este contexto, ¿qué lugar ocupa un crítico
literario?
-El lugar incómodo, marginal,
anacrónico, casi te diría que hasta muchas veces inútil del tipo que se dedica
a pensar sobre la producción literaria contemporánea y trata de imponer sus gustos y sus
preferencias estéticas al público lector, a través de argumentaciones sólidas,
convincentes, inteligentes y cultas. Eso, en el mejor de los casos. A mí, en
medio del caos de la industria editorial, del barro infecto de las redes
sociales, de la estupidez extendida y beligerante de la sociedad contemporánea,
me sigue pareciendo una tarea necesaria y apasionante. Claro, no son muchos los
que piensan como yo.
-Durante varios años estuviste al frente del
suplemento de cultura de Perfil. Hoy, ¿cuál es tu relación con los distintos
suplementos? ¿Qué aciertos y qué falencias ves?
-No me hagas hablar mal de
colegas, ya lo hice en su momento, cuando estaba al frente del suplemento de
Perfil, y todavía me lo están cobrando. Por lo demás, al parecer, por la
atención que les prestan y la importancia que les dan (cada vez menos páginas,
cada vez peor hechos) los dueños de medios a estos espacios, cualquiera diría
que tienen los días contados. Eso sería un error, por supuesto. Pero una vez
más, los dueños de los medios no suelen pensar como yo. No hay más que seguir
algunas páginas web extranjeras (Paris Review, New Yorker, Jot Down, tantas
otras) para entender que se pueden editar publicaciones culturales hoy de un
alto nivel, elegantes e influyentes, y con costos relativamente bajos.
-¿Hay algo que extrañes de tu época como editor de
Perfil?
-Siempre me gustó el clima de las
redacciones. Pero trabajé en ellas todos los días durante casi veinte años. No
me vino nada mal este último tiempo de soledad, silencio y retiro. Fue como una
desintoxicación. Ahora ya puedo recibir nuevas dosis de sociabilidad. Además,
me escribo habitualmente con los pocos periodistas valiosos que quedan en los
grandes medios, o los veo en la calle, en bares, en reuniones, en cumpleaños.
- Me llama la atención que estés completamente afuera
de las redes sociales, ¿no creés que hoy la crítica, la conversación literaria
circula más por Twitter que por los suplementos culturales?
-No. ¿Y acaso no es evidente que
no es así? ¿Hace falta que diga por qué? Cuando no se convierte en una marea de
insultos y ataques cobardes, muchas veces ni siquiera ocurrentes o graciosos,
Facebook es el reino de los gatitos y los bebés, Twitter un espacio para hacer
operaciones berretas y lamerse las heridas mutuamente e Instagram el pornosoft
aceptado socialmente, las fotos de pies en la playa o el registro de la
milanesa con papas que estoy por comerme. A mí que me perdonen, pero bastante
tengo con mis múltiples trabajos, con la crianza de mis hijas, con atender el
teléfono, contestar el mail y el Whatsapp, y sobre todo con las deudas de mi
biblioteca, a mis casi 40 años, como para perder más tiempo aún.
Publicada originalmente en Revista Polvo, noviembre 2015.
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