viernes, 17 de julio de 2015

Entrevista a Damián Huergo: “Los escritores marginales de hace treinta años hoy le ponen nombre a museos y a centros culturales”



 Nando Varela Pagliaro

Damián Huergo nació y se crió en Longchamps, donde “un par de botines cotizaba más que una biblioteca”, según  escribió alguna vez en El Ñoqui, un relato suyo que pertenece a un subgénero extraño que llamó “literatura de cuñados”. Además de escritor, Damián es sociólogo y colabora en los suplementos Ni a palos y Radar de Página 12. Publicó el libro de cuentos Ida (2012) y acaba de editar Un Verano, su primera nouvelle. “Un verano empezó a escribirse a partir de dos escenas. Una la escuché en el tren, una frase suelta que una madre joven le dijo a su hija. La otra la armé con mis demonios. No las voy a contar para no meter spoiler, como dicen ahora las abuelas. Luego las escenas se fueron mezclando y marcaron el tono y la estructura de lo que creció alrededor”.

-Un verano transcurre en una ciudad balnearia, que uno imagina muy parecida a Villa Gesell. Sin embargo, a lo largo del libro nunca se nombra el lugar, ¿a qué se debe esa elección?

-Empecé a pensar en Un verano como una especie de opuesto a Ida, mi primer libro de cuentos. Ida narra un viaje desde la periferia del conurbano al centro de la ciudad. Es un libro claramente territorial que demarca un paisaje, una cosmovisión del mundo construida desde la periferia y, sobre todo, desde el tránsito. Cuando lo terminé quería alejarme de ese territorio, romper la etiqueta "literatura del conurbano". Sin embargo, al igual que William Goyen, pienso que uno siempre escribe desde un territorio, al menos así es como me atraviesa la escritura (no la lectura: me considero un lector todoterreno). Por eso pensé en ubicar la historia en un pueblo costero, en uno sin nombre para que el lector lo haga suyo y lo cargue de sentidos. Al tratarse de una nouvelle sobre la adolescencia, me interesó centrarla en uno de esos sitios donde se comprimen intensidades, donde hay ciertas libertades propias del anonimato que nos empujan a ir por más; por más -incluso- de lo que pensamos de nosotros mismos. Ese pueblo costero es tierra firme pero movediza para Mauro, el protagonista. Además, el verano se asimila -en parte- a la adolescencia como periodo en la vida de un sujeto: es significativo, contiene mutaciones; fabrica recuerdos, dolores emocionales, alegrías desconocidas, todo en poco tiempo. Un verano remite a un periodo corto; por eso el título, una especie de contrato con el lector: te voy a contar lo que pasó en estos meses, una rajadura en la vida de este pibe, nada más ni nada menos.

-Fabián Casas, que sí necesita anclar su literatura en el barrio de Boedo, dice que la infancia es la etapa en la que uno carga combustible. De la calidad de ese combustible depende el tipo de persona que vas a ser cuando las papas quemen. Si bien Un verano es más una nouvelle sobre la adolescencia, en tu caso, ¿qué significa la infancia para tu escritura?

-Escribir sobre la infancia o la adolescencia no es poner el ojo en el pasado. Como dice un amigo, no deja de ser una pregunta actual. Es preguntarse sobre las transformaciones que surfeamos en el aquí y ahora, sobre los pasajes entre distintos estados, sobre las mutaciones de un joven que está dejando de serlo y busca esquivarle -junto a otros- a una adultez agilada. La infancia no deja de ser una referencia próxima, un lugar donde clavamos el compás para que nos ayude a entender alguna capa de lo que somos y de lo que hacemos con lo que nos rodea. Es habitual creer que el origen está en la infancia porque desde ahí proyectamos el inicio de algo. Sin embargo, cada vez estoy más convencido que el origen es ese lugar donde alguna vez fuimos felices, y en muchos casos la infancia lo es, por eso su valor y su reiteración en la literatura de muchos escritores.

-“Un pibe que conoce a Los Beatles por haber escuchado primero a Oasis te aseguro que no lo enderezás más”, le dice Roberto, este ex combatiente de Malvinas que se queja de las nuevas generaciones, a Mauro, el protagonista de la nouvelle. En la literatura, ¿creés que pasa lo mismo con los clásicos y los grandes autores?

-Roberto no es sólo un personaje que reniega de lo contemporáneo, en todo caso sí lo es en un sentido literal, pero considero que tanto para Mauro como para la novela es mucho más que eso. Roberto es un excombatiente grotesco, con una masculinidad moderna (de la vieja modernidad), que no se victimiza, un tipo que contrapone al mundo nuevo con el mundo viejo, al analógico contra el digital, un romántico derrotado, un orillero de la historia, un excombatiente que no se parece a los excombatientes disciplinados que van a los colegios, sino que podría hasta no serlo, hasta ser uno de esos uniformados truchos que buscan una jubilación. Roberto está más cercano a un clochard, a un lumpen, que a un héroe de estampilla. Su queja sobreactuada sobre la actualidad, que roza la autoparodia, es la estela de un espectro, la representación de un fantasma anacrónico que sobrevuela nuestros días. Desde ese lugar enuncia Roberto. Me cuesta pensar en una sentencia similar en la literatura. El lugar de lo clásico es movedizo. Los escritores marginales de hace treinta años hoy le ponen nombre a museos y a centros culturales. A la vez, hay algunos compañeros de ruta que me interesa leer más que a muchos de esos “grandes autores”; así como también hay varios escritores canonizados y carbonizados a los que siempre vuelvo, sobre todo cuando el palabrerío de algunos de mis contemporáneos empieza a fetichizar los signos de la época o a jactarse de que hablan en nombre de ella.  

-Otra de las cosas que le dice Roberto a Mauro es que “en algunas historias, distinguir entre ficción y realidad es jugar a un juego que no tiene premio”. En Un verano, ¿Qué lugar ocupa la ficción y qué lugar lo autobiográfico?

-Un verano es una novela de ficción en estado puro, lo cual no significa que no incluya el universo que uno habita. La relación de ciertos temas a priori es involuntaria. Uno escribe y luego se va conociendo y reconociendo en lo que escribe. Sí, lo que me sucede, es que veo en la novela un universo propio, un universo que me inquieta, que siento mío, que está ahí. Sea en el orden de lo ideológico, lo económico, lo político y/o lo cultural. Encuentro en esta nouvelle un montón de aspectos de mi cotidianidad: el vínculo a través del fútbol; la sexualidad al palo; los muros de clase; la vida pantallística y la escuela como grandes formadores-mediadores; la voluntad de asociarse con otros, de romper el cerco solitario; la guita -ganada, perdida- como variable constante de las conductas. Luego, como me dijiste en otra charla, está la búsqueda de una escritura genuina, de una prosa que intensifique la experiencia y empuje a borrar las coordenadas que delimitan la ficción y lo real. 

-En alguna entrevista dijiste que “uno -salvo que sea Nabokov- siempre escribe para otros. Ignorar las condiciones y hábitos de recepción de los nuevos lectores sería romper la estructura básica de la comunicación”. En Un verano, ¿cómo imaginaste a ese lector? ¿Más parecido al pibe futbolero que fuiste o al escritor que sos hoy?

-Una de las satisfacciones que me está dando el pronto recorrido de la novela es que está encontrando todo tipo de lectores. Desde algunos más sofisticados que me nombran las huellas de Le Clezio y Erri De Luca, críticos que alumbran zonas de las que no fui consciente ni en lecturas posteriores, hasta otro tipo de lector que no suele leer literatura y se “enganchó” por el ritmo y la historia, como me dijeron. Por eso pienso en los lectores en general, no en modelos de lectores específicos. Al fin y al cabo, lo que más me interesa de escribir (y publicar) es encontrarme con afinidades electivas, acompañar al libro para que se cruce y se potencie con desconocidos absolutos.

-También dijiste que Juan Bautista Duizeide es una de tus influencias “por la versatilidad de su obra a destiempo de las corrientes de moda, y por la sinceridad y honestidad con que asume la derrota de hacer literatura”, ¿Ser escritor ya de por sí es asumir una derrota?

-De Juan Bautista siempre admiré su ética clandestina, su indiferencia a la guerra por la atención -como la llama Agustín Valle- propia de nuestra época. Es de los pocos escritores de su camada que no le dio bola o no leyó mal el axioma literario de Osvaldo Lamborghini “Primero, publicar, después escribir”. Respecto a tu pregunta, en términos de capital económico y de otros valores ponderantes de nuestra sociedad, escribir literatura es asumir una derrota. Sin embargo, en los últimos años se armó un circuito de prestigio y de distribución de capitales que creó una idea tranquilizadora, una falsa ilusión de éxito, de carrerita literaria. Creer en eso (no deja de ser una cuestión religiosa) es no soportar la derrota. Y, en lo personal, la literatura cobarde y del cálculo no me interesa.

-Desde hace tiempo venís reseñando libros, sobre todo en Radar y Ni a palos, ¿cuánto te construye como autor el hecho de escribir tus lecturas?

-Uno entra a la literatura como lector. Esa es nuestra infancia literaria, el lugar donde fuimos felices. Escribir sobre lo que uno lee es extender ese territorio, un modo de ponerle palabras al roce con la lectura. En lo personal nunca me consideré un crítico. De por sí, cuando me cambié de letras a sociología fue para esquivarle al rótulo y, en particular, a la salida laboral. No me interesaba ser crítico, aunque sí siempre me interesó leer crítica literaria. Lo que hago en Radar y en Ni a Palos, lo que intento hacer mejor dicho, hay veces que sale y otras no tanto, es lo que con Fernando Krapp llamamos reseñas narrativas. Es decir, narrar en relatos breves la experiencia de la lectura; marcar un punto de vista sobre el mundo a partir de una novela; contar lo que batalla en el cuerpo de la ficción donde entran en tensión nuestros demonios más reales. 

Publicada originalmente en Revista Paco, julio 2015.

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