Nando Varela Pagliaro
Damián Huergo nació y se crió en Longchamps, donde “un
par de botines cotizaba más que una biblioteca”, según escribió alguna vez en El Ñoqui, un relato suyo que pertenece a un subgénero extraño que
llamó “literatura de cuñados”. Además de escritor, Damián es sociólogo y
colabora en los suplementos Ni a palos y Radar de Página 12. Publicó el libro
de cuentos Ida (2012) y acaba de
editar Un Verano, su primera nouvelle. “Un verano empezó a escribirse a partir de dos escenas. Una la escuché en el tren,
una frase suelta que una madre joven le dijo a su hija. La otra la armé con mis
demonios. No las voy a contar para no meter spoiler, como dicen ahora las
abuelas. Luego las escenas se fueron mezclando y marcaron el tono y la
estructura de lo que creció alrededor”.
-Un verano transcurre en una ciudad balnearia, que uno
imagina muy parecida a Villa Gesell. Sin embargo, a lo largo del libro nunca se
nombra el lugar, ¿a qué se debe esa elección?
-Empecé a pensar en Un verano como una especie de opuesto a Ida, mi primer libro de cuentos. Ida narra un viaje desde
la periferia del conurbano al centro de la ciudad. Es un libro claramente
territorial que demarca un paisaje, una cosmovisión del mundo construida desde
la periferia y, sobre todo, desde el tránsito. Cuando lo terminé quería
alejarme de ese territorio, romper la etiqueta "literatura del
conurbano". Sin embargo, al igual que William Goyen, pienso que uno
siempre escribe desde un territorio, al menos así es como me atraviesa la
escritura (no la lectura: me considero un lector todoterreno). Por eso pensé en
ubicar la historia en un pueblo costero, en uno sin nombre para que el lector
lo haga suyo y lo cargue de sentidos. Al tratarse de una nouvelle sobre la
adolescencia, me interesó centrarla en uno de esos sitios donde se comprimen
intensidades, donde hay ciertas libertades propias del anonimato que nos
empujan a ir por más; por más -incluso- de lo que pensamos de nosotros mismos.
Ese pueblo costero es tierra firme pero movediza para Mauro, el protagonista.
Además, el verano se asimila -en parte- a la adolescencia como periodo en la
vida de un sujeto: es significativo, contiene mutaciones; fabrica recuerdos,
dolores emocionales, alegrías desconocidas, todo en poco tiempo. Un verano
remite a un periodo corto; por eso el título, una especie de contrato con el
lector: te voy a contar lo que pasó en estos meses, una rajadura en la vida de
este pibe, nada más ni nada menos.
-Fabián Casas,
que sí necesita anclar su literatura en el barrio de Boedo, dice que la
infancia es la etapa en la que uno carga combustible. De la calidad de ese
combustible depende el tipo de persona que vas a ser cuando las papas quemen.
Si bien Un verano es más una nouvelle
sobre la adolescencia, en tu caso, ¿qué significa la infancia para tu
escritura?
-Escribir sobre la infancia o la adolescencia no es poner el ojo en el
pasado. Como dice un amigo, no deja de ser una pregunta actual. Es preguntarse
sobre las transformaciones que surfeamos en el aquí y ahora, sobre los pasajes
entre distintos estados, sobre las mutaciones de un joven que está dejando de
serlo y busca esquivarle -junto a otros- a una adultez agilada. La infancia no
deja de ser una referencia próxima, un lugar donde clavamos el compás para que
nos ayude a entender alguna capa de lo que somos y de lo que hacemos con lo que
nos rodea. Es habitual creer que el origen está en la infancia porque desde ahí
proyectamos el inicio de algo. Sin embargo, cada vez estoy más convencido que
el origen es ese lugar donde alguna vez fuimos felices, y en muchos casos la
infancia lo es, por eso su valor y su reiteración en la literatura de muchos
escritores.
-“Un pibe que
conoce a Los Beatles por haber escuchado primero a Oasis te aseguro que no lo
enderezás más”, le dice Roberto, este ex combatiente de Malvinas que se queja
de las nuevas generaciones, a Mauro, el protagonista de la nouvelle. En la
literatura, ¿creés que pasa lo mismo con los clásicos y los grandes autores?
-Roberto no es sólo un personaje que reniega de lo contemporáneo, en
todo caso sí lo es en un sentido literal, pero considero que tanto para Mauro
como para la novela es mucho más que eso. Roberto es un excombatiente
grotesco, con una masculinidad moderna (de la vieja modernidad), que no se
victimiza, un tipo que contrapone al mundo nuevo con el mundo viejo, al
analógico contra el digital, un romántico derrotado, un orillero de la
historia, un excombatiente que no se parece a los excombatientes disciplinados
que van a los colegios, sino que podría hasta no serlo, hasta ser uno de esos
uniformados truchos que buscan una jubilación. Roberto está más cercano a un
clochard, a un lumpen, que a un héroe de estampilla. Su queja sobreactuada
sobre la actualidad, que roza la autoparodia, es la estela de un espectro, la
representación de un fantasma anacrónico que sobrevuela nuestros días. Desde
ese lugar enuncia Roberto. Me cuesta pensar en una sentencia similar en la
literatura. El lugar de lo clásico es movedizo. Los escritores marginales de
hace treinta años hoy le ponen nombre a museos y a centros culturales. A la
vez, hay algunos compañeros de ruta que me interesa leer más que a muchos de
esos “grandes autores”; así como también hay varios escritores canonizados y
carbonizados a los que siempre vuelvo, sobre todo cuando el palabrerío de
algunos de mis contemporáneos empieza a fetichizar los signos de la época o a
jactarse de que hablan en nombre de ella.
-Otra de las
cosas que le dice Roberto a Mauro es que “en algunas historias, distinguir
entre ficción y realidad es jugar a un juego que no tiene premio”. En Un verano, ¿Qué lugar ocupa la ficción y
qué lugar lo autobiográfico?
-Un verano es una novela de ficción en estado puro, lo cual no significa que no
incluya el universo que uno habita. La relación de ciertos temas a priori es
involuntaria. Uno escribe y luego se va conociendo y reconociendo en lo que
escribe. Sí, lo que me sucede, es que veo en la novela un universo propio, un
universo que me inquieta, que siento mío, que está ahí. Sea en el orden de lo
ideológico, lo económico, lo político y/o lo cultural. Encuentro en esta
nouvelle un montón de aspectos de mi cotidianidad: el vínculo a través del
fútbol; la sexualidad al palo; los muros de clase; la vida pantallística y la
escuela como grandes formadores-mediadores; la voluntad de asociarse con otros,
de romper el cerco solitario; la guita -ganada, perdida- como variable
constante de las conductas. Luego, como me dijiste en otra charla, está la
búsqueda de una escritura genuina, de una prosa que intensifique la experiencia
y empuje a borrar las coordenadas que delimitan la ficción y lo real.
-En alguna
entrevista dijiste que “uno -salvo que sea Nabokov- siempre escribe para otros.
Ignorar las condiciones y hábitos de recepción de los nuevos lectores sería
romper la estructura básica de la comunicación”. En Un verano, ¿cómo imaginaste a ese lector? ¿Más parecido al pibe
futbolero que fuiste o al escritor que sos hoy?
-Una de las satisfacciones que me está dando el pronto recorrido de la
novela es que está encontrando todo tipo de lectores. Desde algunos más
sofisticados que me nombran las huellas de Le Clezio y Erri De Luca, críticos
que alumbran zonas de las que no fui consciente ni en lecturas posteriores,
hasta otro tipo de lector que no suele leer literatura y se “enganchó” por el
ritmo y la historia, como me dijeron. Por eso pienso en los lectores en
general, no en modelos de lectores específicos. Al fin y al cabo, lo que más me
interesa de escribir (y publicar) es encontrarme con afinidades electivas,
acompañar al libro para que se cruce y se potencie con desconocidos absolutos.
-También
dijiste que Juan Bautista Duizeide es una de tus influencias “por la
versatilidad de su obra a destiempo de las corrientes de moda, y por la
sinceridad y honestidad con que asume la derrota de hacer literatura”, ¿Ser
escritor ya de por sí es asumir una derrota?
-De Juan Bautista siempre admiré su ética clandestina, su indiferencia a
la guerra por la atención -como la llama Agustín Valle- propia de nuestra
época. Es de los pocos escritores de su camada que no le dio bola o no leyó mal
el axioma literario de Osvaldo Lamborghini “Primero, publicar, después
escribir”. Respecto a tu pregunta, en términos de capital económico y de otros
valores ponderantes de nuestra sociedad, escribir literatura es asumir una
derrota. Sin embargo, en los últimos años se armó un circuito de prestigio y de
distribución de capitales que creó una idea tranquilizadora, una falsa ilusión
de éxito, de carrerita literaria. Creer en eso (no deja de ser una cuestión
religiosa) es no soportar la derrota. Y, en lo personal, la literatura cobarde
y del cálculo no me interesa.
-Desde hace tiempo venís reseñando libros, sobre todo en Radar y Ni a
palos, ¿cuánto te construye como autor el hecho de escribir tus lecturas?
-Uno entra a la literatura como lector. Esa es nuestra infancia
literaria, el lugar donde fuimos felices. Escribir sobre lo que uno lee es
extender ese territorio, un modo de ponerle palabras al roce con la lectura. En
lo personal nunca me consideré un crítico. De por sí, cuando me cambié de
letras a sociología fue para esquivarle al rótulo y, en particular, a la salida
laboral. No me interesaba ser crítico, aunque sí siempre me interesó leer
crítica literaria. Lo que hago en Radar y en Ni a Palos, lo que intento hacer
mejor dicho, hay veces que sale y otras no tanto, es lo que con Fernando Krapp
llamamos reseñas narrativas. Es decir, narrar en relatos breves la experiencia
de la lectura; marcar un punto de vista sobre el mundo a partir de una novela;
contar lo que batalla en el cuerpo de la ficción donde entran en tensión
nuestros demonios más reales.
Publicada originalmente en Revista Paco, julio 2015.
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