Nando
Varela Pagliaro
Joaquín Sánchez Mariño es Licenciado en comunicación
Social. Escribe en el suplemento Ideas de
La Nación y en la revista dominical del mismo diario. Es autor de La novela de algún otro y compilador de Apología, una recopilación de poetas
inéditos publicada por Letras del Sur. Mediante la misma editorial, también
publicó Mi tonto ansioso equivocado yo,
su segunda novela.
“Fue un proceso en dos partes: empecé en el año 2012 en
un taller que hice con Romina Paula, en el cual escribí una serie de cartas
que, tentativamente, iban a conformar una novela epistolar. Después me fui de viaje
mucho tiempo y, al volver, volví a leer todo lo que tenía, que por suerte era
poco. Entonces me di cuenta de que esas páginas solamente servían en la medida
en que me hicieran creer que la novela ya había arrancado, pero la verdad es
que había que empezar de cero. Esa mentira personal sin embargo, la de creer
que tenía algo en camino, no solo me sirvió para darme ánimos sino que se
convirtió, después, en un elemento fundacional de lo que resultó ser el
personaje: un pibe que sabe, o presiente, que todas sus ideas de la vida se
basan en una mentira fabulosa”.
-En
la contratapa, Gonzalo Garcés dice que tu novela es una historia de dos
postraciones, también se podría decir que es otro libro que aborda la relación
padre-hijo. ¿Tuviste en cuenta otros libros similares a la hora de escribir el
tuyo?
Dos libros son de algún modo protagonistas de la novela.
Uno es El miedo, de Gonzalo Garcés,
donde cuenta la historia de su divorcio. Fue protagonista no solo porque yo
también tomo el tema del divorcio (el de mis padres), sino porque después de
leer ese libro empecé a hacer taller con Gonzalo, y ahí comenzó la génesis de
lo que finalmente es la novela. El otro libro es La llama doble, de Octavio Paz, que es algo así como la
bibliografía, el basamento filosófico en el que se basan todos los conceptos
sobre el amor que tiene o intenta tener el personaje. Para desarrollar la
relación padre-hijo en cambio diría que no tuve influencias directas. Traté de
abordar el tema de la manera más instintiva posible, lo cual presentó el
problema de enfrentarme a mi propia sensiblería, pero la bondad de obligarme a
la honestidad. Antes creo haber leído varios libros sobre el tema, sí, pero al
parecer tuve la prudencia de olvidarlos.
-
Uno puede intuir que muchas de las historias que contás son autorreferenciales,
¿qué devolución tuviste de tu entorno una vez que vieron el libro publicado?
Muchos se dieron cuenta finalmente del verdadero tamaño
de mi vanidad, otros entendieron que uno no puede hablar sino de lo que es. Yo
tengo serios problemas con lo que soy, me cuesta amigarme con el hecho de que
todos somos, en algún punto, acotados.
Lo que es la vida real, yo creo que en general todos
piensan como pensaba Dalí: lo importante no es que hablen bien o mal de vos,
sino que hablen.
-El
protagonista de tu novela, “el chico”, se refiere a Facebook como el Muro
porque le da pudor la palabra Facebook. En tu caso, ¿cuál es tu relación con
las redes sociales? ¿Cuánto te acercan o te alejan de las cosas importantes?
Creo que el sentido correcto del crecimiento, si es que
lo hay, es aprender a distinguir cuáles son verdaderamente las cosas
importantes. Y después hacer que duren y dejarles espacio, diría Calvino. No me
parece que haya llegado a ningún estadio de sabiduría todavía, pero por lo que
presiento las redes sociales no parecieran entrar dentro de la lista de lo
importante. Todavía, probablemente por mi falta de sabiduría, le doy cierta
relevancia a las redes. Además, como cada cual vive en su tiempo, me parece
medio snob renegar de lo que nos toca. Esta misma nota en la que digo esto
probablemente vaya a ser compartida por mí en mi propio Facebook, lleno de
alegría y entusiasmo. Es una contradicción constante expresar desprecio. En
todo caso, querría que la necesidad de utilización pudiera convivir sin
fricciones con la ausencia de relevancia.
-Durante
seis años trabajaste como periodista en la revista Gente, ¿qué pensás que le
aportó esa experiencia a tu escritura?
Gimnasia, primero. Si la teoría de las 10 mil horas es
cierta, trabajar en una redacción te acerca mucho al objetivo. Después,
maestros como Alfredo Serra y Eduardo Bejuk, periodistas que hacen del oficio
una forma de la literatura. Y amigos de quienes aprender a trabajar por lo que
uno quiere: Julián Zocchi, Ana Van Gelderen, mi propio hermano Juan Cruz, con
quien compartí la redacción todo ese tiempo.
Por otro lado, me dio la posibilidad de someter todo
texto escrito a la mirada de varios editores. Por un lado te aportan su mirada,
su crítica, y por el otro te van haciendo crecer ese rencor, esa cantinela que
te dicta que el día que escribas tu novela vas a poder hacer lo que quieras sin
importar que no se entienda un corno. Aunque después te enterás que a tu novela
también la va a trabajar un editor. Es un rencor muy productivo porque te
impulsa a hacer, y porque es consciente de su propio absurdo. Trabajar en Gente
me dio no solo oficio, práctica y felicidad; sino que me dio algo que muchos
escritores solitarios no tienen: editores, es decir, lectores con los que
dialogar de tu propia escritura. Además, claro, de muchas anécdotas
faranduleras con las que entretener a mis amigos, que son quienes más
desprecian lo que escribo.
-
Una vez que te fuiste de Gente, empezaste a trabajar en periodismo cultural en
La Nación. En Los diarios de Renzi,
Ricardo Piglia dice que “cada generación lee del mismo modo una serie recortada
de libros y eso es lo que la identifica y lo que se ve en lo que escribe”.
Teniendo en cuenta esto, ¿cómo dirías que leen los escritores de tu generación?
Yo leo rápido, mal y acompañado de muchísima ansiedad,
que es lo que genera los primeros dos adjetivos. Yo empeoré como lector, creo
que muchos lo hicimos. Todos dicen que son lectores que escriben, pero son
todos escritores que leen. Nuestra generación, por lo que leo, por lo que
converso, por lo que percibo, está demasiado apurada por haber hecho su obra.
De esa ansiedad, de entre todas, es de la que más intento escapar.
-Por
último, sos uno de los fundadores del sitio el Mar de al lado, un proyecto
audiovisual dedicado a la difusión de poesía. ¿Cuál es tu relación con la
poesía? ¿Qué encontrás ahí que no te da la narrativa?
Yo hace tiempo me resigné a que soy un mal poeta, cursi,
copión, sin ningún sentido del erotismo del lenguaje en verso. Esa renuncia me
genera muchísimo placer: puedo escribir poesía sin juzgarme, leerla sin
entenderla, compartirla, disfrutarla. No tengo ninguna necesidad de ser bueno.
Eso solo genera alegría: ver, desde el palco de tu mediocridad gozosa, cómo los
verdaderos poetas se quitan los ojos por sobrevivir.
En la narrativa en cambio tengo la pretensión de mejorar.
Tal vez no llegue nunca a escribir algo que valga la pena ser leído, pero estoy
condenado a intentarlo. La prosa, para mí, es una ruta que solo puede terminar
en la autodestrucción o en la melancolía.
Publicada originalmente en Revista Polvo, junio 2016.
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