Nando Varela Pagliaro
Cuando
Leonardo Favio estrenó Soñar, soñar, Jorge Guinzburg, que por
esos años escribía en la revista Satiricón, tituló su crítica sobre la película
con un ingenioso “Roncar, roncar”. Si
bien no coincido con la apreciación de Guinzburg sobre el peliculón de Favio, es cierto que
muchas veces el cine argentino tiene un alto efecto somnífero. Un ejemplo
reciente dentro de esta categoría es En
los ojos de la memoria de Betiana Burgardt. Se trata de un documental que intenta
reconstruir la historia de Epecuén, luego de la inundación que sufrió en 1985
por la crecida de su lago. Para ello Burgardt recurre al testimonio de unos
pocos personajes que vivían en la villa turística antes de que el terraplén
cediera y dejara a todo el pueblo sumergido. A casi treinta años de la
tragedia, hoy las ruinas de Epecuén resurgen de las aguas como un paisaje que
entremezcla la pintura de Dalí con las ciudades de posguerra. La secuencia de planos
a bordo de un bote que recorre el pueblo, no hace más que corroborar que
Epecuén es el lugar al que desea ir todo fotógrafo. Hacia donde se dirija la
cámara, todo es visualmente atractivo: los árboles secos, las casas
derrumbadas, los trampolines de lo que fue la pileta pública y los restos del
Matadero construido por Francisco Salamone en 1937. Todas esas imágenes hacen
que la película tenga una excelente fotografía, pero con eso no alcanza. En ese
confín oxidado dicen poco los relatos que Burgardt eligió para llevar adelante
su película. Un empleado municipal, que jugaba al fútbol en el club del pueblo;
un ex chofer de colectivo, que revuelve fotos viejas de un pasado irrecuperable;
una mujer que vuelve en busca de su casa y un pizzero que sólo encuentra la
felicidad en ese paraíso perdido, no aportan el contenido necesario para conocer
la historia del lugar y tampoco logran conmover si ese era el efecto buscado. A
pesar de que la historia de un pueblo
devorado por un lago podría resultar extraordinaria, en todo el documental cuesta
encontrar un extracto interesante entre los testimonios de los habitantes que
tuvieron que abandonar sus casas. El uso reiterado de largos planos del paisaje
apocalíptico, si bien están correctamente musicalizados, dejan en evidencia la
falta de un eje narrativo entre la sucesión de discursos. Tal vez, la película
de Burgardt hubiera sido otra, con más cantidad y calidad de información, si
antes de emprender su trabajo, hubiera leído
El agua mala, Crónicas de Epecuén
y Las casas hundidas, el libro de
Josefina Licitra, que el mes pasado publicó Editorial Aguilar. Desde la vecina
ciudad de Carhué,
Licitra consigue una atrapante crónica en la que a partir de una multiplicidad de
voces detalla no sólo las causas de la tragedia, sino también el impacto
psicológico, económico y social que tuvo en los damnificados. En su texto, las
anécdotas recopiladas logran plasmar tanto la solidaridad como la mezquindad
humana en momentos de crisis. Algo muy lejano a lo que logra Burgardt en su documental, a
pesar de disponer de recursos audiovisuales.
Publicada en Revista Paco, enero 2015.
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