No es bueno escucharla todo el tiempo.
No es fácil soportarla.
Simular estar ahí,
cuando hace más de 5 minutos o un millón de palabras,
que en su caso es lo mismo,
que me perdí en un mundo que no existe,
en un ruido de fondo,
en la tele,
en los autos que pasan por la Avenida Juan B. Justo,
en la sordera de mi abuelo.
Pero ella igual sigue,
firme con su relato,
con su miedo a la muerte.
Después se va para la cocina,
termina el arroz con pollo
y vuelve con un cartel en su frente que dice:
Acá no queda nadie.
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