Nando
Varela Pagliaro
“No me gustan los arrepentidos en ningún sentido. Si una
cambia de opinión o de rumbo, debe ser a partir de su pasado, asumiendo
plenamente ese pasado. Nunca me arrepentí de nada de lo que he hecho. Lo que
hice es mi vida y me constituye. A veces actué bien, otras me equivoqué, pero
todo eso soy yo y con todo eso trato de seguir construyéndome”. La que habla,
cuidando cada palabra con una obsesión inusitada, es Liliana Heker, una de las
voces ineludibles de la literatura argentina. En estos días, acaba de publicar
sus Cuentos reunidos, un libro que
recorre desde sus primeros textos, algunos de ellos ya clásicos de la narrativa
nacional, hasta los últimos, terminados poco antes del cierre de esta edición.
-Salvo
algunas excepciones, la mayor parte de los cuentos provienen de otros
volúmenes. Lo novedoso del libro tal vez sea el orden, ¿qué propone este nuevo
orden?
-Me gustó la idea de construir con todos los cuentos,
publicados e inéditos, una nueva totalidad, agruparlos, no por orden
cronológico sino por ciertas recurrencias o roces tangenciales, en secciones
que, a su vez, son títulos de cuentos míos. La
fiesta ajena, donde, de alguna manera, las historias tienen que ver con un
sueño de perfección no cumplido o una dicha que siempre pertenece a otros; Vida de familia, con situaciones
bastante frecuentes en mi narrativa: mundos familiares en apariencia normales
pero en los cuales, por alguna grieta, se cuela el desorden, el disparate o el
horror. Y Arte poética, donde los
cuentos, por algún costado, tienen que ver con el acto creador.
-Imagino
que habrá habido otras opciones, ¿cuán difícil fue encontrar ese orden?
-Como base, recurrí a una división que ya había hecho en mi
libro Los bordes de lo real, que
reúne los cuentos de mis tres primeros libros. Si bien pasaron 25 años y muchos
cuentos entre aquel libro y éste, me pareció que esos títulos seguían siendo
aglutinantes de mis temas. De hecho, los cuentos inéditos que agregué también
cabían bajo alguno de ellos. Fuera de estas tres secciones, separándolas entre
sí, hay tres nouvelles.
-En el
prólogo aclara que son cuentos reunidos y no completos. ¿Le tiene miedo a la
idea de sentirse completa?
-Miedo no. Pero no tengo el más mínimo interés en
completarme. Creo que uno, felizmente, vive en estado de incompletud. Siempre
le quedan cosas que desearía hacer pero no ha hecho, búsquedas que encarar, torceduras
que enderezar, huecos. Mientras existen esos huecos, y a una le quedan ganas
–eso que Quiroga tan gráficamente llamó hambre--, una está viva. Por eso no
dudé nunca: estos no son mis Cuentos
completos.
- ¿Y mide
su tiempo en relación a los cuentos que podría escribir?
-No mido de ningún modo el tiempo que me queda por delante;
ni lo conozco ni me interesa. Subterráneamente sé que el plazo debe ser más
corto de lo que era veinte años atrás, pero ese saber subliminal, si actúa
sobre mí, actúa como un motor: hay que arrancar. Lo todavía no escrito o a mitad de camino me
confiere una sensación de vida por delante.
-En estos ejes
temáticos en los que están agrupados los cuentos, se ve cómo van cambiando las
preocupaciones con el correr de los años. En los primeros cuentos, por ejemplo,
se nota cierto temor al fracaso. Ahora, ¿a qué le tiene miedo?
-Yo no hablaría
de miedo –no soy miedosa—sino de angustia. La idea que hoy me provoca angustia
es la de ya no tener ganas. De escribir, de reírme con Ernesto, de estar en
movimiento, de charlar con mis amigos. Esa idea para mí es peor que la de la muerte.
La resisto solo porque niego la posibilidad de que me vaya a pasar; de algún
modo estoy convencida de que, mientras pueda manejar mi cabeza y mi cuerpo (y
mi voluntad, ah, mi voluntad), voy a seguir teniendo ganas y energía. Pero
quién puede saber esas cosas. Una parte hiperlúcida y cruel de mí misma intenta
señalármelo pero yo la mato con la indiferencia.
- ¿Y
el miedo de que ya no le quede nada para decir? Dicen que todos los escritores vienen con una
cierta cantidad de tinta por derramar y cuando se acaba, se acaba.
-Yo no creo haber venido destinada a una cantidad de tinta
por derramar. Estoy segura de que, en mi cuna, ningún hada madrina me tocó con
la varita mágica y me dijo vas a ser escritora. De hecho, hasta la
adolescencia, ni se me ocurría esa posibilidad. Era una lectora ferviente y desordenada
y me daba placer escribir, pero también me daba placer resolver problemas de
matemática. Y lo que más me gustaba era leer. Pero los libros, para mí, los
escribían otros. Volviendo a la tinta que me queda por derramar, cada novela, cada
cuento que escribí vino de mi deseo de escribirlo y de mi voluntad de trabajar
en eso. Mientras me queden alguna voluntad y ese deseo, voy a seguir escribiendo.
-En el
prólogo, Samantha Schweblin cuenta la anécdota de un cirujano que quería
incorporarse a sus talleres y en una primera entrevista con usted le confiesa
que “desde muy joven él había querido escribir una novela y que ahora que
acababa de jubilarse y tenía tiempo, le parecía un buen momento para empezar”.
A lo que usted le contestó “Buenísimo. ¿Y qué te parece si yo, cuando me jubile
como escritora, me dedico a la cirugía?”. ¿Por qué cree que para mucha gente la
literatura ocupa ese lugar de hobby y no es tomada como una profesión como
cualquier otra?
- Creo
que cierta gente piensa que escribir es algo aleatorio y fácil, y que
cualquiera puede hacerlo sin el menor trabajo. Sucede que, a diferencia de la
música o de las artes plásticas, que requieren estudios específicos, la
herramienta de la escritura la tenemos todos desde primer grado. ¿Y quién no
tiene algo para contar? ¿Quién no cree que su propia vida es única? Sin duda lo
es, pero no por eso, así como así, va a resultar interesante para los otros. O
sea que con el alfabeto y el mero hecho de estar vivo no alcanza. La escritura
de ficciones implica un trabajo y una búsqueda. Crear es ir acercándose, cada
vez con proximidad más peligrosa, a aquello que uno quiere escribir. Eso casi
nunca sale de primera intención. Otra superstición: creer que el acto creador
es aquello que uno vuelca de un tirón en primera instancia. No es así; esa primera
versión suele estar muy lejos de provocar el impacto de horror, de desesperanza
o de belleza que uno había vislumbrado en su historia antes de escribirla.
-Hablábamos
del cirujano. Cuando alguien viene a su taller, ¿qué es lo primero que ve?
-Nunca pido textos; no me importa cómo escribe la gente que
quiere venir al taller. Considero que todos empezamos haciendo mal cualquier
cosa que hacemos y eso no es un problema. Me importan, sí, dos cosas. Una, que mi
entrevistado se haya enamorado de la literatura, primero, a través de la
lectura. Si ese enamoramiento no existe, si no se es un lector apasionado, es muy
difícil que se pueda llegar a entender qué es la literatura y, por lo tanto, se
pueda hacer literatura. La otra cosa
es que se entienda –que se acepte-- que la literatura es un trabajo, y da
trabajo. Un trabajo hermoso e inigualable, si es lo que uno quiere hacer. Pero trabajo
al fin. Si el entrevistado entiende que vale la pena corregir diez veces un
texto a fin de conseguir lo que busca, posiblemente pueda ser parte del taller.
Hay una tercera cosa, pero esa tiene que ver con mi intuición y no es
comunicable.
-Para
los escritores de su generación, imagino que habrá sido difícil escribir
después de Borges, ¿fue así?
- De ningún modo creo
que haya sido, o sea, difícil escribir después de Borges. Por el contrario,
creo que mi generación tuvo la gran suerte de tener maestros dentro de la
literatura argentina. No solo Borges. De haber sido nuestro único maestro,
nuestra literatura habría sido más bien estática. Yo reconozco tres grandes
maestros: Arlt, para mí el mayor escritor de la literatura argentina; Leopoldo
Marechal, que consiguió trasgredir y fundir espléndidamente los modos del
lenguaje nacional, cruzar géneros y estilos y hacer una novela extraordinaria
como el Adán Buenosayres, y Borges, con
su sintaxis y su modo de usar el lenguaje, únicos y cautivantes. Tenerlos en
nuestra literatura fue un hecho muy afortunado porque los tres son referencias
para quienes vinimos después; abren caminos. Tal vez, para algunos de mi
generación, fue más difícil escribir a partir de Cortázar, porque su escritura
es muy tentadora y fácilmente copiable. En los sesenta, muchos jóvenes
escritores eran nítidamente cortazarianos.
-A los
escritores de su generación, pienso en Abelardo Castillo, por ejemplo, jamás a
nadie se le ocurriría preguntarle si su literatura es masculina. Sin embargo,
no son pocas las mujeres que deben responder si escriben literatura femenina.
¿por qué cree que pasa eso? ¿Es un término poco claro?
-Por supuesto que es poco claro. ¿Qué quiere decir que una
literatura sea femenina? ¿Qué solo puede ser leída por mujeres? ¿Qué es coqueta
y caderona? Nunca sentí que ser mujer y ser escritora implicaran una
contradicción o un conflicto, pero cuando tenía veintitrés o veinticuatro años,
en una entrevista, me preguntaron por primera vez “¿cómo escribe una mujer?
¿qué lee una mujer?” y otras cosas por el estilo, y yo me sentí una especie de
chimpancé. A duras penas podía dar cuenta de mí misma, cómo podría dar cuenta
de todas las mujeres. A raíz de eso, escribí la primera versión de Las hermanas de Shakespeare, en donde dije
todo lo que pensaba en ese momento acerca de las mujeres y la literatura. No me
cabe duda de que el sexo de un escritor tiene peso en lo que escribe, pero no
es el único determinante; su locura, su país natal, la clase social a la que se
pertenece, su formación, los avatares de su vida, pesan de igual manera en su
escritura. Es ridículo y discriminatorio considerar que la literatura hecha por
mujeres forma un subgrupo con características propias y muy determinadas dentro
de un corpus más amplio que es la literatura.
-Recién
le nombraba a Abelardo Castillo. Junto a él dirigió El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco,
dos revistas fundamentales de nuestra literatura. Hoy, tal vez no quedan
revistas de ese estilo, pero sí sigue habiendo suplementos culturales. ¿Qué
mirada tiene con respecto a los suplementos?
-Los
veo de la misma manera en que los veía cuando era adolescente: un poco
aburridos. Pueden dar difusión a ciertos textos e incluso publicar algunas
entrevistas o artículos interesantes, pero la verdadera dinámica de la
literatura no se da en los suplementos de los grandes diarios, que lógicamente responden
a determinados intereses. Los debates suelen darse en publicaciones específicas,
entre escritores o grupos que confrontan por motivos ideológicos o estéticos. Desde
fines del siglo XIX, en Argentina se han dado debates de mucho peso. En nuestras
tres revistas, que sacamos entre 1960 y mediados de los 80, protagonizamos varias
polémicas. Creo que en los últimos años estas polémicas están languideciendo notoriamente.
El rol de los intelectuales ha perdido peso acá y en el mundo. Ahora, más que confrontación
de ideas, suele haber agravios o una indiferencia cortés. Las dos actitudes me
parecen lamentables. Discutir, apasionarse por las ideas del otro, es un modo
de respetarlo. La indiferencia educada
es todo lo contrario del respeto.
-Si
bien el contexto no es el mismo que en los sesenta o setentas, sigue habiendo
desigualdades. ¿No cree que la falta de debate también tiene que ver con la
falta de compromiso de los intelectuales?
-En el momento actual, hasta el significado de la palabra
“compromiso” está desvirtuada. Al menos, no tiene la connotación inmediata, y
claramente ideológica, que tenía en los sesenta, con una revolución socialista
reciente y movimientos de liberación en toda la extensión del tercer mundo. Por
supuesto que las desigualdades y la explotación siguen existiendo, con viejos y
nuevos métodos, aún más brutales que medio siglo atrás, pero el contexto ha
cambiado dramáticamente y las opciones ideológicas deben ser pensadas desde
este nuevo contexto, menos nítido, mucho más complejo que el de los 60. No es
tarea fácil, sobre todo para quienes construímos nuestra visión del mundo en
una época en que el socialismo parecía posible y tal vez cercano. Pero estamos
vivos los que estamos vivos, y este es el mundo que hoy nos toca. Así que
tendremos que hacer el esfuerzo de hacer prevalecer nuestra visión del mundo y
nuestra idea de cómo es una sociedad justa desde acá, desde el difícil lugar
donde hoy estamos parados.
-Ya
que hablamos del mundo actual, ¿cómo ve a este a este gobierno en materia
cultural?
-Por lo que noto hasta el momento, el desconocimiento y el
desinterés de este gobierno por la cultura en un sentido amplio son casi
perfectos. Hay hechos puntuales auspiciosos, cierto: programas de becas para
personas destacadas o escasos nombramientos de personas idóneas; el de Alberto
Manguel en la Biblioteca Nacional y algunos otros. Pero son acontecimientos muy
acotados, siempre bien visibles, y con un peso muy relativo en lo que hace a la
cultura real de un pueblo: programas que permitan un acceso al conocimiento y
al aprendizaje a lo largo y ancho del país, incentivos al movimiento teatral y
a la formación musical, apoyo a los clubes de barrio, desarrollo de la ciencia
y la tecnología, respaldo a la escuela y la universidad públicas, condiciones
de trabajo digno y de salud para todos, defensa de los espacios que tienen que
ver con la historia y los hábitos de una comunidad. En fin, todos los
innumerables factores que hacen realmente a la cultura de una sociedad, no solo
no han sido fomentados: en casi todos los casos están sufriendo un premeditado
y a veces brutal retroceso.
-Por
último, si la Liliana Heker de diecisiete años años leyera sus cuentos de hoy,
¿cómo cree que los leería? Y por otro lado, la Liliana de hoy, ¿cómo lee los
cuentos que escribió cuando tenía diecisiete?
-Sé que hoy no podría escribir un cuento como Los que vieron la zarza, tal como es. Pero
también sé qué es ese cuento. Si no creyera que mis primeros textos se bastan a
sí mismos y ocupan un lugar dentro de mi narrativa, no habría vuelto a
publicarlos. En cuanto a cómo me leería la adolescente que fui: supongo que
tanto no cambié, que ya en los comienzos tenía cierta sensibilidad para leer y
para entender experiencias ajenas. Así que tengo la esperanza de que aquella
que fui a los diecisiete años habría leído con algún interés estos cuentos reunidos.
Publicada originalmente en Revista Quid, marzo 2017.
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