viernes, 13 de febrero de 2015

Entrevista a Guillermo Saccomanno: “Para mí generación fue muy difícil reconciliarse con Borges”



Nando Varela Pagliaro
Los lugares turísticos fuera de temporada suelen ser bastante deprimentes. Villa Gesell en abril conserva poco del maquillaje del verano;  ya no se ven turistas desfilando por la peatonal y sólo quedan algunos negocios abiertos a la espera de algún fin de semana salvador. Sin embargo, hay algo en la inmensidad del mar que hace que olvidemos cualquiera de estos detalles. Cuando mirás el mar, ese infinito te devuelve a tu ínfima condición humana”, dice Guillermo Saccomanno.
Con él me junté una mañana de mucho viento en su casa en Villa Gesell, el lugar que eligió hace más de veinte años para encontrarse a sí mismo y dedicarse a la literatura a tiempo completo.
-Empecemos por el principio, ¿cómo surge tu relación con los libros?
-Para mí es muy difícil desprenderme de las marcas de infancia y de juventud. Creo que fue la escritora norteamericana Flannery O´Connor la que decía que los temas de un escritor se plantean hasta los veinte años y después lo que uno hace es merodearlos, escarbarlos, profundizarlos  y encontrar las variaciones, pero creo que ahí están prefiguradas las constantes, las obsesiones, aquellos que van a ser sus núcleos de generación de escritura fuerte”.

-¿Y esas marcas de infancia y de juventud cuáles fueron? ¿De la mano de quién llegaron los libros a tu vida?

-Los primeros libros llegaron de la mano de mi viejo. Él  era gremialista y tenía una biblioteca de lo que entonces se podía considerar una biblioteca proletaria, donde estaban tanto El capital de Marx en la edición de Juan B. Justo como Las memorias de una princesa rusa. También estaba Roberto Arlt, Víctor Hugo, Emilio Zola y Emilio Salgari. Además de la biblioteca de mi padre, en mi formación también fue muy importante la lectura de historietas. La influencia de Oesterheld,  fue toda una marca muy poderosa para la mayoría de los escritores de mi generación. Creo que nosotros nos dimos cuenta de esa marca ya de grandes, no tanto de pibes. De pibes lo que encontrábamos en historietas como El Eternauta era que la aventura podía pasar en la puerta de tu casa, en la esquina de tu barrio.

-Después de esas lecturas de formación, lo primero que publicaste ¿fue un libro de poesía?

-Lo primero fue un poema en una revista desaparecida de la que salió un número solo. Creo que tenía dieciocho o diecinueve años y estaba ingresando en la carrera de Letras. Después sí saqué un libro de poesías que está escondido, como todo “pecado de juventud”, para decirlo con un lugar común. No obstante, pienso que algunos de esos textos todavía pueden mantenerse. De hecho, en los últimos años estuve escribiendo bastante poesía, pero lo hago como un ejercicio secreto. Para mí la poesía es un lugar de vuelco, igual que la escritura de diario. Ahí uno se desprende de determinada emocionalidad que está cerca de la impudicia y la grasitud. Eso te permite  volver a la escritura, tener un grado mayor de distanciamiento con lo que contás y dejar toda esa parte coqueta y sentimental afuera. Lo poesía tiene que ver con lo sagrado, con la revelación, con la capacidad de un individuo de poder en tres palabras construir una frase, una imagen que te dice a veces mucho más que un ensayo. Hace tiempo me estoy dedicando más que nada a leer poesía y filosofía porque encuentro que en la narrativa, al menos la narrativa contemporánea, mucho de lo que se produce en nuestro país -y no sólo en nuestro país- es cover. No es ni siquiera el fenómeno que se producía con las novelas policiales en los años cuarenta o cincuenta, en donde el género estaba reventando los márgenes de la literatura culta. Ahora hay una manera de escribir como “traducido o listo para ser traducido”, como si fuera más importante tener una edición en Barcelona que tener tus lectores acá, cuando la patria de un escritor es su lengua y vos estás escribiendo para el pibe de Mataderos que yo fui o el pibe de Bernal o el de Turdera. Es decir, para un lector más próximo y más prójimo. Muchos escritores están con la ilusión de que con estos planes de traducción, 1500 ejemplares que vendan en una ciudad alemana les va a salvar la vida y no es así. La literatura es una apuesta a largo plazo, es un oficio de paciencia.

-En alguna oportunidad dijiste que la universidad desde el alfonsinimo, hasta no hace tanto, era una operación de banalización de la cultura. ¿cómo pensás que está hoy la universidad? ¿Puede servirle a alguien que quiere ser escritor pasar por la carrera de Letras?

-La universidad es una bolsa de gatos, la carrera de Letras forma técnicos. Muchos pibes cuando ingresan en Letras tienen la fantasía de que se van a hacer escritores. No se van a  hacer escritores, se van a hacer mecánicos en el sentido de que pueden desarmar un auto, pero muy difícilmente puedan después volver a construirlo. Esto que te digo no invalida la carrera de Letras y sobre todo a algunos profesores realmente buenos que trabajan la bibliografía como una caja de herramientas. Les abren perspectivas a los pibes y les plantean un enfoque de la literatura mucho más vital en términos existenciales, antes que en términos de deconstrucción de un texto;  que al final no es más ni menos que sujeto, predicado, objeto directo. Yo creo que es un poco más profundo, pero lo estoy diciendo de manera simplista. Recién hablamos de la poesía, por ejemplo. Uno de los ensayos que a mí más me interesó en el último tiempo fue un ensayo sobre poesía de Diana Bellessi, donde ella incorpora no sólo lo que puede ser la poesía de Giannuzzi, sino también la poesía del rock como puede ser el Indio Solari, Charly o León. Eso también ingresa dentro de la poesía. No quiero ser demagógico con esto, creo que los niveles son desparejos, pero hay que empezar a mirar en otros lugares y por lo general la universidad en la carrera de Letras tiene una visión un poco anquilosada y canónica. Fijate que durante mucho tiempo estuvieron expulsados prácticamente autores como Osvaldo Soriano, justamente por su popularidad, una expulsión de índole política. O el caso de Julio Cortázar, que estuvo ninguneado durante mucho tiempo. También es cierto que algunos profesores han entronizado a algunos autores en desmedro de otros; fue un gesto poco democrático. Supongo que ahora habrán entrado Belgrano Rawson o el Negro Fontanarrosa, ¿por qué no incorporarlos a la literatura? ¿o no es literatura lo de Fontanarrosa? ¿por qué no puede ser estudiado con el mismo rigor que se estudian muchas de las pelotudeces que ha dicho Macedonio Fernández?

-Esta división de alta y baja literatura. ¿Hoy sigue siendo tan clara?

-No quiero entrar en una situación de bajada de línea canónica. Yo pertenezco a una generación que desde lo político intentó romper la diferencia entre géneros mayores y géneros menores, lo que se definía muchas veces a partir del círculo elitista en el que se lo disfrutaba. Cuanto más elitista era un texto, más prestigio tenía ese texto y así se constituía al autor secreto. Mi generación es la que plantea que hay historietas, novelas policiales, melodramas y cine y todas son expresiones en las cuales confluyen relatos. No todo el cine es bueno ni todas las historietas son  buenas, hay diferencias de niveles y diferencias de calidades. Un género no puede ser calificado de manera maniquea; depende qué instrumenta, qué contiene, qué formas transmite y cómo se manipula. No olvidemos que estamos hablando dentro de un ámbito bastante difícil de abarcar que es la cultura de masas, es como si hoy uno culpara a la televisión. La televisión es un electrodoméstico, vos la podés usar para lo que querés, el asunto es cómo cargás ese aparato.

-Antes decías que la universidad no forma escritores, ¿los talleres sí sirven para aprender a escribir?

-Lo que yo le advierto a todos los que ingresan en mi taller es que ningún escritor surge de un taller,  puede pasar por un taller que es muy distinto. Yo soy exigente, riguroso y trato a todo el mundo que viene al taller directamente como escritor. Esto es el agua, tirate y nadá y si no podés, ahógate. Si no leíste Guerra y paz es tu problema, yo no te voy a enseñar a ver esto. Lo que puedo hacer es, desde los libros que he leído y me han formado, generar un pacto de lectura e ir detectando en cada uno su propia voz; contribuir en cierta forma a que puedan hacer pie en esa voz y a partir de ese tono, ese registro personal, que se encuentren a sí mismos con lo que les interesa narrar. De entrada yo les planteo: olvídense de publicar mientras están acá, no es el objetivo entrar en la industria. Si quieren entrar en la industria, hay muchas otras maneras de hacerlo. No tengo nada contra la industria porque no hay afuera dentro del contexto de la plusvalía. Una vez que escribís, así fundes tu propia editorial, estás adentro del mercado, es muy difícil mantener una marginalidad. El taller para mí es un espacio de trabajo, ahí se discuten los textos y a veces siento que soy yo el que aprende más porque si el taller tiene una virtud, es que vos ves reflejado en el otro los problemas que se te plantean a vos para componer y estructurar un relato  con un mínimo de honestidad y de pulcritud. Los talleres surgieron en la época de la dictadura  con lo que se llamó la universidad de las catacumbas. De todos esos talleres, creo que el más valioso ha sido el de Abelardo Castillo y algunos venimos atrás con la influencia de Abelardo, que es un tipo extremadamente riguroso y serio. Un escritor que yo respeto precisamente por su actitud de iconoclasta, de apartado del mundillo y del gueto. Él se apartó en Buenos Aires, yo tal vez no tuve los huevos suficientes como para apartarme de la histeria y de la ansiedad porteña allá y me tuve que  venir a Gesell hace varios años. Lo cierto es que salvo el taller de Abelardo, el de Liliana Heker o el de Angela Pradelli, no conozco muchos talleres serios. Cualquier papanata que ha publicado una primera novela ya se siente con derecho a hablar de literatura con la autoridad de Tolstoi y no es así.

-Yendo a tus libros, cuando ya tenías varios libros publicados, contaste que cuando presentaste La indiferencia del mundo en Planeta te lo rebotaron.

-Ese no fue el único, yo colecciono cartas de rebote. Con Situación de peligro, una novela que había salido en una editorial chica, me acuerdo de que apenas se publicó, un escritor, al que no voy a nombrar porque le conservo simpatía y lo valoro, me destruyó. Fue como si con un bate de beisbol le pegaran a tu libro y te lo hicieran papilla. Y yo estaba sumamente deprimido porque era un libro que había rebotado ya por varias editoriales y encima cuando me lo publican me lo hacen pomada. Una semana después, con el mismo libro me gané el Premio Club de los XIII, donde estaban de jurado Bernardo Kordon, Joaquín Giannuzzi, Carlos Gorostiza y otros escritores que yo valoraba. La indiferencia del mundo lo presenté en Planeta y por entonces Juan Forn, que era editor, me viene con un papelito de un gerentito de la editorial que decía “publicar este libro le hace un daño a Guillermo”. Así como estaba lo agarré y lo mandé al Premio Municipal y me gané el Primer Premio de Cuento, lo cual es más guita que un Premio Planeta porque es un subsidio de por vida.  Cuando terminé El buen dolor, un editor de Alfaguara me dijo que le interesaba mucho, que lo iba a leer, que se lo llevaba a España, que quería tenerme en la editorial. A los quince días me llega un informe de la editorial, uno de estos informes hechos por un pibe evidentemente de Puán, con mucha deconstrucción, mucho rizoma, mucha terminología académica, donde me decía cómo tenía que escribir el libro. Esa carta por supuesto las guardo de resentido, pero también porque hace bien cada tanto un sopapo. En esa misma semana me llama Mercedes Güiraldes de Emecé, que lo publicaba en Emecé y al año ganaba el Premio Nacional de Novela. Entonces, la opinión de los editores me tiene sin cuidado, aunque reconozco que hay editores serios como lo fue Juan Forn o lo es Paula Pérez Alonso, pero no abundan los editores serios. El editor debe ser, como lo planteaba Ítalo Calvino, alguien que se siente a pensar tu texto, desde tu perspectiva, como si fuera un ejercicio de lucha oriental. Aprovechar la fuerza del contrario, ver para dónde disparás vos, ponerme en tu perspectiva y ver si desde tu perspectiva puedo alcanzar eso que vos buscás. No imponerte lo que a mí me interesa, desde imposiciones o reglas del mercado editorial. La novela formateada de 250 páginas, que esté escrita clarita, no te me hagas el raro, poné todos los puntos, etc., etc. Yo creo que hoy si llegara Saer cuando todavía no era Saer, con una de sus  novelas a una editorial, le dicen que pase otro día o si Julito Cortázar entrara a Random House con Bestiario, también le dirían que pase otro día. Salvo que tenga un amigo o una amiga o que junte unos mangos y pueda publicar en un sello chico. Lo cual no es recomendable porque cuando vos empezás pagándote tu texto, entrás desde un lugar desvalorizado. El problema es que mucha gente quiere publicar como si eso fuera lo único importante. Es cierto, la publicación es importante, pero también es importante cómo llegás a la publicación. Por eso los premios se convierten a veces en una situación equívoca, en la que el jurado gana un amigo y se genera trescientos o más enemigos, pero a veces para ese pibe no hay otra posibilidad que participar. De todos modos, hay algo elocuente que es que en este momento se está publicando mucho. Hay una cantidad de sellos que están surgiendo con pibes que  arman todo a pulmón. Me parece que ahí tienen que surgir nuevas voces, nuevos registros, una identidad literaria. La literatura argentina está pasando por un buen momento, después de años de dictadura, de oprobio y autoritarismo, por supuesto también hay sectas y guetos, pero hay que saber esquivarle el bulto a los suplementos literarios, porque unos están en manos de una capilla y otros en manos de otra. Lo digo como Scott Fitzgerald “con la autoridad que me da el fracaso”. Los suplementos literarios responden a determinados intereses y nunca son indicativos del auténtico valor de una pieza literaria. Todas las semanas se ven obligados a estar descubriendo a Beckett, a Joyce o a Cervantes y no da para tanto.

-¿Para vos es lo mismo escribir sobre tu historia que una ficción pura? ¿Te hubieras atrevido a publicar un libro como El buen dolor con tu padre vivo?

-Yo publiqué uno más feroz sobre mi viejo con él vivo, que es Situación de peligro. Sin embargo, mi viejo, que estaba enfermo, me dio una gran lección. Me vino a buscar con el libro; yo no sabía cómo dárselo, después de ese vituperio que había escrito donde había una mezcla de amor y odio muy fuerte. Y él en cambio me dijo que era un acto de amor.
Apenas empecé a escribir, le mostré a mi padre un texto sobre mi abuela y él luego de leerlo me dijo que había algo que todavía me faltaba. Coincidía, sin saberlo, con John Cheever, que dice que no se pueden resolver en la literatura problemas que no tenés resueltos en la vida real. La literatura no te arregla el mundo, te puede atenuar el dolor del mundo, te puede atenuar determinados sufrimientos existenciales, pero es demasiado pedirle a literatura que cambie al mundo. Con que vos le llegues a uno, a dos lectores -y no lo digo con falsa humildad- y un pibe sienta lo mismo que vos sentiste cuando eras pibe, que el libro te acompañaba, ya es bastante. En ese sentido, no hay objeto más solidario que un libro.

-Teniendo en cuenta que en estos libros, tu escritura es tan íntima, ¿cómo hacés para manejar el límite entre ficción y verdad sin que eso le moleste al resto tu familia? Me imagino que a ellos no les debe gustar.

-A la familia siempre le jode. La familia es una institución en apariencia bondadosa y generosa y en otra dimensión es una organización mafiosa, como plantea el psiquiatra inglés Ronald Laing: “aquel que se va de una familia, se va con un secreto, por lo tanto debe ser liquidado allí donde se lo encuentre”.  Creo que en toda familia donde hay un secreto por lo general suele surgir un escritor. El escritor es aquel que va a ir a meter la nariz donde no tiene que meterla, es el que va a ir a buscar el moco debajo de la mesa, el pelo en el plato de sopa. Entonces, la familia no te protege tanto, sino que se alarma bastante. Después, cuando el libro funciona, todos quieren salir en la foto, pero también te tenés que comer las puteadas, la versión de un primo, de una hermana o un vecino que te dice “No, esto no fue así” y vos decís “Suena más real así que como fue en realidad, porque la distancia se da a partir de la mentira y es desde la mentira donde uno puede ser más fiel a la verdad”. Cuando a veces uno traiciona un poco a la verdad se logra la sensación de realidad.

-Esta especie de trilogía tuya La lengua del malón, 77 y El amor argentino,  surge a partir de una novela que nunca publicaste que se llama La partera de la historia. ¿Qué pasó con esa novela?

-Yo había empezado a escribir la historia de una chica que nacía en cautiverio y buscaba su origen. Se enamoraba de un pibe que había sido ex combatiente de Malvinas y en un momento tuve la sensación de que estaba escribiendo un relato ideal para progres de Página 12 y escuchas de León Gieco. Entonces, me di cuenta de que tenía que ir por otro lado, por otra búsqueda de lenguaje y ahí apareció la voz de este profesor de literatura, que con su  manera de hablar cambiaba el tono de la novela completamente.  A partir de ahí, tiré las seiscientas páginas que según Feinmann eran Lo que el viento se llevó y arranqué de cero con esta novela que fue La lengua del malón, que después tuvo su continuación y así se formó la trilogía. Es decir, para poder explicarme la violencia de los setenta tuve que recurrir a la violencia inmediata anterior que era el bombardeo del ´55 y también volver a la llamada Conquista del desierto. Hay algo que a mí siempre me llamó la atención que es cuando Tolstoi escribe Guerra y paz retrocede a la invasión napoleónica . Es decir, escribiendo en 1880, él tiene que retroceder a 1812 porque en 1812 va a encontrar las causas sobre si son eslavos o europeos, que era uno de los debates más encendidos que tenían los intelectuales rusos por aquella época. Ahora hay muchas cosas de las que soy más consciente, antes tal vez no me daba cuenta. Sí sé que lo que escribía eran novelas políticas, como lo son también las novelas psicológicas, sólo que acá lo político tenía más protagonismo. Con la salvedad de que a mí no me interesaba entrar en la novela de bajada de línea, por eso está el melodrama, por eso está la intriga policial, pero había datos que a mí me llamaban poderosamente la atención en la medida que durante todo el tiempo que estuve trabajando la antología, que fueron como doce años, estuve encapsulado leyendo material sobre los sesenta, los cincuenta, la Conquista del desierto y me llama la atención que cuando uno ve los nombres de los fusiladores, especialmente en la Marina, los bombardeadores del ´ 55, los apellidos se repiten como tradición familiar en la ESMA. Es decir, muchos de los torturadores y represores de la ESMA son hijos de los pilotos que bombardearon la Plaza en el ´55.

-Antes decías que tenías miedo de caer en un lugar común cuando empezaste a escribir la novela fallida sobre la dictadura. En alguna entrevista con respecto al Holocausto dijiste que muchas veces se termina estetizando la tragedia y los autores al final caen en un marketing del Holocausto. ¿Pensás que acá pasó algo similar con la dictadura?

-Ya en la puesta de escena de un juicio hay como una puesta estética, casi teatral, pero hay un momento donde el horror pasa por encima de esa estetización. Yo no me animé nunca a escribir una escena de tortura. Me parece que podría escribir una escena de tortura en la Edad Media, pero no en situaciones tan próximas vinculadas a la dictadura, no podría estetizar con eso. Si he contado una escena de tortura es porque el Nano Balbo me la contó y yo la transcribí. Para eso traté de ser fiel a su voz y el testimonio fue consensuado con él. Hay algunos escritores de las nuevas generaciones que especulan con esto tal vez porque no pertenecen a la generación del ´70 como yo y lo pueden ver desde otro lugar. La verdad, no lo tengo claro. Me parece que en estos casos con temas tan drásticos, crudos y carniceros, el testimonio es mucho más fuerte que toda ficción.

-Como Flaubert alguna vez dijo “Madame Bovary soy yo”; vos dijiste  “el profesor Gómez soy yo”. ¿Qué contradicciones que tiene él, también encontrás en vos?

-Uno puede ser simpatizante del movimiento nacional y popular y tener sus simpatías de clase y por otro lado, también con el mismo grado de simpatía, leo el Borges de Bioy. Es un libro que irrita a muchos, es un libro para escritores, yo creo que te ahorra muchos talleres de literatura y tal vez la carrera de letras como guía de lectura. Es un libro muy ruin, por momentos muy infidente y por momentos es un gran canto a la amistad y a la gran celebración de la literatura. Entonces, vos decís, ¿cómo puedo yo, que no soy peronista pero sí simpatizante del peronismo o de determinados momentos de vuelta de tuerca que le pega el peronismo a la historia argentina, leer a estos dos gorilas que se refocilan con la Revolución Libertadora? No obstante encontrás momentos; por ejemplo, cuando se produce el golpe del ´55, Bioy va recorriendo la ciudad en auto. Bioy es un gran observador de lo popular y en una frase él resume la situación del país, dice: “la ciudad estaba sola”. Es una frase corta, que a mí me quedó grabada. Y pensé, este tipo si algo odiaba era al peronismo y al comunismo y sin embargo logra muy bien interpretar el sentimiento popular.

-“Acá uno se alinea con Borges y Bioy o se alinea con Arlt”, dijiste en alguna ocasión. ¿Es necesario que en la literatura haya una conciencia de clase tan marcada?

-Nuestra historia está atravesada por la violencia política. Para mí generación fue muy difícil reconciliarse con Borges. Las declaraciones reaccionarias de Borges y por otro lado, sus actitudes políticas, como el almuerzo con Videla o el encuentro con Pinochet, son situaciones muy difíciles de tragar. Eso nos indignó y de rebote un tiempo nos alejó de su literatura. Recién en los últimos años yo pude volver a tomar los libros de Borges en mis manos y leerlos y empezar a encontrar el disfrute. Tal vez porque ya ha pasado una buena distancia temporal, pero no me puedo olvidar de estas actitudes. No tiene que ver con la literatura. Yo creo que la literatura no salva al hombre, la literatura es la literatura. Borges tiene una gran obra literaria, pero la obra no lo salva de las agachadas y las obsecuencias que ha manifestado a lo largo de su vida.

-Durante la charla nombraste varias veces la palabra generación. Sin embargo, alguna vez dijiste que el término generación literaria mucho no te cierra, que tiene que ver con lo marketinero, que no hay jóvenes escritores y escritores veteranos.
-No los hay porque Rimbaud tenía dieciséis años cuando escribió Una temporada en el infierno y  Thomas Mann setenta cuando escribe Doktor Faustus.  Entonces, me parece que a veces la categoría generación es tramposa.

-Las edades mucho no importan, sólo hay textos buenos y textos malos.

-Hay textos que vencen el tiempo y textos que se quedan. Nadie se acuerda hoy de los autores que eran conocidos en la época de Roberto Arlt. Si vos leés el Borges de Bioy, la cantidad de escritores que ellos citan, la cantidad de tipos y tipas que pertenecían al mundillo intelectual de La Prensa, de La Nación, están olvidados completamente. Cuando hace un rato te decía que hoy se publica mucho, hay que esperar que decante todo este momento. En los setenta también se publicó mucho, pero ¿cuántos de todos esos autores siguieron publicando? Lo mejor que le podés decir a un escritor joven, que acaba de publicar su primer libro, es que ojalá llegué al segundo.  Te espero en el tercero y me gustaría verte en el cuarto. Escribir y publicar un libro no es ninguna hazaña, el asunto es si tenés algo que decir. Esto es un oficio de paciencia y un escritor no puede estar mirando los suplementos todo el tiempo. No puede estar pendiente del último autor recomendado ni de los festivales. Hoy yo veo que los escritores van a un festival tras otro, como si los festivales fueran lo más importante que le puede pasar a un escritor, en vez de conseguir lectores. Te das cuenta de que muchos festivales son pura rosca, pareciera ser que son todos escritores que andan con la valija lista, están viendo en qué puerta embarcan en vez de qué publican. Yo trabajé cuarenta años en publicidad y cuando estuviste tantos años ahí te das cuenta de que el marketing y todo esto que se chamuya ahora no es ninguna novedad. Lo sabe el que fabrica mayonesa, el que fabrica zapatos y las editoriales están en manos de gente que puede hoy fabricar libros como mañana puede fabricar salchichas: el tema es vender. Entonces ¿para qué voy a ponerme a competir con el último libro del combustible espiritual o las memorias de la última trola de la televisión? El mío es otro camino.

-Hace bastante eligiste vivir en Villa Gesell. El hecho de vivir en un lugar tan alejado del mundo cultural, por decirlo de algún modo, ¿qué te aporta?

-Te preserva de vos mismo y te preserva de la histeria. Buenos Aires es como una mina con taco aguja, te la querés voltear, pero nunca te la vas a poder voltear. En Buenos Aires tenés toda la información a tu alcance, pero no tenés el saber. Hay una ideología Malba y una ideología Palermo, una ideología “Malbada” diría yo. Si no vas a tal o cual evento, te perdés algo. Todos los días hay un cóctel, fulanita presenta su último tampón y lo convirtió en una instalación.
Con todo lo que yo puteo contra Villa Gesell, todavía acá hay barrios de laburantes e impera cierta solidaridad. Acá, durante tres días no apareciste o no atendiste el teléfono y alguien te llama y te dice que quiere verte, a pesar de la inclemencia del paisaje, de las sudestadas, las lloviznas, los días fríos. Este es un pueblo que fuera de temporada se devora a sí mismo. Termina la temporada y tenés el afano a la vista, los suicidios, el juego, la falopa, los tipos que caen, que hacen crack-up. Tenés lo bueno, lo malo y lo feo.

-Teniendo en cuenta esto que hablabas antes sobre los textos que vencen el tiempo.  De tus textos, ¿cuáles pensás que quedarán?

-De todos, creo que El buen dolor es el que más me convence y el que me gustaría que quedara. Todavía hoy lo puedo mirar y no me animo a cambiar una línea. El resto no sé, el tiempo lo dirá.

-La última es una pregunta que suelo hacerle a muchos escritores, músicos y periodistas. Si tuvieras que tratar de convencer a un chico para que empiece a leer, ¿qué le dirías?

-Le diría que le conviene leer para ser libre, para que se le abra la cabeza y conozca sus derechos, porque un pibe que hoy tiene tres palabras, es un pibe pobre, así pertenezca a una clase media acomodada. Había un educador italiano que decía que el pobre, el campesino, iba a ser libre el día que manejara las mismas palabras que el patrón.
El pibe que no sabe leer hoy, no sabe cuáles son sus derechos. Entonces, lo para la cana con un porrito y lo hace boleta porque no sabe explicar cuáles son sus derechos.  Por supuesto, no se trata de leer indiscriminadamente. Creo que acá hay una obligación que viene del Ministerio de Educación, que si bien ha realizado muchas acciones interesantes, convocando a escritores y ha generado varios planes de lectura, todavía no alcanza. Creo que los maestros hoy tienen una responsabilidad enorme, porque se les está confiando una materia humana en crecimiento. Los docentes tienen que encontrar otras maneras de reclamar. Si quieren hacer paro, que hagan, pero que no cierren el colegio; ese día en el colegio lo pueden dedicar a explicar los problemas de la educación en el colonialismo, los problemas de la política educacional. No larguen a los pibes en banda porque muchas veces  no tienen otro lugar a dónde ir. El colegio y la familia debe ser el lugar de la lectura. Muy a menudo, con los docentes tengo una lucha: yo les digo que ellos no leen y ellos me dicen que son los adolescentes los que no leen y yo les repito: no, son ustedes los que no leen.  No te digo que los patoteo, pero los provoco y les digo: “contame qué estuviste leyendo anoche”. Estuviste de pizza, birra , faso y Tinelli, no me jodas. Yo me he enterado de maestras que están dando Coelho; y yo pienso: “esforzate, loca”.  En esto tal vez me pongo demasiado antiguo y pienso un poco como mi padre: si a uno le agarra un ataque de epilepsia, un médico no se puede quedar tomando sol, tiene que intervenir. El maestro tiene un compromiso completo: no puede mirar a otro lado.

Esta nota también fue publicada en el Blog de Eterna Cadencia, febrero 2015.


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