Se llamaban Maxi, Adrián y Cristian. Tenían entre veintitrés y veinticinco años. De los tres, yo sólo conocía a Maxi. Iba conmigo al gimnasio y todos los jueves jugábamos juntos a la pelota en la canchita del Poli. Le gustaba tocar la batería y escuchaba a “Los Pistols”. Muchos le decíamos “Maxsid”, por Sid Vicious, uno de sus ídolos.
Ese viernes de diciembre, los tres habían estado en el cacerolazo que se hizo en Floresta, pidiendo “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Entrada la madrugada del sábado, como tantas veces, fueron a tomar algo al barcito de la estación de servicio de Gaona y Bahía Blanca. Ahí se encontraron con Quique, el pibe de la gomería de enfrente. Los cuatro se sentaron alrededor de una de las mesas y mientras compartían una cerveza, miraban atentos la televisión del local. Las imágenes mostraban escenas de los disturbios ocurridos la noche anterior a la renuncia de Adolfo Rodríguez Saá. En pantalla, se veía a varios manifestantes golpeando a un policía. “Está bien, si es lo mismo que hicieron ellos la semana pasada”, dijo Maxi. “Hasta acá, basta” fue lo único que salió de la boca de Juan de Dios Velaztiqui, un suboficial retirado de la Federal que custodiaba la estación. Después sacó su arma, se paró al lado de Maxi y le disparó en la sien. Siguió con Cristian, a quien le tiró en la nuca y por último le apuntó al estómago de Adrián. Quique, el pibe de la gomería, pudo escaparse.
Desde el 5 de agosto de 2012, Velaztiqui, por el beneficio del arresto domiciliario que la justicia otorga a los mayores de setenta, cumple condena en la casa de su hija en Berazategui.
Maxi, Adrián y Cristian sólo tenían entre veintitrés y veinticinco años. Hoy que se cumplen doce años de lo que se conoce como la Masacre de Floresta, por siempre, sus caras y sus nombres seguirán pintados en muchas paredes del barrio.
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